Desde la Antigüedad hasta nuestros días, la historia de las llamadas democracias demuestra que son lo contrario de los regímenes representativos, instaurados según reglas plutocráticas (Estados Unidos, Francia, África). No hay nada democrático en que el poder esté en manos de los más numerosos; está en manos de todos (panarquía) y, sobre todo, es compartido (diacracia). Afortunadamente, las nociones metafísicas de Libertad, Igualdad y Fraternidad revelan el potencial de una auténtica democracia.
Resumen del libro
- Prólogo
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Primera parte La ilusión
democrática
- Cap. 1: Democracia, breve historia de la palabra y de la cosa
- Cap. 2. Tipos de «democracias»
- Cap. 3. La ilusión democrática
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Parte II. La imposibilidad de la democracia
- Cap. 4. ¿Democracia o república?
- Cap. 5. Paradojas de la sociedad
- Cap. 6. La imposibilidad de la democracia
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Parte III. El potencial democrático
- Cap. 7. Sobre el carácter incompleto de la democracia
- Cap. 8. Los principios de una panarquía
- Cap. 9. La igualdad, una quimera
- Cap. 10. Ser libre es obedecer
- Cap. 11. Libertad, igualdad y fraternidad
- Cap. 12. Hacia una panarquía diacrática
Extracto
La Revolución Francesa, inspirada, al igual que la estadounidense, en la Ilustración, parece, a primera vista, aportar otros elementos a la noción de democracia, en particular la referencia a principios universales y a una fuerte separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Sin embargo, al igual que en Estados Unidos, la democracia como tal está proscrita. De hecho, Spinoza, Montesquieu y Rousseau contrapusieron con razón la democracia a las elecciones, siendo estas últimas simplemente una aristocracia, aunque elegida en lugar de hereditaria. Sin embargo, lo que había que instaurar era un gobierno «representativo» elegido. El redactor de la Constitución francesa, el abate Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), lo expresó sin rodeos:
Francia no debe ser una democracia, sino un régimen representativo. […] la gran mayoría de nuestros conciudadanos no tienen ni la instrucción ni el ocio suficientes para querer ocuparse directamente de las leyes que deben regir Francia; deben, pues, limitarse a nombrar representantes […] no tienen ninguna voluntad particular que imponer. Si dictaran su voluntad, Francia ya no sería un Estado representativo; sería un Estado democrático. El pueblo, repito, en un país que no es una democracia (y Francia no puede serlo), el pueblo sólo puede hablar y actuar a través de sus representantes1.
En consecuencia, el derecho a participar personalmente en la elaboración de las leyes fue rápidamente eliminado de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar personalmente, o por medio de sus representantes, en su formación» (art. 6). La palabra «personalmente» no volvió a utilizarse en las Declaraciones posteriores.
Con el rechazo del sufragio universal en favor del sufragio censitario reservado a los ciudadanos ricos, el sistema político de las repúblicas francesas era también directamente -y constitucionalmente- aristocrático y plutocrático. Como en Estados Unidos, se quería un «país gobernado por propietarios»2. Naturalmente, en la Francia de mediados del siglo XIX, la palabra «democracia» también se asoció maliciosamente a «república», para ganarse a los pobres.
Como vemos, los orígenes de las democracias modernas demuestran que no son democracias en absoluto. Ni el poder ni el derecho de voto se dan a los ciudadanos, en favor de representantes elegidos por los más ricos.