Publicado en dos partes en la página web de Contrelittérature, 2009.
Leer los textos altamente intelectuales de S. Tomás de Aquino por ejemplo, o presentar la salvación a través del conocimiento, ya vengan directamente de la India (jñānayoga por ejemplo) o a través de la obra de René Guénon (advaita vedānta), uno puede preguntarse legítimamente si es necesario ser inteligente para salvarse.
Dado que la respuesta a esta pregunta es negativa, queda por explicar.
Introducción
Hay al menos tres razones por las que se plantea esta pregunta, y la respuesta – «no» – salta inmediatamente a la vista, que no pueden descartarse sin considerar todas sus consecuencias.
La primera razón salta a la vista cuando uno se sorprende y deleita al leer los textos teológicos de un Santo Tomás de Aquino, un Juan Duns Escoto, un Roger Bacon o un San Pablo. Tomás de Aquino, Juan Duns Escoto, Roger Bacon o San Buenaventura. Buenaventura, por la extraordinaria inteligencia de estos doctores (angélicos, sutiles, admirables y seráficos, como se les apodaba respectivamente). Nos sorprende -no, desde un punto de vista modernista, porque tal inteligencia, preferentemente matemática, debería haberse aplicado exclusivamente a la técnica1. – sino porque accedemos a una inteligencia (una comprensión) de los misterios cristianos antes insospechada (por nosotros ‘insospechada’, porque Orígenes y S. Agustín son genios teológicos). Agustín son genios teológicos al menos iguales a los doctores medievales). Luego viene este rapto – en un sentido casi etimológico.
La segunda razón procede de la meditación sobre la dogmática cristiana. Como nos ha recordado Jean Borella (Problèmes de gnose, L’Harmattan, 2007, cap. VII), esta dogmática extensiva es una expresión o formulación lo más transparente posible de los misterios cristianos. Se inserta entre la revelación y la teología -un caso único entre las tradiciones religiosas, ya que estas últimas tienen «clásicamente» una revelación (escrita o no) que formula, y teologías que interpretan. Lejos de constituir una interpretación -que es, en efecto, el papel de las teologías, ninguna de las cuales, ni siquiera la de Santo Tomás de Aquino, ha sido nunca canonizada2- la dogmática está del lado de la sola formulación (Problèmes de gnose, ibid.). Nos parece que el misterio cristiano es de una inteligencia sin igual. Por eso algunas de las mentes más grandes han podido consagrarle su vida y, sobre todo, se necesitaba nada menos que esta dogmática para fijar -frente a cualquier deriva interpretativa «anecdótica»- y transmitir, durante dos mil años, esta comprensión del misterio cristiano3.
La tercera razón, antropológica, se refiere a la «naturaleza» del hombre y, en particular, a la dimensión esencial de su «inteligencia». A partir de ahí, el hombre no puede dejar de ser inteligente; está hecho para ser inteligente; es «gnóstico» por naturaleza. Se plantea entonces, aquí con agudeza, la cuestión de la función de esta inteligencia humana y, en particular, de su posible papel frente a la revelación. ¿Qué puede pretender saber el hombre? ¿Cómo se combinan creencia y conocimiento?
Nos parece que lo correcto es empezar por definir la inteligencia. Entonces podremos ver cómo se aplica al mundo (lo cosmológico) y a lo que va más allá del mundo (lo metafísico). Ciertamente, entonces será más fácil comprender doctrinas como «la pneumatización del intelecto» (cf. la enseñanza de San Pablo) y, paradójicamente, concebir la verdadera «gnosis» como la de «inteligencias que saben cerrar los ojos»4. Sin duda, esto arrojará algo de luz sobre la cuestión que da título a este ensayo, y nos permitirá elaborar una respuesta.
Inteligencia
1. La definición pragmática de la inteligencia como mensurable en psicología debe descartarse inmediatamente. De hecho, a la pregunta «¿Qué es la inteligencia?», los inventores del famoso test respondieron: «Pero eso es precisamente lo que mide nuestro test»5. Por «inteligencia», pues, no entendemos agilidad mental o aptitud para la aritmética mental.
2. También debemos abandonar la definición kantiana de la inteligencia como «entendimiento», intermediario entre el sentido y la razón, definición que, en última instancia, es fácil de refutar. A primera vista, se trata de una simple inversión de vocabulario entre «razón» e «inteligencia», pero conviene restablecerla. El origen de esta desafortunada inversión se encuentra sin duda en la relativa confusión de Descartes entre ambos términos6 -sólo «relativa», ya que el metafísico conserva el poder de conocimiento intuitivo de la razón (intellectus intuitivus)7, sin la cual no habría metafísica posible (cf. La charité profanée). Pero, habiendo hecho de la razón (Vernunft) la facultad superior del pensamiento, Kant verá ahora en el entendimiento (Verstand, intellectus) sólo la actividad cognoscitiva inferior: la que da a lo sensible dado, es decir, a la materia de la sensación y a la forma del espacio y del tiempo, una forma conceptual8. Pero esta inversión es en realidad una negación, la negación del intellectus (intelecto intuitivo): «la intuición intelectual, en efecto, no es nuestra, y […] ni siquiera podemos concebir la posibilidad de ella», escribe9. Si Kant niega la intuición intelectual, es simplemente porque la imagina, según el modelo de la intuición sensible, como teniendo un objeto delante de ella. Sin embargo, «más allá del conocimiento por observación, hay lugar para el conocimiento por participación«10. Conocer una cosa, en palabras de Kant, es ciertamente construir un concepto en la intuición sensible pero, sobre todo, es ser «intelectualmente aprehendido por un sentido, un inteligible, que ‘reconocemos’ más que conocerlo»11. Añadamos, siguiendo de nuevo a Jean Borella, que la contradicción kantiana reside en el proyecto mismo de la crítica de la razón pura, crítica que se supone que la razón realiza por sí misma, mientras que el límite fijado por el propio Kant: «Lo que limita debe ser diferente de lo que sirve para limitar«12 hace obsoleto tal proyecto. A diferencia de Kant, para quien no sólo el entendimiento se limita a sí mismo («el entendimiento se pone inmediatamente límites que le impiden conocer las cosas por medio de categorías»; Crítica de la razón pura, trans. T. et P., P.U.F., p. 229.)) sino que la razón se limita a sí misma limitando su uso teórico a través de su uso práctico13, la razón no puede limitar a la razón. Al contrario, si podemos tomar conciencia de los límites de la razón, es porque hay en nosotros una potencia intelectual superior a la razón y que el conocimiento goza de su ilimitación interna: el intelecto o el conocimiento (todo es uno) es más que lo que conoce y que el sujeto que conoce14.
3. Así llegamos a esta definición de la inteligencia, que se distingue de la razón porque «viene de fuera» (o «por la puerta»), como ya dijo Aristóteles15. Es cierto que, dado su estado psico-corpóreo, es verdad que para el hombre «nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu» (nada hay en el intelecto que no haya estado primero en los sentidos), pero sólo en la medida en que añadamos la corrección leibniziana: «nisi ipse intellectus» (si no el intelecto mismo) 16!
Este doble aspecto de la mente puede parecer sutil, pero la razón – norma del pensamiento discursivo, doblemente sujeta al objeto que mira y a la lógica que lo enmarca – no puede equipararse a la intuición intelectual. Si la razón despliega el razonamiento, es efectivamente la inteligencia la que lo comprende, y nadie puede obligar a nadie -ni siquiera a sí mismo- a comprender lo que sigue siendo incomprensible17. El proceso de adquisición del conocimiento (y de establecimiento de su validez) no es ciertamente intuitivo: para descubrir lo que no conoce, la mente procede discursivamente, por investigación, razonamiento, deducción, pero el acto propio del conocimiento «sólo puede ser la recepción directa de lo inteligible dado»18. El acto cognoscitivo como tal es aquel «por el que un objeto conocido se une directamente a un sujeto que conoce, en una especie de transparencia recíproca que es la experiencia misma de lo inteligible» (Lumières de la théologie mystique, p. 124). Así como la luz que infunde un cristal no es producida por el cristal, el intelecto, en acto y en su esencia suprahumana, es increado e increable19. Esto se refleja en la doctrina del intelecto como sentido del ser.
Inteligencia y realidad
La inteligencia y lo real físico
Decir que el papel de la inteligencia es ser «sentido de lo real» es observar que el acto intelectual primario es esencialmente una intuición de lo real como tal, una conciencia de que hay un real, o, dicho de otro modo: el ser tiene sentido para la inteligencia 20. Nuestra «conciencia de inteligibilidad», nuestra «experiencia semántica» es esta constatación de que la idea de ser tiene su repercusión semántica en nuestra inteligencia, aunque esto no pueda explicarse por ninguna génesis. Esta disposición metafísica es, pues, innata e inmediata; y es precisamente la inmediatez de esta experiencia ontológica lo que la hace directamente inaccesible para nosotros, del mismo modo que no podemos ver la luz que nos hace ver, sino indirectamente21.
Por todo ello, no es el ser mismo del objeto conocido lo que se recibe en el intelecto, sino su modalidad inteligible, despojada de la existencia individual propia del objeto; «el acto de conocimiento sólo se realiza, pues, al precio de una especie de desrealización». Sin embargo, este «conocimiento es real, es incluso la función de lo real por excelencia»: «sólo hay ser para el conocimiento». Esto es lo que hace paradójica la situación del intelecto: está a la vez fuera de lo real y vinculado a lo real. Es, pues, esta iluminación «de otra parte»; es, por tanto, de otra naturaleza, de otro grado de realidad de aquello que ilumina. Jean Borella diría que «el contenido cognoscitivo del intelecto excede el grado de realidad de su manifestación: en otras palabras, [que] es trascendente a ella»22. Y tiene que ser así, puesto que todo lo que se manifiesta nunca está del todo ahí, ya que su raíz invisible, su causa y su fuente permanecen siempre inmanifestadas.
La inteligencia y la realidad sobrenatural
Lo que es cierto de la realidad «visible» o física (la naturaleza), debido al «órgano trascendente» del intelecto, es a fortiori cierto de las realidades sobrenaturales de las que forma parte. Así Frithjof Schuon podría decir que «el intelecto es naturalmente sobrenatural o sobrenaturalmente natural» y esta «dimensión naturalmente sobrenatural del intelecto […], Santo Tomás [la habrá] enseñado sin duda»23, a pesar del neotomismo, que, deseoso de no caer bajo la crítica kantiana, postulaba «en principio una distinción radical entre el orden del conocimiento natural y el del conocimiento sobrenatural» (Le sens du supernaturel, p. 83).
Pues en esta separación radical reside el paradigma de un pensamiento «modernista»24, que precisamente ya no puede pensar lo sobrenatural. El origen actual de este paradigma se encuentra en el error galileano25 y su formulación más lograda, en su aplicación filosófica por Kant.
Para convencerse de ello, basta con remontarse a la enseñanza inmutable de Platón, para quien la concepción del universo «deriva a modo de ilustración sensible de lo que, en sí mismo, es invisible y trascendente». Es «en su sustancia misma» que el mundo «está dotado de una función ‘icónica'» (La crisis del simbolismo religioso, p. 54); es, dice Platón, «necesariamente la imagen de algo» (Timeo, 29b; La crisis…, p. 40), de modo que toda cosmología sólo puede ser «un mito verosímil (ton eïkota muthon)» (Timeo, 29d; ibid.). Si, para Platón, «nuestra ciencia de la naturaleza sigue siendo hipotética, no es por la debilidad de nuestra inteligencia; es por la falta de realidad del objeto a conocer. En consecuencia, el único conocimiento adecuado a un ser deficiente es el conocimiento simbólico, porque plantea primero su objeto por lo que es, un símbolo, pero un símbolo real, es decir, una imagen que participa ontológicamente de su modelo»26.
La pneumatización del intelecto
Hemos visto que la paradoja del intelecto consiste en que «sólo puede recibir el conocimiento de todo porque no es ninguna de las cosas que conoce» y que, del mismo modo, la paradoja del conocimiento es que «es una fusión anticipada de sujeto y objeto, pero [que] sólo la anticipa porque no la realiza»27.
Para lograr tal fusión, es necesaria una verdadera «pneumatización del intelecto», ya que, de lo contrario, el intelecto nunca es más que el aspecto cognoscitivo del espíritu y, aunque por ello sea esencialmente idéntico a él, la experiencia ordinaria nunca es más que la del intelecto solo. Por otra parte, tal «pneumatización del intelecto» permitirá revelar la connaturalidad o identidad esencial del intellectus y del spiritus, como muestra, por ejemplo, el Maestro Eckhart (La charité profanée, p. 131).
Todo está en la constitución ternaria del hombre, claramente afirmada por San Pablo: «[…] que todo vuestro espíritu (pneuma) y alma (psuchè) y cuerpo (sôma) se conserven inmaculados para la parusía de Nuestro Señor Jesús» (1 Tes V, 23). Además, está la distinción entre el cuerpo psíquico y el cuerpo espiritual (o pneumático, o celeste), que permite contrastar el primer y el último Adán: «El cuerpo se siembra como cuerpo psíquico, y resucita como cuerpo pneumático. […] El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente (psuchè), el último Adán fue hecho espíritu vivificante (pneuma). Lo primero no es lo pneumático, sino lo psíquico, y después lo pneumático. El primer Adán era terrenal, sacado de la tierra; el segundo hombre vino del Cielo» (1 Cor. XV, 44-47).
A esta oposición corresponde la regla de la alquimia espiritual, que consiste «por la gracia del Verbo encarnado, en separar el oro puro del espíritu de su aleación mortal con la sustancia anímica»: «La palabra de Dios (Logos) es eficaz y más cortante que una espada de dos filos que penetra hasta la separación del alma y del espíritu» (Heb IV, 12). Esto significa que «el pneuma sólo se actualiza en nosotros mediante la metanoia, la conversión interior, que es purificación de la psucha y muerte del ego«. Esta conversión es sólo la dimensión humana de la acción transformadora de la gracia divina; por eso «el pneuma paulino es a veces el Espíritu Santo y a veces el hombre espiritual, sin que siempre sea posible discernir si es uno u otro». Porque el espíritu del hombre, originalmente «inspirado» (Gn II, 17), permanece «habitado por el Espíritu de Dios que lo renueva (Ep IV, 23) [y] que se une a él (Rm VIII, 16), para «unirlo al Señor y hacer de él un solo pneuma» (1 Co VI, 17)». (La charité profanée, pp.157-160).
Ahora bien, ¿qué ocurre con la relación entre el espíritu (pneuma) y el intelecto (noûs), sobre todo teniendo en cuenta que «San Pablo utiliza a veces pneuma como sinónimo de noûs«28? Una vez aceptadas las variaciones de vocabulario y de acuerdo con nuestra antropología, podemos decir que :
- «El espíritu designa la vida divina en la criatura, según su dimensión más interior, cuya actualización depende rigurosamente de la gracia de Cristo;
- «El intelecto designa una facultad de conocimiento ‘naturalmente sobrenatural’, que conoce (o puede conocer) la verdad espiritual, pero que, siendo por definición ‘pasiva’ (éste es el precio de su objetividad) es también impotente para mover la voluntad de todo el ser.
Capacidad de conocimiento puro (no abolido, sino sólo oscurecido por el pecado original), «el intelecto permite al ser humano, en su estado actual, entrar inteligiblemente en contacto con realidades que están ontológicamente más allá de él, es decir, tener una clara conciencia de ellas: es a través del intelecto, que es naturalmente sobrenatural, que las realidades sobrenaturales tienen un significado para un ser natural, de lo contrario permanecen como si no lo fueran». El resultado es una doble relación entre el noûs y el pneuma:
- Por una parte, es necesaria una intelectualización de lo espiritual para captar los misterios del Espíritu;
- Por otra parte, debe haber una pneumatización del intelecto, para «dar vida y realidad a lo que es conocimiento meramente especulativo, y por tanto impotente».
La intelectualización del pneuma no se refiere sólo a los frutos de la captación de los misterios, según la enseñanza de San Pablo de que si «es mi espíritu el que ora, […] mi intelecto no obtiene de ello ningún fruto» (1 Cor. XIV, 14-15), sino que sirve también para instruir a los demás: «Prefiero hablar cinco palabras con mi intelecto, para instruir también a los demás, que diez mil palabras en lenguas» (1 Cor. XIV, 18-19)29. Por todo ello, «si el intelecto es la verdadera hermenéutica de lo espiritual, sigue siendo impotente por sí solo para llevar al ser humano a la vida del espíritu».
Es entonces «la pneumatización del intelecto la que transformará el intelecto especulativo en intelecto operativo»:
- «Transformaos en la renovación de vuestra mente, para que seáis capaces de discernir la voluntad de Dios» (Rom. XII, 1-2)30.
- «… despojaros del hombre viejo, corrompido por los deseos engañosos, para renovaros por el pneuma de vuestro intelecto y revestiros del hombre nuevo, del hombre creado según Dios (kata Theon)» (Ef IV, 19-24).
- «¿Quién ha conocido jamás el Intelecto del Señor?» preguntaba Isaías (Esta pregunta de Isaías (XL, 13) es citada por San Pablo en Romanos XI, 33; La charité profanée, p. 163, n. 3). Y San Pablo responde: «El hombre pneumático juzga todas las cosas y no es juzgado por nadie. Pues ¿quién ha conocido jamás el Intelecto del Señor para poder instruirlo? Pero nosotros tenemos el Intelecto de Cristo» (1 Cor. II. 16). «El fin de la pneumatización del intelecto es la adhesión al Hombre Interior, a la Persona inmortal», porque «el intelecto, en su verdadera naturaleza, se identifica con el Hombre Interior», según San Pablo: «Siguiendo al Hombre interior, me complazco en la ley de Dios […] Así pues, estoy sometido por el intelecto a la ley de Dios» (Rom. VII, 22-25) (Entendemos aquí que «al separar lo intelectual de lo espiritual, el neotomismo condenó el trabajo teológico a nutrirse exclusivamente de razonamientos», cortándolo de sus «raíces místicas»; Le sens du supernaturel, p. 84).
- «Así recibiréis fuerza para comprender, con todos los santos, la Anchura, la Longitud, la Altura y la Profundidad; conoceréis el Amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ep IV, 16-19). (La charité profanée, pp. 160-165).
Gnosis, ignorancia infinita
«Conoceréis el Amor de Cristo que supera todo conocimiento«, dice San Pablo31. Tal conocimiento, que supera todo conocimiento, se llamará gnosis (o teología mística – ver sección V). La gnosis es, pues, el conocimiento sagrado, según su objeto, que es la Esencia divina, y según su modo, que es la participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Esta participación, que tiene más que ver con el ser que con el conocer, es una actualización que es necesariamente obra del Espíritu Santo.
Esta actualización es el fundamento interno de la santa teología, del mismo modo que la Revelación es su fundamento externo. Sobre este doble fundamento, la teología especulativa es la objetivación mental de la teología mística, la expresión imperfecta de la contemplación perfecta.
Y es esta imperfección de la teología especulativa la que exigirá su propia superación, la que invitará a la razón a someterse a la inteligencia espiritual y la que permitirá acceder, por la gracia, a la gnosis. Y esta gnosis es el Reino de Dios, según la correspondencia entre «la llave de la gnosis» (Lc XI, 52) y «la llave del Reino de Dios» (Mt XXIII, 13), que fundamenta en la Escritura la identidad de la gnosis y el Reino de Dios.
En este sentido, la verdadera gnosis no es una ciencia, sino una nesciencia, porque en esta gnosis suprema, es Dios quien se conoce a Sí mismo, en cuanto la inteligencia está perfectamente despojada de sí misma. Sólo el desconocimiento puede conducir al sobreconocimiento: «Si alguien cree saber algo, todavía no lo sabe como debe saberlo» (1 Cor. VIII, 1-2). Y el único poder que puede llevar a cabo esta renuncia necesaria es el poder de la caridad, lo que significa que «la caridad es la puerta de la gnosis» (San Evagrio el Póntico, Carta a Anatolios, P.G., vol. XL, col. 1221 C; La charité profanée, p. 396).
Según el deseo de Cristo, se trata de llegar a ser uno como el Padre y el Hijo son Uno, y el Amor es la unificación que precede a la Unidad; porque el amor es la sustancia de la gnosis, y la gnosis la esencia del amor. La dimensión gnóstica de la Caridad permite el desinterés radical del amor puro, y la Gnosis se centra en la Verdad, la única Verdad que entrega. «La Gnosis es el eje vertical, inmutable e invisible, que la danza del amor envuelve como una llama.
La oración es, pues, la única actividad que corresponde a la dignidad del intelecto, y es el acto por el que el intelecto se da cuenta de su naturaleza deformada. La oración es, pues, la gnosis; «es el intelecto el que ora en el conocimiento y conoce en la oración»32; el conocimiento es la oración del intelecto. La oración y la gnosis son, pues, los dos peldaños de la escala de Jacob que se encuentran en la infinitud de Dios.
Si hay etapas en esta escalera espiritual, son las del vaciamiento: deseos del cuerpo, pasiones del alma, pensamientos del espíritu. Así, las virtudes del cuerpo (somáticas) pueden conducir por gracia a las virtudes del alma (psíquicas), las virtudes del alma a las virtudes espirituales (pneumáticas) y las virtudes espirituales a la gnosis esencial.
El Amor y la Gnosis son el origen y el fin del camino. Habiendo alcanzado a Cristo, Gnosis eterna del Padre, por la caridad, participamos en su efusión de Amor, que es el Espíritu Santo. El intelecto, unificado por la caridad, «se eleva a una dignidad infinita, dignidad que posee en virtud de su misma naturaleza intelectual». Y «el intelecto desnudo es aquel que se consuma en la visión de sí mismo y que ha merecido la comunión en la contemplación de la Santísima Trinidad»33.
Sólo «la desnudez del intelecto, o la ignorancia infinita (San Evagrio), o la nube del no saber (Dionisio Areopagita) representa el modo no modal en el que la criatura puede hacerse inmanente a la trascendencia divina». Y «este modo no modal es el grado más alto de la caridad». Y «mientras el intelecto no sea Dios, su luz no es la verdadera Luz». Debe darse cuenta de su propia sustancia no divina, es decir, de su ignorancia ontológica. «Conocía este secreto la Santísima Virgen, que era la pura oscuridad en la que se encarnó la Luz del Mundo» (La charité profanée, pp. 387-408).
Gnosis o teología mística
Es en la tradición dionisíaca, a la que S. Tomás de Aquino se refiere a menudo (cita al Areopagita 1760 veces en la Suma Teológica, según Timothy Wade), que descubrimos una teología mucho más iniciática que especulativa, según cuatro modos o caminos que pueden conducir, por la gracia, al conocimiento de Dios.
Partiendo de las Escrituras -que es la regla- vemos que hablan de Dios por medio de imágenes: la Roca, la Luz, o de conceptos: el Bien, el Ser, la Vida. Una teología simbólica corresponderá a la primera, y una teología catafática (afirmativa) a la segunda. A partir de ahí, la trascendencia divina exigirá que se niegue toda afirmación sobre Dios: será la teología apofática (negativa). Finalmente, más allá de toda negación (el decir lo que Dios no es), la teología apofática desemboca en el modo no modal de la teología mística, el «lugar» de lo que no tiene lugar. Estas cuatro vías o modos aparecen así como «los cuatro grados de una única ascensión del conocimiento» (Lumières de la théologie mystique, p. 94), de la que veremos que el Amor es el ascensor.
Teología simbólica
La teología simbólica consiste en explicitar la naturaleza teológica de los símbolos. Esencialmente cosmológicos (por naturaleza), los símbolos extraídos de la Escritura se ofrecen al intelecto para que pueda «leer en estas formas una enseñanza que escapa a toda forma»34, para poder captar «en la figura de estas realidades, las realidades sin figura» (Lumières…, p.95): la Roca, la Luz, etc. que simbolizan (o presentifican) a Dios.
Si el símbolo vincula lo visible a lo invisible, es porque se trata de una «semejanza disímil»35, y esta antinomia es intrínseca a la naturaleza del vínculo simbólico: la semejanza que vincula estáticamente lo visible a lo invisible es la naturaleza analógica del símbolo; y la desemejanza que nos hace renunciar a la imagen y, dinámicamente, ascender hacia el modelo, es su virtud anagógica (el acto de anagogía es, literalmente, «la ascensión hacia arriba»).
Teología afirmativa
Con la teología afirmativa, entramos en el campo de la inteligibilidad conceptual, de la razón discursiva y, por tanto, del lenguaje, necesario para comprender las nociones o ideas sobre Dios. Puesto que éstas son utilizadas inicialmente en la Escritura y luego transmitidas por la Tradición, esta teología nocional está totalmente legitimada y, a partir de entonces, es incluso deber del teólogo (Lumières…, p. 102) comentar y explicar todas estas nociones de la Escritura: Vida, Causa, Principio, etc., y explicarlas en el contexto de la teología.
Es más, su discurso deberá funcionar de arriba abajo, de modo que las afirmaciones sucesivas se funden inicialmente lo más cerca posible de Dios. Este orden descendente es la imitación del proodos, la procesión de la inmanencia divina según los grados de la Creación: Uno o Bien, Ser, Vida, Inteligencia… Este descenso que, por una parte, ancla la teología afirmativa lo más cerca posible de Dios, por otra, y a medida que se aleja, hace que tienda a ser «cada vez menos verdadera y agota en cierto modo su propia posibilidad» (p. 98).
Teología negativa
La teología negativa consiste en «negar todo símbolo y toda noción aplicados a Aquello que está más allá de toda figura y de todo nombre» (p. 99). Además, mucho más allá de una simple negación que anularía lo que se ha afirmado anteriormente, la teología negativa surge como la anagogía de la teología afirmativa: el concepto negado deja de indicar simplemente un objeto mental y se convierte en «el signo de una operación que debe realizar la inteligencia teológica»; ¡el lenguaje conceptual se ha transformado en un operador metafísico!
En efecto, así como el símbolo, por su virtud anagógica, permite que la imagen no sea tomada por la Realidad, así la palabra (o la noción que designa o el concepto a través del cual se piensa la noción) adquiere su verdadera utilidad cuando la mente toma conciencia de la inadecuación del concepto a su Objeto, cuando la inteligencia anagógica deja de considerarla como una cosa mental para darse cuenta de la realidad trascendente que designa.
La inteligencia teológica percibe así «el modelo como trascendente a su reflejo en el pensamiento» (p. 111), y llamaremos a esta tensión anagógica36 la conciencia de esta «tensión que reina entre la esencia intelectiva de la noción y el modo mental de su existencia, entre el contenido trascendente de lo pensado y el acto (el concepto) que lo piensa» (p. 111). Dicho de otro modo, la teología negativa puede permitir «realizar la unidad del ver (símbolo) y del concebir (noción), del símbolo, visión sin intelección, y del concepto, intelección sin visión, en la visión intelectiva» (p. 99). Esta visión intelectiva, que es una «gnosis por nesciencia» habiendo renunciado a todo conocimiento conceptual, es entonces materia de teología mística.
Teología mística
A partir de ahí, la teología mística sólo se diferencia de la teología negativa como final del camino desde el camino mismo. Cuando esta última ha negado todos los símbolos y conceptos, puede aparecer la teología mística. Cuando el intelecto ya no ve el concepto como algo mental, porque lo ha negado, porque ha cerrado los ojos, entonces puede darse cuenta de la Realidad informal y anónima. Entonces tiene «la experiencia decisiva y paradójica de sus propios límites, y [puede] experimentarse de repente a sí mismo como pura capacidad de adoración contemplativa» (pp. 10-11). Es evidente que esta toma de conciencia es tanto una cuestión de conocimiento como de amor. Pero ¿de qué tipo de amor y de qué tipo de conocimiento estamos hablando?
Fundamentalmente, «la potencia anagógica es obra del Amor y traduce la operación del Espíritu Santo en el corazón del intelecto» (p. 110): «El Amor no es sino el movimiento mismo de la theologia, la potencia dinámica que la hace […] ir más allá de los nombres y de las formas. Y este poder erótico que está en la inteligencia creada no es otra cosa que su participación en el propio Erôs divino, en el Espíritu de Amor que es Dios en su éxtasis trinitario» (p. 108). El Conocimiento en cuestión es también por participación. Diciendo «Dios» y negándolo como concepto, lo que queda es la intuición intelectual -que «es la vida misma del espíritu»-, la captación de la inteligencia por un sentido, en la medida exacta en que el intelecto se hace uno con este inteligible. La objetividad metafísica, en la que se unifican el conocer, lo conocido y el conocimiento, es intrínseca y cualitativa, mientras que «la objetividad física es extrínseca y relativa: no es más que el reflejo de la anterior, que la funda ontológicamente» (p. 106). Hemos superado ahora toda operación noética (orden del conocimiento que implica, incluso en el caso de la intuición intelectual, una cierta especulatividad (p. 112), para pasar a una ontonesis en la que ser y conocer están indisociablemente unificados.
Si la potencia anagógica es obra del Espíritu en el intelecto, esta operación es posible porque encuentra «en el intelecto mismo, una capacidad supraconceptual que es despertada y actualizada por la tarea apofática: la gracia presupone la naturaleza que perfecciona» (p. 110). La naturaleza más profunda del intelecto es, pues, la pura intuición: no como acto intelectivo, sino como naturaleza sobrenatural, identidad virtual entre ella misma y el sentido que la ha captado. Al ir más allá de lo noético, «obedece no sólo a la atracción del Amor divino, sino también a su propia necesidad interna».
Las teologías negativas y místicas se revelan así como «una ‘Pascua’ del intelecto»(p. 108), un camino espiritual que implica muerte y resurrección: «muerte a los conceptos afirmativos […] que se convierten en signos de su propia superación; resurrección, porque el intelecto que ha consentido […] a su propia borradura, a su propia crucifixión, se establece en un estado supereminente de ‘gnosis a través de la nesciencia'» (pp. 108-109). Estos dos momentos, extintivo y unitivo, se revelan precisamente por la muerte y la resurrección de Cristo. «El despojamiento de todas las operaciones intelectuales, la renuncia a todos los objetos determinados, para reconocer el único Objeto divino, es la muerte de un intelecto crucificado con Cristo, y que, como él, habiendo renunciado a toda forma inteligible de lo divino, sólo puede gritar: ‘¡Elí, Elí, lamma sabacthani! [Bautizado en la muerte de Cristo, el intelecto pascual resucita con Él» (pp. 115-116). Pues en el cristianismo, «no puede haber otro camino hacia la gnosis que Jesucristo mismo, encarnación del Logos, es decir, del Conocimiento que Dios toma de sí mismo. [Y por eso, desde Orígenes hasta el Maestro Eckhart, y entre los más grandes místicos, el conocimiento de Dios, la verdadera gnosis, se identifica con la filiación divina: conocer a Dios es hacerse ‘Hijo'» (p. 43).
¿Hay que ser inteligente para salvarse?
Nos parece que las respuestas son lo suficientemente claras como para poder formular una respuesta a esta pregunta del título.
1. Si la inteligencia consistiera sólo en su reciente definición reduccionista de agilidad de mente (o «capacidad mental», como diría Schuon), es demasiado obvio que la desigualdad intelectual de los hombres, en virtud de su nacimiento, es incompatible con la justicia divina y que, como tal, ciertamente no es necesario ser inteligente para salvarse. Por otra parte, hay que señalar que Santa Teresa de Lisieux es Doctora de la Iglesia 37, al igual que Santo Tomás de Aquino, y que la procesión de los santos parece abarcar toda la variedad humana, desde este punto de vista.
2. Por eso, si existe una «intelectualidad» sagrada, es ante todo porque la inteligencia de que está dotado el hombre es su «sentido de la realidad», su sentido de lo sobrenatural: (Por eso la metafísica es una «ciencia intrínsecamente sagrada que trasciende todas las formulaciones que le demos y todos los receptáculos humanos que la reciban»; cf. Jean Borella, «Gnose et gnosticisme chez René Guénon«, publicado en la obra colectiva Dossier H: René Guénon, L’Age d’Homme, Lausana, 1984). Sobre todo porque este poder de conocer sólo le viene de la generosidad de un Dios que es el «Padre de las luces» (Jc I, 17) y que este «metafísico» es precisamente el Logos, la Palabra divina misma: «Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn I, 9) (Lumières…, p. 61).
«El hombre es, por esencia, un ser primariamente intelectual, un ser primariamente de conocimiento, incluso del más humilde conocimiento sensible; por muy alto y fuerte que hable el deseo en su interior, habla a alguien que lo escucha y lo reconoce, y para quien tiene sentido o que lo repudia. El hombre nunca es una máquina de desear. Pero tampoco es una máquina creyente, un ‘autómata religioso’ que recibiría en su pura exterioridad una revelación y una salvación radicalmente heterogéneas a su naturaleza»38.
La recepción de la revelación -la revelación sobrenatural- en la inteligencia del creyente requiere que éste tenga una capacidad natural de inteligibilidad. «Si esta autocomprensión no es una reducción idealista de lo revelado a las condiciones a priori de conocimiento del sujeto humano, es porque estas formas inteligibles están naturalmente ordenadas a realidades metafísicas y sobrenaturales» (ibid.).
Este es el «momento gnóstico» del acto de fe: esta receptividad intelectiva a la revelación se enseña y se comunica a través del lenguaje; se trata, por tanto, de un acto de conocimiento que es, además, necesariamente especulativo. Por todo ello, no es un simple ejercicio de la razón natural, sino «la actualización de aquellas posibilidades teomórficas implícitas en la creación del hombre ‘a imagen de Dios’, […] una intelectualidad intrínsecamente sagrada […hecha] de estos logoï spermatikoï, de estas Formas del Verbo divino inseminadas en toda inteligencia (esta luz del Verbo «que ilumina a todo hombre que viene a este mundo»), y así una especie de «revelación» interior y congénita, por inmanencia en el alma de estos iconos intelectivos que son las Ideas metafísicas» (ibid.).
3. El hecho es que la gnosis, o teología mística, sólo es un conocimiento salvador si el hombre renuncia a su propio conocimiento -especulativo-, para dejar que Dios se conozca a Sí mismo ; y Cristo mismo, encarnación del Logos, es decir, del Conocimiento que Dios tiene de Sí mismo, es la vía cristiana eminente de la gnosis, en una religión gnóstica39, en esencia40
Si para entrar en el «superconocimiento», la «epignosis» paulina, es necesario «haber renunciado a todo conocimiento, incluso al conocimiento mismo de las Ideas» (Penser l’analogie, p. 189), esto significa que «la inteligencia metafísica debe comprometerse concretamente en la fe en el Dios revelado: sin revelación, no hay Objeto divino»; «y sin Objeto divino […], ninguna liberación es posible, ya que toda peregrinación hacia una luz ausente está prohibida. El intelecto debe realizar una especie de sacrificium intellectus, debe enterrarse en la fe como en la muerte de Cristo Logos, pero para renacer con él» (Lumières…, nº 25, p. 189).
Así pues, si Cristo pudo decir: «tu fe te ha salvado»41, es en efecto esa sola fides sufficit (la fe sola basta), la del ciego curado, la del buen ladrón o la del «carbonero», tanto como la de Santo Tomás de Aquino42. Una vez que la inteligencia ha cumplido su función, que es hacer inteligible el mensaje de la fe en la gracia del Espíritu para que el ser humano pueda adherirse a él43 libremente, ya no hay diferencia, nos parece, entre esta entrada en la teología mística -o en la Docte Ignorance (Nicolas de Cues): este pasaje donde el intelecto cierra los ojos (S. Denys l’Aréopagite) ante lo que, en todo caso, está «por encima de los ojos» (Malebranche44 -y una «sepultura en la fe» directa (que renuncia -aunque sea por incapacidad «intelectual»- primero a «afirmar» y luego a «negar»): una aceptación directa de su «ignorancia ontológica» creatural.
Ciertamente, por eso, junto a la noble vía de la intelectualidad sagrada, puede haber otras. (Pamphile, en sus Voies de sagesse chrétienne, méditation sur l’Ascension, L’Harmattan, 2006, ha identificado varias vías genéricas, que presenta en pares complementarios: las vías del viaje y del eremitismo, las vías del sufrimiento y de la alegría, las vías conyugal y monástica…), como la ternaria : el camino del sabio, el camino del héroe y el camino del santo (caminos de la «inteligencia», de la «acción» y del «amor»), no sin mostrar que cada uno, necesariamente, por supuesto contiene eminentemente a los otros dos45. Y, si tuviéramos que mencionar el punto común a todos los caminos, diríamos que reside necesariamente en el encuentro entre la metanoia, la libre conversión del hombre, y la gracia de Dios.
Notas
- Los metafísicos Platón, Descartes, Pascal, Leibniz, Guénon… son matemáticos. Es cierto que, salvo Platón desde cierto punto de vista, no son teólogos, aunque algunos de ellos se hayan ocupado de cuestiones teológicas precisas (gracia, transubstanciación, etc.). Es significativo, a propósito de la aplicación de la inteligencia exclusivamente a la ciencia, que «de la masa de manuscritos dejados por Newton [el gran científico que sintetizó la física y la astronomía mediante la teoría de la gravitación universal], la mitad conciernen a la teología, una cuarta parte a la alquimia (121 tratados) y una cuarta parte a la física»; Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, reeditado coll. Théôria, L’Harmattan, 2009, p. 60, nota 145.[↩]
- a pesar de que la encíclica de León XIII Æterni Patris (4 de agosto de 1879) estableció definitivamente «la doctrina del Doctor común como norma de las ciencias filosóficas y teológicas»; Jean Borella, Le sens du supernaturel, Ad Solem, Ginebra, 1996 (248 páginas), p. 83.[↩]
- Presentada bajo la forma de la «paradoja máxima», nuestro libro, Introduction à une métaphysique des mystères chrétien, en regard des traditions bouddhique, hindoue, islamique, judaïque et taoïste (L’Harmattan, 2005, 302 páginas, imprimatur de la diócesis de París), ha intentado mostrarlo, especialmente en relación con los misterios de la Trinidad y de Cristo ; cf. 1ère Parte «La Trinité chrétienne», Capítulo 1. Résolution des paradoxes – approches conceptuelle et doctrinale y 3ème Parte: «Le Christ chrétien», Capítulo 11. Résolution des paradoxes – approches conceptuelle et doctrinale. Una síntesis paradójica universal – enfoques conceptuales y doctrinales.[↩]
- Fórmula de San Dionisio Areopagita, Teología mística, 997 A y B.[↩]
- Esta respuesta pragmática de Binet y Simon significa que, para ellos, no existe la inteligencia per se, la inteligencia no es «algo» que se pueda definir. La única forma de considerarla es en términos prácticos: la inteligencia consiste en superar tareas y resolver problemas.[↩]
- La equivalencia de ratio e intellectus se encuentra en la Segunda Meditación Metafísica; Jean Borella, La charité profanée, Éd. du Cèdre, París, 1979 (436 páginas), pp. 126-127 (reeditado por Éditions Dominique Martin Morin, luego por L’Harmattan con el título Amour et Vérité; en angloamericano: Love and Truth («Amor y Verdad») by Angelico Press.[↩]
- Por ejemplo: «No puedo dudar de nada de lo que la luz natural me muestra como verdadero […] Y no tengo ninguna otra facultad o poder en mí para distinguir la verdad de la falsedad, que pueda enseñarme que lo que esta luz me muestra como verdadero no lo es, y en la que pueda confiar tanto como en ella», Méditations, AT IX-1, p.. 30.[↩]
- «Todo nuestro conocimiento comienza con los sentidos, pasa de ahí al entendimiento y termina con la razón. […] Hemos definido el entendimiento como la potencia de las reglas; aquí distinguimos la razón del entendimiento llamándola potencia de los principios»; Crítica de la razón pura (tr. P. Alexandre J.-L. Delamarre et François Marty en Œuvres philosophiques, édition Ferdinand Alquié), tomo I, París, Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), 1980, pp. 1016-1017. «Los pensamientos sin contenido son vacíos, las intuiciones sin conceptos son ciegas. […] El entendimiento no puede intuir nada, ni los sentidos pensar nada. Sólo de su unión puede surgir el conocimiento»; Crítica de la razón pura, trans. Tremesaygues y Pacaud, P.U.F., p. 77.[↩]
- Crítica de la razón pura, in francés: trad. Tremesaygues y Pacaud, P.U.F., p. 226.[↩]
- Jean Borella, Lumières de la théologie mystique, coll. Delphica, l’Age d’Homme, Lausana, 2002 (184 páginas), p. 106.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Crítica de la razón pura, in francés: trad. Barni, G.F., «8e section des antinomies», in fine, p. 428; La crise du symbolisme religieux, op.cit., p. 321[↩]
- «Aquí se explica por fin ese enigma de la crítica que es saber cómo es posible, en la razón especulativa, negar la realidad objetiva al uso suprasensible de las categorías, y sin embargo reconocer esta realidad en ellas en relación con los objetos de la razón práctica»; Crítica de la razón práctica, in francés: Pléiade, II, p. 612.[↩]
- La crise du symbolisme religieux, pp. 322-323. Tous kantiens» («Todos los kantianos»), como decía Émile Poulat, es el título de un artículo de Jean Madiran (Présent, 3 de abril de 2009), una oportunidad para señalar que nacer kantiano -o modernista- no siempre fue el cuasi fatalismo «que el siglo XXe ha legado al siglo XXIe «. Así, antes de Émile Poulat, Jean Borella y otros, fue rechazado por Maurras y Péguy, refutado por Gilson, criticado por Maritain, etc., aunque todos ellos pertenecían a «la categoría de los humanos ‘normalmente constituidos'». Añadamos que Claudel se alegró públicamente «de que Aristóteles le hubiera librado del kantianismo» (entrevista de los años cincuenta, emitida en France Culture el 25 de julio de 2005) o, mucho antes que todos estos autores, poco después de la muerte de Kant (1804), Tchaadaev (1794-1856), «tras leer la Crítica de la razón pura, la llamó Apologet adamitischer Vernunft, doctrina de la razón caída y pervertida» (Paul Evdokimov, Le Christ dans la pensée russe, París, cerf, 1970, p.40). Muy recientemente, dirigiéndose a los científicos, Claude Tresmontant hablaba de los paleopositivismos y neopositivismos, «un estribillo siniestro […] que deriva de hecho del kantianismo» («Les métaphysiques principales», O.E.I.L., 1989, p. 4.[↩]
- Sobre la generación de los animales, II 3, 736 a, 27-b 12.[↩]
- Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Libro II, cap. II, § 2; Jean Borella, Le mystère du signe, Éditions Maisonneuve & Larose, París, 1989 (270 páginas), p. 240 (reimpreso en Histoire et théorie du symbole, coll. Delphica, l’Âge d’Homme, Lausana, 2004).[↩]
- Simone Weil lo mostraba bien cuando concluía: «La inteligencia, en su acto de intelección, es perfectamente libre, y ninguna autoridad, ninguna voluntad, ni siquiera la nuestra, tiene poder sobre ella: no podemos obligarnos a comprender lo que no comprendemos»; citado por Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, p. 291.[↩]
- «La mente es un espejo, pero es la inteligencia la que ve», dice Jean Borella, La charité profanée, p. 84.[↩]
- Maestro Eckhart, Quæstiones Parisienses. Questio Gonsalvi. Rationes Equardi, 6; Magistri Eckhardi Opera latina, Auspiciis Instituti Sanctae Sabinae, ad codicum fidem edita, edidit Antonius Dondaine o.p., Lipsiæ in ædibus Felicis Meiner, 1936, p.17. J. Ancelet-Hustache resumió lo esencial de esta cuestión en el volumen I de su traducción de los Sermones (allemands), Seuil, 1974, pp. 27-30; Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, p. 322.[↩]
- La crise du symbolisme religieux, p. 288. Énfasis añadido.[↩]
- Jean Borella, Penser l’analogie, Ad Solem, Genève, 2000 (221 páginas), p. 111.[↩]
- La charité profanée, pp. 123-125.[↩]
- «En Santo Tomás, todo el misterio divino está ya presente en la naturaleza misma del intelecto», Lettres de Monsieur Étienne Gilson au père de Lubac, Cerf, 1986, carta del 21 de junio de 1965, p.. 76; Le sens du supernaturel, pp. 83-84 y n. 2 p. 84.[↩]
- Esta «herejía», que el Papa San Pío X llamó muy acertadamente «modernismo», se produce cuando la conciencia de una realidad, que ya es «la sustancia de las cosas esperadas» (Heb 11,1), es borrada por la moderna sugestión occidental de que no existe «otra» realidad, ninguna realidad sobrenatural; cf. San Pío X, Encíclica Pascendi (1907); Le sens du surnaturel, pp. 59-72.). San Pío X, Encíclica Pascendi (1907); Le sens du supernaturel, pp. 59-72.[↩]
- Con la física mecanicista de Galileo, en efecto, el mundo es un puro contenedor espacio-temporal indefinido, sin forma, sin propiedades y sin relación física con ninguno de los fenómenos que en él se producen. La revolución paradigmática de la física a principios del siglo XXe (relatividad general, física cuántica) aún no ha borrado por completo esta visión galileana desfasada.[↩]
- Es este «realismo simbólico» (es decir, «es la idea de símbolo la que nos permite pensar la idea de realidad»; Jean Borella, Symbolisme et Réalité, pp. 29-32), lo que significa que «el platonismo no es idealismo» en ningún grado; La crise du symbolisme religieux, p. 31, n. 47. Énfasis añadido.[↩]
- Esta doctrina está expuesta en La charité profanée, pp. 131, 160-163, 387, 398, 401-408.[↩]
- Père Prat, Théologie de saint Paul, t. II, p. 62, n. 4; La charité profanée, p. 161.[↩]
- «Palabras en lenguas» se refiere a fenómenos carismáticos que se manifestaban por la emisión de palabras ininteligibles; La charité profanée, p. 162.[↩]
- «Transformaos» traduce el «meta-morphoser» del texto griego.[↩]
- Aquí seguimos a Jean Borella en La charité profanée, pp. 387-408.[↩]
- San Evagrio el Póntico, Centurias, IV, 43; La charité profanée, p. 398.[↩]
- cf. Père Hausherr, Les leçons d’un contemplatif; La charité profanée, p. 396, n. 1.[↩]
- René Roques, Introduction à la Hiérarchie céleste, S.C. 58, p. XXI; Jean Borella, op.cit, p. 95.[↩]
- René Roques, L’univers dionysien, op.cit., p. 201, nota 2; Jean Borella, op.cit, p. 103.[↩]
- Ibid., pp. 101, 107, 111.). Véase también Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, pp. 123, 332-338.[↩]
- Esto no quiere decir que Teresa Martín no fuera muy inteligente, incluso en el sentido profano del término: poeta, pintora, interesada por las ciencias físicas, la astronomía, etc.; ¡y murió a los 24 años![↩]
- Jean Borella, «La gnose au vrai nom», III, 6 & 7, revue Krisis n° 3, septembre 1989.[↩]
- Este término, que se ha vuelto peyorativo recientemente (sin duda por miedo al ontologismo o a los diversos excesos gnosticistas que sólo tienen en común esta reciente etiqueta), tiene sin embargo una dignidad escrituraria irrefragable. Es mérito de Jean Borella haber rehabilitado el uso insustituible de esta gnôsis cristiana. Ver en particular La charité profanée, op.cit. y Problèmes de gnose, L’Harmattan, 2007.[↩]
- Esto es precisamente lo que Benedicto XVI ha recordado recientemente (audiencia del 18 de abril de 2007), a propósito de la obra de Clemente de Alejandría: «Clemente traza un camino de iniciación a la Revelación, la verdadera gnosis, que es el conocimiento de Jesucristo, a la que todo cristiano está llamado. […] Inspirada por Cristo mismo, la verdadera gnosis es una comunión de amor con Él, que lleva la vida cristiana a su último grado, el de la contemplación» (ZENIT, ZF07041810, 2007-04-18).[↩]
- Por ejemplo en Lc VII, 50; VIII, 48; XVII, 19; XIX, 42; Mc V, 34; X, 52. Los capítulos III y IV de la Epístola a los Gálatas se titulan: «Doctrina de la salvación por la fe»[↩]
- «Diría de buen grado que la inteligencia más profunda consiste precisamente en comprender que necesitamos ser salvados» (Jean Borella, comunicación privada, 17-IV-2007).[↩]
- Esta adhesión implica la voluntad del hombre, complementaria de su inteligencia. Jean Borella ha mostrado claramente cómo funciona esta combinación en su La charité profanée. Esto nos lleva a descubrir que la exclusión recíproca del saber, reservado al erudito, y del creer, reservado al creyente, es una ilusión, ya que no pueden funcionar el uno sin el otro. cf. nuestro artículo: «Croire, savoir, connaître (dans l’œuvre de Jean Borella)», publicado en la página web de L’Harmattan y ahora en la página web de Metafysikos.[↩]
- De la recherche de la vérité, II, II, 3).[↩]
- «En el camino de una configuración progresiva hacia la naturaleza divina, posible porque el hombre ha sido creado a imagen de Dios, Clemente de Alejandría subraya que el esfuerzo de la inteligencia no puede separarse nunca de las obras buenas que liberan al hombre de las pasiones y hacen crecer en él el amor», Benedicto XVI, ibidem.[↩]