Introducción

En Le mystère du signe (reimpreso en Histoire et théorie du symbole), Jean Borella nos recuerda que la filosofía es también conocimiento de la realidad, pero de un modo que difiere de lo que hoy se conoce como conocimiento científico (es decir, postgalileano). «Pues, aun admitiendo que la ciencia pueda eventualmente limitarse a la exploración analítica de las estructuras observables -ya que se trata de una dimensión real del objeto estudiado-, creemos que el verdadero conocimiento de la realidad exige mucho más, y que es precisamente el honor de la filosofía ser consciente de ello»1.

Para convencerse de ello, basta con comparar la naturaleza del concepto filosófico con la del concepto científico desde el punto de vista de su relación con la realidad. Mientras que el campo especulativo de la inteligencia filosófica es un campo esencialmente abierto, la cientificidad sólo es posible gracias al cierre epistémico del concepto («epistémico» designa lo que se refiere a la forma general de la cientificidad, «científico» lo que se refiere a la ciencia prevista en su realización efectiva).

Coherencia del lenguaje y coherencia del pensamiento

La tesis condillaciana de «la ciencia [que] no es sino un lenguaje bien hecho» define adecuadamente esta propiedad: un lenguaje bien hecho, como criterio de cientificidad (en sentido moderno, existen otras acepciones, pero se basan en una concepción diferente del conocimiento). Se trata de lograr una correspondencia perfecta entre el lenguaje que expresa el pensamiento y el lenguaje que lo comunica a los demás: el concepto que expresa el hablante y el concepto que se comunica al oyente deben tener el mismo contenido.

La actividad pensante mantiene así una relación privilegiada con el lenguaje, cuya función es expresarla, darle la compleción de la que es capaz. Pero si bien el pensamiento puede verificar su coherencia en el discurso que sostiene, no es el discurso el que constituye la coherencia del pensamiento. «La necesidad que tiene el pensamiento de expresarse es función de la conciencia que tiene de su propia coherencia y, fundamentalmente, de su certeza, es decir, de su objetividad, o de su apertura al objeto. Pues la coherencia del instrumento de verificación no es de la misma naturaleza que la coherencia conceptual:

  • La primera es la estabilidad casi contractual de las unidades del orden lingüístico (libros, partes, capítulos, artículos, secciones, párrafos, frases, palabras, morfemas, fonemas, etc.); las palabras no deben cambiar de significado todo el tiempo, y hablante y destinatario deben estar de acuerdo en esta estabilidad.
  • Distintamente, la coherencia conceptual, o la no contradicción del pensamiento, se define ciertamente como la concordancia del pensamiento consigo mismo, pero en dependencia necesaria de la concordancia del pensamiento con lo que piensa: el objeto del concepto. «El principio de no contradicción es, en efecto, una exigencia del pensamiento, pero en la medida en que el pensamiento es esencialmente el acto por el que se conoce un objeto, es decir, en la medida en que se piensa lo que es y se ordena al ser. El principio de no contradicción expresa una exigencia del ser. «Es porque la cosa es verdaderamente conocida y aprehendida en su esencia que el pensamiento comprende que la cosa no puede ser otra que ella, y por tanto que el concepto de una cosa (o acto mental por el cual una cosa es aprehendida) no puede ser idéntico al concepto de su contrario.»

Por supuesto, como acto psicológico, el pensamiento puede ser contradictorio, o incluso autoindulgente. Sólo está obligado a no contradecirse cuando pretende pensar el ser, cuando está atento a la realidad. Fuera de esta orientación ontológica del concepto, el principio de no contradicción pierde su necesidad.

La coherencia que el lenguaje impone al pensamiento es, pues, muy distinta de la que impone la apertura al ser:

  • El primero es formal y externo, más o menos controlable en función de la «perfección» de la lengua.
  • La segunda es ontológica e interior, incontrolable porque depende «de la información del concepto por la realidad, que en última instancia sólo viene dada por una intuición de la mente, escapando a todo criterio externo».

Y esta intuición ya no es del todo pensamiento (que es movimiento), porque es visión inmediata y contemplativa. «El trabajo del pensamiento consiste únicamente en no impedirlo, por su perseverante espera de lo real»: «abrir el concepto al ser». «Abrir el concepto al ser es, para el pensamiento, aceptar que hay algo más allá del concepto, que lo que piensa de lo real, a través del concepto, no agota lo real, que hay, para él, una cara oculta del ser. Esta cara oculta no es incognoscible, «pero su conocimiento requiere una transformación del sujeto que conoce, una conversión radical de su intención especulativa, como explica Platón en el símbolo de la Caverna, en definitiva, que superemos el plano ordinario de la filosofía y del pensamiento para alcanzar el de una verdadera ‘gnosis'».

Distingamos, pues, entre la objetividad del concepto y la objetivación del lenguaje:

  • «Cuanto más abierto está el pensamiento al ser, menos seguro está de la pertinencia de su discurso y más inadecuado parece;
  • «A la inversa, la coherencia formal del lenguaje puede ser ilusoria o engañosa, ya que un silogismo riguroso es falso si sus premisas son falsas.

El cierre epistémico del concepto

Si la filosofía aspira a este pensar abierto al ser, la ciencia, en la medida en que es conocimiento, no puede reducirse a puro lenguaje, «aunque pensemos, con la Escuela de Viena, que la posibilidad de una traducción formalizada del discurso científico constituye el criterio de su coherencia». En efecto, la ciencia debe implicar el concepto si quiere hablar de algo. Se trata, pues, de arrancar el concepto de la indeterminación que implica su apertura al ser, y tal operación podría denominarse el cierre epistémico del concepto:

  • Cierre, porque el concepto se despoja de todo lo que podría impedir una definición exhaustiva; se cierra sobre sí mismo.
  • Epistémico, porque este cierre es específico del conocimiento científico («epistémico» designa, repitámoslo, lo que se refiere a la forma general de la cientificidad, «científico» lo que se refiere a la ciencia prevista en su realización efectiva).

No es, pues, la reducción del concepto a un lenguaje bien hecho lo que define a la ciencia, sino el acto por el que renuncia a la apertura ontológica del concepto, al eventual conocimiento de la esencia de las cosas, porque a esta apertura, propia del conocimiento filosófico que espera una revelación de la esencia, corresponde esta otra renuncia: renuncia a la completud conceptual del conocimiento mental, que la ciencia no puede suscribir. Esta renuncia de la filosofía es «la incompletud aceptada y vivida como humildad especulativa», signo y condición de una exigencia especulativa absoluta: «el amor de la divina Sophia, es decir, de la autorrevelación del Principio a Sí mismo, […] el deseo del saber del que el Absoluto se conoce a Sí mismo».

A partir de aquí, queda claro que el fin de la filosofía es la desaparición del conocimiento conceptual mediante la absorción transformadora de la forma conceptual en su propio contenido trascendente, perteneciendo el concepto al orden del conocimiento pero desapareciendo en su propia finalización, mientras que la ciencia pone fin al acto mental que produce el concepto, permitiéndole alcanzar una especie de autoconsistencia (la posibilidad de una definición exhaustiva en la que la «idea» se convierte casi en una cosa mental), por la que abandona el orden del conocimiento para someterse al de la actividad técnica. «Básicamente, el filósofo nunca termina de pensar hasta que su pensamiento encuentra su Maestro en la cosa misma que está pensando. El científico, en cambio, pone fin al acto de pensar mediante una decisión técnica, porque la actividad práctica es ese más allá mismo del pensar a partir del cual es posible poner fin al concepto por ser precisamente el concepto de esta actividad. Para un ser vivo sólo hay dos maneras de dejar de pensar: o contemplar o actuar.

El objeto propio de la ciencia es, pues, la técnica y no el conocimiento puro, simple observación que Auguste Comte hizo antes que nosotros. En cambio, cuando existe un interés puramente especulativo, pertenece a la filosofía. «Evidentemente, el interés especulativo puede coexistir a veces en el mismo individuo con el objetivo de un técnico. Puede que ni siquiera seamos conscientes de su diferencia. Pero en cuanto pasamos del orden de las intenciones al de la aplicación, la confusión ya no es posible, incluso si, en su práctica, la ciencia se ve abocada a abrirse a aspectos de la realidad que son únicamente una cuestión de conocimiento».

Los cierres epistémicos del concepto en Galileo y Saussure

Este cierre epistémico del concepto es claramente característico de la ciencia moderna. «Mientras las relaciones entre los fenómenos se consideren una consecuencia de su naturaleza o esencia, la ciencia permanece impregnada de filosofía. El día, en cambio, en que un hombre más ‘brillante’ que los demás, o menos ‘filosófico’, logra encontrar los medios por los que los fenómenos pueden considerarse legítimamente reducidos a una red de relaciones, la ciencia moderna existe por derecho propio». Esto es lo que ilustran los ejemplos de Galileo y Saussure:

El caso de la física galileana es ejemplar. «La mutación por la que pasamos del aristotelismo a la ciencia es una mutación conceptual» consistente, no esencialmente en abandonar la física de Aristóteles a causa de la experiencia, sino en abandonar una filosofía del movimiento que buscaba su causa en la naturaleza de los cuerpos2. En efecto :

  • Para Aristóteles, el movimiento es inteligible, tiene un sentido y a través de él se realiza lo móvil3; porque «todo ser concreto está constantemente dispuesto, desde dentro por así decirlo, a posibles cambios»4. El papel de la física es, pues, dar cuenta de las apariencias sensibles mediante el conocimiento de la esencia de las cosas. «Por eso está subordinada a las ciencias matemáticas como la astronomía, que se contentan con dar cuenta del movimiento mediante relaciones geométricas.
  • «Por el contrario, Galileo renuncia a intentar captar el sentido del movimiento, lo considera como un estado (y, por tanto, ya no necesita explicación) y lo despliega en un sistema abstracto de coordenadas espacio-temporales desprovisto de toda organización jerárquica». El cierre epistémico del concepto de cuerpo, definido ahora por la noción de «punto material», no es tanto una abstracción (que sólo conservaría ciertas características del objeto empírico) como una construcción del «cuerpo ideal». El universo galileano se convierte en «un universo de objetos-concepto que se mueven a su vez en un espacio-tiempo concebido». La geometrización del espacio implica la pérdida de todas las distinciones cualitativas»: las figuras, dice, «no son ni nobles, ni perfectas, ni viles, ni imperfectas, excepto en la medida en que considero que los cuerpos cuadrados son más perfectos para construir que los esféricos, pero los cuerpos circulares son más perfectos que los triangulares para hacer rodar un carro»5; lo que ilustra bien lo que decíamos: el mundo corpóreo, enteramente neutro, sólo es el locus de la acción técnica y «constituye la única referencia ontológica del concepto epistémico», concepto completado de tal manera que puede servir de medio de acción.

Por supuesto, esta teoría del cierre de conceptos es descriptiva, no explicativa. No basta con cerrar un concepto para hacer ciencia; «todo pensamiento sistemático se revela capaz de ello, y la filosofía misma cuando degenera en sistema».

La lingüística moderna también nació de la transición de un concepto abierto de la lengua a su cierre epistémico, y su contemporaneidad nos permite comprender directamente el proceso y sus efectos. El genio de Saussure consistió en haber encontrado la manera de hacer posible una lingüística científica, «es decir, una en la que las leyes que rigen la lengua ya no son propiedades derivadas del fondo misterioso de la lengua, sino relaciones puramente posicionales, desprovistas de sustancia». Saussure se encontraba así ante una disyuntiva: o bien se quería mantener el conjunto de la lengua en la lingüística, en cuyo caso «el objeto de la lingüística se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas inconexas […] a caballo entre varios dominios», o bien nos situamos «en el terreno de la lengua», tomándola «como norma de todas las demás manifestaciones del lenguaje»6, y entonces la lingüística tiene un objeto preciso, la lengua como «sistema de signos que expresan ideas»7. En consecuencia, «la ciencia del lenguaje no sólo puede prescindir de los demás elementos del lenguaje, sino que sólo es posible si no intervienen estos otros elementos»8. Así, obedeciendo a la exigencia epistémica, Saussure reduce la lengua a estructura (a sistema, en sus términos).

La apertura especulativa del concepto filosófico

Cada uno de estos dos ejemplos corresponde a un acontecimiento inaugural de la historia de la ciencia: el nacimiento de la física científica y de la lingüística «estructural». Sobre todo, confirman la verdadera concepción del conocimiento filosófico: «el cierre epistémico del concepto presupone su apertura filosófica». Pues, para cerrar legítimamente el concepto del objeto estudiado -que es la única manera de lograr una definición cerrada : como la reducción del cuerpo al punto material o la reducción del lenguaje a un sistema de unidades diferenciales- es necesario «arrancarse de la fascinación de la cosa tal como nos es dada, para sustituirla por un objeto construido», es necesario «renunciar al acto más fundamental de la inteligencia que es su apertura a lo real», a su expectativa y a su «esperanza indefectible de lo real», «a la que primero y en sí misma se somete».

«El acto epistémico comienza precisamente por invertir esta actitud fundamental» y violenta la inclinación de la inteligencia, renunciando a «la luz que proviene del objeto», un verdadero suicidio especulativo. De ahí las reacciones aristotélicas a las tesis galileanas; estas reacciones, aunque hagan sonreír a algunos, subrayan la paradoja que hay, en lugar de escuchar el objeto estudiado, en reconstruirlo conceptualmente. «Muchas de las críticas dirigidas a Saussure no son de otro orden». Sin embargo, excluir del objeto lingüístico sus otras dimensiones reales (sociedad, historia, economía, psicología, etc.) es simplemente «el acto mismo por el que se construye el objeto lingüístico».

Desde este punto de vista, ¡no se puede «criticar a la geometría por olvidar el espesor de las figuras de las que habla»! Y sabemos que el progreso de las matemáticas exigía «la exclusión de toda preocupación ‘realista'». Descartes «rompió con el realismo intuitivo de los Antiguos», que confinaban «la teoría de las funciones a las tres dimensiones del espacio euclidiano y prohibían el estudio propiamente analítico de las curvas»9. En matemáticas, podemos ver claramente «el cierre epistémico del concepto de ser matemático, cómo, al volverse puramente operativo, se cierra sobre sí mismo y puede reducirse a su propia construcción. Pero, ¿hablar de sentido operativo sigue siendo hablar de sentido verdadero? ¿No deberíamos concluir, con Russel, que es esencial, en matemáticas puras, no saber de qué estamos hablando? En efecto, saber de qué se habla es conocer los objetos reales a los que se refieren los «símbolos» matemáticos, y las relaciones (lógicas) entre los símbolos dependen entonces del conocimiento de las relaciones entre las cosas; por el contrario, «para liberar las relaciones entre «símbolos» de esta dependencia, de modo que no obedezcan más que a una pura necesidad lógica, los «símbolos» deben estar desprovistos de sentido (p y q, por ejemplo)».

Para concebir una crítica filosófica de la lingüística estructural, hay que admitir que el punto de vista de la cientificidad, como tal, cae bajo la jurisdicción del punto de vista de la filosofía. Esta tesis explícita se basa en la premisa de que «existe el saber filosófico«10, a diferencia de quienes, hoy en día, quisieran creer que «la ciencia es la única forma de conocimiento verdadero y que el papel de la filosofía debería limitarse a constatarlo» y a describir los diversos procesos que emplea la ciencia. Pero esto es cierto de la ciencia misma: la filosofía no tiene nada especial que pensar sobre el hecho de que el agua pueda analizarse en dos volúmenes de hidrógeno por uno de oxígeno, o que el lenguaje pueda analizarse en unidades de morfemas y fonemas, «pero esto no es cierto de la cientificidad misma». Si la ciencia es dueña de su dominio epistémico cerrado, que es la base de la inteligibilidad científica, este dominio, por definición, no goza en sí mismo de la aprobación científica: fecundidad no es validez. Por todo ello, Galileo y tal vez Saussure no percibieron el cierre epistémico que estaban construyendo, que sólo es visible desde el punto de vista filosófico. Tal ignorancia ya no es russelliana -por la indeterminación radical de los entes matemáticos-, «es ignorancia filosófica por sobredeterminación».

«Si los conceptos filosóficos están […] atravesados por la realidad, esto significa […] que ocultan lo no concebido, lo no pensado, lo ‘no inteligente’ [… de lo que se] sigue que el campo especulativo de la inteligencia filosófica es un campo esencialmente abierto, y esto por definición. El filósofo sabe muy bien que todo conocimiento conceptual opera una cierta clausura especulativa», mientras que el pensamiento vulgar ignora por supuesto sus propios límites, y la ciencia los ignora conscientemente, porque sólo debe pensar dentro de los límites epistémicos que definen «el único espacio del pensamiento riguroso (en lo que a la ciencia se refiere)». El filósofo sabe también que sólo podemos limitar desde lo ilimitado, que «sólo podemos ser conscientes de los límites de lo conceptual siendo conscientes de un más allá del concepto». Esta conciencia es también una condición permanente de nuestro conocimiento», algo que la filosofía pretende tener en cuenta. Intervendrá, «no por pretensión de superar indebidamente a la ciencia, sino siempre que el pensamiento humano, habiendo tomado conciencia de su finitud, decida sin embargo ir más allá y proseguir su esfuerzo de rigor, a pesar de esta finitud, por ella y con ella».

Por eso la filosofía es necesariamente primera, «es decir, metafísica, porque define el campo especulativo más general posible». Así pues, las ciencias no son islas progresivamente separadas del continente filosófico (Platón y Aristóteles ya distinguían claramente entre ciencia y filosofía), sino «limitaciones trazadas dentro del campo especulativo general que se llama filosofía». La diferencia entre la ciencia pregalileana y la ciencia postgalileana (la que se define desde el punto de vista de la cientificidad) es que, bajo el régimen de los Antiguos, las delimitaciones de los diferentes sectores científicos, dentro del campo especulativo general, no están totalmente cerradas: las ciencias particulares permanecen abiertas a la ciencia general que es la filosofía y son normadas por ella. […] A pesar de su deseo más profundo, la cientificidad no crea un nuevo campo especulativo, […] una nueva inteligibilidad, o un ‘nuevo racionalismo’, como creía falsamente Bachelard». Se limitó a describir «el discurso (ideológico) que una cientificidad ideal podría sostener sobre sí misma, pero no el de la práctica real de la ciencia».

Si las nociones de sustancia y de identidad física no fueran más que los residuos imaginativos de una razón mal psicoanalizada, la crisis de la física contemporánea se habría resuelto hace tiempo. Lo quiera o no, el pensamiento humano no puede sustraerse a la obligación filosófica, como tampoco la ciencia puede sustraerse a su jurisdicción»11.

Notas

  1. Jean Borella, Le mystère du signe, p. 93.[]
  2. Koyré, Études galiléennes, Hermann, 1966, pp. 12-17; Le mystère du signe, p. 102.[]
  3. Koyré, ibidem, pp. 20-21; Le mystère du signe, p. 102.[]
  4. Maurice Clavelin, La philosophie naturelle de Galilée. Philosophie pour l’âge de science, Armand Colin, 1968, p. 23; Le mystère du signe, p. 102.[]
  5. Saggiatore, t. VI, p. 311, Op. cit. VI, p. 319, Opere di Galileo Galilei, edizione nazionale, 20 volúmenes, publicado por A. Favaro, Florencia, 1890-1909; Clavelin, op.cit, p. 218; Le mystère du signe, p. 102.[]
  6. Cours de linguistique générale (C.L.G.), edición crítica preparada por Tullio de Mauro, Payothèque, 1972, pp. 24-25; Le mystère du signe, p. 105.[]
  7. Ibidem, p. 33; Le mystère du signe, p. 105.[]
  8. Ibid., p. 31; Le mystère du signe, p. 106.[]
  9. Jules Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez Descartes, P.U.F., 1961, p. 92; cf. Descartes, Règles pour la direction de l’esprit, XVI; Le mystère du signe, p. 108.[]
  10. el subrayado es nuestro[]
  11. Le mystère du signe, pp. 95-111. Además de esta definición de la filosofía, cabe mencionar la que se esboza en una nota de Penser l’analogie (n. 3, p. 137): «El acto filosófico nos parece comprender tres modos: interrogativo (o heurístico), metafísico (o teórico) y escolástico (o gramatical). El primer modo es la investigación: la interrogación, el segundo es la captación de la verdad: la contemplación, y el tercero es la enseñanza: la formulación. Toda gran filosofía combina estos modos en proporciones variables, o tiende a negar la validez de un modo en nombre de otro. Esto se debe a que estos tres modos están en tensión dialéctica, cada uno de los cuales encuentra su límite en los otros dos, pero también su razón de ser. Se trata de una teoría (filosófica) de la filosofía que hay que desarrollar. Véase también la distinción entre filosofía y lógica, en Jean Borella, la Révolution métaphysique, p. 275.[]