Jean Borella (1930), filósofo y metafísico francés
Resumen del libro homónimo de Jean Borella, L’Age d’Homme, Lausana, 2002.
Se presentó en Jean Borella, la Révolution métaphysique, 2006 y Métaphysique pour tous, publicado en 2022
Lumières de la théologie mystique, de Jean Borella, reúne las mejores indicaciones para entender la teología como un camino iniciático y espiritual más que como una mera especulación y ejercicio intelectual. La parte presentada sigue las enseñanzas de San Denys el Areopagita.
Porque toda afirmación se queda corta ante la única Causa perfecta de todas las cosas, pues toda negación queda por debajo de la trascendencia de lo Uno que simplemente está despojado de todo y está más allá de todo.
San Dionisio Areopagita, Teología mística, 1048 B (Retrato de Dionisio el Areopagita, miniatura extraída de un manuscrito de sus obras completas, hacia 1403-1405)
Exergue
Mystique de la théologie, más que una teología de la mística, nos pareció que Lumières de la théologie mystique1 (LTM) reunía las mejores indicaciones para entender la teología -indisociable del cristianismo- como una vía iniciática y espiritual más que como una mera especulación y ejercicio intelectual. Aunque, como veremos, según la doctrina dionisíaca en particular, estos enfoques distan mucho de estar separados, ya que se puede demostrar que el intelecto es «sobrenatural por naturaleza».
Por supuesto, a esta «teoría de una teología práctica» le faltarán todas las ilustraciones reunidas por el autor, el contenido, se podría decir, de esta teología iniciática: en particular los textos ilustres y sublimes de San Dionisio el Areopagita, del Maestro Eckhart, del Beato Enrique Suso y del anónimo Frankfurter, autor desconocido de la Theologia teutsch.
Por todo ello, al recomendar la lectura de Lumières de la théologie mystique, conviene recordar que lo esencial, al final de la teología como en su origen, es aquello «que nos hace adherirnos sin palabra y sin conocimiento a realidades que no se dicen ni se conocen, unidos a ellas a nuestra manera más allá de los poderes y fuerzas de la razón y de la inteligencia 2. Cómo el decir y el pensar pueden conducir al Silencio y a lo Impensable, cómo el saber puede culminar en el Desconocimiento, es, según la tradición dionisíaca, lo que indicará esta mística de la teología, según las capacidades de quienes la escuchen (ad modum recipentis quidquid recipitur).
Teología, razón e inteligencia
Al tratarse de un tema específicamente orientado hacia Dios, resulta más necesario que nunca situar dicho enfoque. Puesto que la teología se considera a sí misma como la ciencia (logos) de Dios (Theos), parece oportuno examinar si la inteligencia y la razón son compatibles.
Si no podemos excluir la exigencia científica (en el sentido de discurso conceptualmente riguroso) de la teología, es porque negarla sería reducir la inteligencia, para toda ciencia, a la sola aprehensión de las realidades empíricas. Pero ninguna ciencia, sin duda, puede limitarse a esto, dadas las construcciones teóricas y las especulaciones que son necesarias para su desarrollo.
A partir de entonces, podría incluso decirse que el Objeto más noble de la inteligencia será «la confrontación especulativa última con el Más Allá de Todo». Allí, la inteligencia podrá «experimentar decisiva y paradójicamente sus propios límites, y experimentarse de pronto como pura capacidad de adoración contemplativa» (LTM, pp. 10-11).
Si hasta ahora parecía bastante razonable conceder a toda ciencia, incluso a la ciencia de Dios, el derecho al rigor y a la especulación última, decir que la inteligencia puede llegar a ser «una pura capacidad de adoración contemplativa» puede parecer una afirmación gratuita.
Veremos, sin embargo, que todos pueden experimentarlo; pero sólo experimentarlo, porque lo que se experimenta no se puede probar. Una teología de este tipo es, por supuesto, algo más que un simple discurso (logos) sobre Dios. Es un camino espiritual efectivo y, en este sentido, se llamará teología mística, la teología última a la que, como veremos, conduce toda teología.
Por el momento, pues, la teología tiene derecho a la inteligencia; ¿y la razón?
Distingámosla en primer lugar del intelecto. Si estas dos facultades son una -según Santo Tomás de Aquino- la razón será el acto del pensamiento discursivo, mientras que el intelecto permitirá la penetración intuitiva e interior de la verdad. La razón será «el poder de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso»3, «la cadena de las verdades»4, mientras que el intelecto corresponderá a la facultad de entender: la intelección. En otras palabras, una cosa es razonar y otra comprender el razonamiento.
Esta proximidad de sentido basta en todo caso, habiendo permitido al teólogo ser inteligente, para darle también el derecho a razonar. La teología será, pues, una obra inteligente y razonable en cuanto a su forma o sus métodos; a lo sumo, sólo podrá disputar su materia: su Objeto.
Pero, ¿es realmente cierto? ¿Sería legítimo un argumento así?
¿Basta con que todo el mundo siga oponiendo la razón natural y la revelación sobrenatural para que este binomio tenga que estructurar todas las cuestiones teológicas? En particular, ¿todo lo que no procede explícitamente de Dios (Revelación) procede necesariamente del hombre (razón)? ¿Puede la razón funcionar con sus propios recursos y según sus propias exigencias?
En realidad, como señala Jean Borella (LTM, p. 58 y ss.), esta oposición sólo es oficial desde la Edad Media y está vinculada a la aristotelización de la filosofía, cuando en el siglo XIIIe descubrió la existencia de una filosofía pagana que, aunque ajena a la revelación, había llegado a conocer verdades sobre Dios y la conducta de la vida humana. Según la concepción aristotélica, «la actividad específica y proporcionada de la razón humana es el conocimiento científico del mundo sensible», y la formalidad del discurso científico (lógica silogística) garantiza su rigor; mientras que «para la noética platónica, es el objeto el que funda la verdad del conocimiento […] el intelecto, en su deseo de conocimiento perfecto, se ordena pues fundamentalmente a la contemplación de la Realidad incondicionada, el Bien en sí». Sólo la fe puede presentar al intelecto, en la oscuridad de la Caverna, los objetos inteligibles que luego conocerá en su ascensión a la luz del Sol divino, hasta el Objeto supremo, más allá de todos los Objetos (p.84.)».
La razón, tal como la enuncian los grandes principios del entendimiento y la lógica pura (aristotélica), es, como instancia cognoscitiva, formalmente universal. Pero esta razón pura sólo es una abstracción porque se considera en sí misma; es pura, «en su universalidad intemporal, sólo en la medida en que no se aplica a nada y no sirve para nada» (p. 60). Materialmente, en cuanto se aplica a las cosas, la razón debe asumirlas y someterse a ellas. Por eso, según el lugar y la época, según la cultura que media las experiencias sensibles e intelectivas, existen distintos regímenes de racionalidad. Esta famosa razón natural es, pues, más bien una razón cultural. Y por eso hay una historia de la razón, que parece mostrar, muy grosso modo, cuatro fases, o cuatro regímenes de racionalidad, en Occidente al menos (pp.60-61):
- «El régimen platónico de una razón intelectiva jerárquicamente ordenada a lo divino,
- el régimen aristotélico-tomista de una razón lógica sometida a la revelación, pero aún penetrada por la intelección,
- el régimen kantiano de la razón científico-crítica, contrapuesto horizontalmente a las creencias religiosas
- el régimen cibernético o combinatorio [derrideano] de una razón deconstruida y descentrada, entregada al poder de sus determinaciones económicas, sociales o etnológicas» (ibid.).
Lo que interesa ahora es comparar las autonomías o heteronomías relativas de estos regímenes de razón:
- «Los regímenes 2 y 3 implican ambos la autonomía relativa de una razón que se dice natural porque es distinta del orden sobrenatural o religioso, pero en sentidos opuestos: autonomía de servicio y subordinada como un medio al fin que la utiliza (régimen 2); autonomía de independencia, incluso de revuelta, consagrada a la liberación de las supersticiones que subyugan a la razón (régimen 3).
- Del mismo modo, los regímenes 1 y 4 implican una heteronomía relativa de la razón, pero en sentidos igualmente opuestos: la razón combinatoria está sometida (es el descentramiento derrideano del logos) a los caprichos de sus condicionamientos socioculturales o psicoanalíticos, por tanto a lo que es infracional y alienante, mientras que la razón intelectiva está sometida a la gracia de lo que René Roques llama su «condicionamiento trascendente» 5, es decir, a aquello que es superior a ella y que la colma.
- Pero entonces vemos lo que une los regímenes 1 y 2: el papel de condicionamiento trascendente que desempeña la revelación con respecto a la razón en el régimen 2 lo desempeña la intelección mística en el régimen 1, y sin duda la una se combina con la otra en las culturas antiguas, es decir, sagradas; y todas estas culturas reivindican un origen divino que se pierde en la noche de los tiempos y que nos remite a la revelación primitiva» (p. 61).
Así concluye esta introducción (p. 62) sobre este punto crucial: «no hay […] razón exclusivamente profana y enteramente natural».
Para nosotros, esto incluirá la razón de tipo kantiano, cuya aparente autonomía se basa en la exclusión de la intuición intelectual, después de haberla reducido al modelo de la intuición sensible (p. 106). En cuanto a la razón derrideana, parece seguir los trabajos de la antropología estructural, que constata, en oposición a una concepción unitaria de la razón, «la heterogeneidad, en el espacio y en el tiempo, de las formas de pensamiento, reducidas a la contingencia de simples disposiciones o combinaciones de elementos». Pero, «si esto fuera así, ningún pensamiento tendría derecho racionalmente a sacar tal conclusión: la razón es una o no es» (p. 59).
Así, no sólo la teología podrá razonar inteligentemente, sino que la razón será una facultad adaptada a ella, ya que la razón no puede ser ni exclusivamente profana ni enteramente natural. «Pues la razón misma, lo sepa o no, sólo obtiene su poder de conocimiento de la liberalidad de un Dios que es el ‘Padre de las luces’ (ep. de Santiago, I, 17), y del Verbo que es la ‘luz verdadera que ilumina a todo hombre en este mundo’ (Juan, I, 9)» (p. 61):
«Sólo la gracia de la iluminación de Dios puede dar al hombre el deseo y la capacidad de elevarse hacia Él»6.
A «lo incompleto de la razón (no hay naturaleza pura) [corresponde] su exigencia natural de una realización sobrenatural del orden intelectivo e incluso supraintelectivo»; la inteligencia «es sobrenatural por naturaleza», «es de esencia metafísica»; «el intelecto (noûs) es ya algo divino» (pp. 92-93).
«El Espíritu es el del Padre y el del Hijo y el nuestro», decía san Agustín (De Trinitate, V, 14).
Por eso existe, al final de la teología como en su origen, aquello «que nos hace adherirnos sin palabra y sin conocimiento a realidades que no se dicen ni se conocen, unidos a ellas a nuestra manera más allá de las potencias y fuerzas de la razón y de la inteligencia»7.
Quince aspectos de la teología para una definición
Distinguir entre la forma y el objeto de la teología, luego las tres concepciones filosóficas de la teología, los tres ejes de la teología cristiana primitiva, las tres fuentes de la ciencia teológica y, por último, las cuatro vías de la teología, debería permitirnos, con ayuda de estas «quince» distinciones, definir la teología.
Las dos teologías, formal y material
En el nivel más simple, hay que distinguir entre la teología como contenido y la teología como ciencia. La primera se refiere a su materia, a la realidad divina, a su objeto: lo teológico; la segunda a su forma, a su método, a la disciplina intelectual o género doctrinal que constituye: la teología.
- Teológico, en San Dionisio como en toda la literatura patrística, es ante todo la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios, que es estrictamente su significado etimológico. A partir de entonces, los teólogos son los que informan: los evangelistas. «Vivimos recordando la verdad de tus enseñanzas teológicas», escribió Denys, dirigiéndose a San Juan. Más allá de las Escrituras, en San Dionisio como en los Padres griegos, lo teológico es también «el misterio de Dios visto ‘en sí mismo’ en su vida trinitaria» (p. 48). Esta transición, hacia finales del siglo IVe , es bastante natural: «lo que la teología escrituraria ha venido a revelar es la teología trinitaria, la ‘estructura íntima’ de la Esencia divina» (p. 24). Aquí, la teología (theologia) se opone a la economía (oikonomia). Esta distinción clave de la Iglesia ortodoxa, vista en su más amplia generalidad, es el misterio de Dios como Trinidad superesencial en relación con el misterio de Dios como Encarnación y Redención, de modo que la economía (la Revelación de Cristo) es la fuente indispensable de la teología (el Misterio de la Deidad).
- La teología, como método o ciencia, es, sobre todo en Denys, su enseñanza, su transmisión. Según la doctrina dionisíaca original, hay dos modos de transmisión: el modo místico (o simbólico) y el modo teórico (o filosófico). «La tradición de los teólogos es doble: indecible y mística, por una parte, y evidente y más fácilmente conocida, por otra. El primer modo es simbólico e iniciático; el otro es filosófico y demostrativo. Añadamos que lo inexpresable se cruza con lo expresable»8.
En esta doctrina, es vital comprender que «lo inexpresable está entrelazado (sympépléktaï) con lo expresable». Esto significa que «ni la gnosis espiritual excluye el conocimiento especulativo, ni la ciencia de la inteligencia excluye la interioridad mística» (p. 55), porque estos dos dominios no están en el mismo nivel. En efecto, una distinción horizontal definiría, dentro de una misma estructura epistémica, dos dominios heterogéneos y autónomos. Sin embargo, en esta concepción dionisíaca -que es también la de Santo Tomás de Aquino- se trata de una distinción vertical que define los grados de una misma ascensión cognoscitiva: la razón, llamada razón natural, no es más que el grado inferior de una intelección imperfecta que, de luz en luz, conduce la mente a Dios: la intelección perfecta (p. 54, nota 9). Por eso la filosofía puede considerarse, con razón, un modo de enseñanza teológica.
Las tres concepciones filosóficas de la teología
Por eso también, desde Platón hasta los primeros siglos del cristianismo, la teología -o al menos el término- forma parte integrante de las concepciones filosóficas tradicionales. En particular, la concepción más extendida es la de una teología tripartita: mítica, física y política.
Una de las formas de resumir la historia de esta tradición comienza con San Agustín (IV -Vee c.) leyendo a Varrón (Ier c. a.C.), quien a su vez estaba fuertemente influido por el estoicismo (Zenón de Citio, Cleanteo, IV -IIIee c. a.C.), corriente filosófica que «recogía y sistematizaba muchas de las enseñanzas difundidas en el mundo mediterráneo» (p. 19).
Cronológicamente esta vez, tenemos la sistematización estoica de una filosofía en tres ramas: lógica, física y moral; la subdivisión de Cleanthe9 de cada una de estas ramas en dialéctica y retórica para la lógica, teología y física para la física, y política y ética para la moral; tres de estas divisiones parecen prefigurar la tripartición de Varron de la teología: teología, física y política.
En esta teología tripartita, tenemos las siguientes correspondencias precisas:
- La teología mítica -obra de poetas y dirigida a la imaginación- se corresponde con la mitología y las teogonías ancestrales relatadas por Homero, Hesíodo, Orfeo, etc. También puede denominarse teología simbólica;
- La teología física -obra de filósofos y dirigida a la razón- se refiere al «mundo» (de Physis, naturaleza) y corresponde a la cosmología, en el sentido de que los ángeles son las claves de las causas segundas. También puede denominarse teología teórica, especulativa o natural;
- La teología política -obra de los legisladores y dirigida a la voluntad- se ocupa de la religión de la ciudad (polis). Varrón la llamó «teología civil» (p. 18).
Podríamos añadir que la teología civil -o teología de la ley- corresponde al exoterismo (el aspecto popular de la religión), y la teología física -o teología del espíritu- corresponde al esoterismo (la Metafísica de Aristóteles, que forma parte de los escritos llamados esotéricos); entre ambas, y como verdadero intermediario, tenemos, junto con la teología mítica, el cuerpo de los símbolos religiosos, y por tanto lo que puede llamarse la teología de los símbolos (p. 20), teniendo en cuenta, por supuesto, que la función de los símbolos es llevarnos de lo visible a lo invisible, o de lo dicible a lo indescriptible.
Es en un lenguaje casi paulino como se puede hablar de una teología del espíritu y de una teología de la ley, por resonancia entre la teología de los filósofos (física, especulativa…) y la teología del pueblo (política, civil). Pero, por supuesto, si bien es cierto que «la teología civil y el exoterismo se corresponden más o menos, el esoterismo antiguo no puede reducirse a la teología física» (ibidem).
Los tres ejes de la teología cristiana primitiva
Para los Padres griegos, «la única teología resplandece a lo largo de tres ejes inseparables […]: la Sagrada Escritura, la Ciencia de Dios, la oración pura y contemplativa; en otras palabras: revelación, gnosis, deificación» (p. 22).
Fue con Eusebio de Cesarea (265-339) cuando la palabra «teología» se liberó definitivamente de la tradición pagana y pasó a ser propiedad propia del cristianismo. En este punto, la teo-logía es la Palabra de Dios, «la enseñanza de Dios al hombre, antes de ser el razonamiento del hombre sobre Dios»10.
Como hemos visto, fue en el siglo IVe cuando la «teología» pasó a identificarse con el conocimiento trinitario.
Finalmente, «theologia» se convertirá en el grado supremo de la gnosis divina y, «según una enseñanza fundamental de San Gregorio de Nisa, Padre de la teología mística, podemos distinguir tres grados en esta gnosis divina: conocimiento en la Zarza Ardiente, conocimiento en la Nube, conocimiento en las Tinieblas. Estas tres denominaciones están tomadas de tres momentos de la vida de Moisés, prototipo del hombre espiritual: »La manifestación de Dios se hizo primero a Moisés en la luz (de la Zarza Ardiente); luego habló con él a través de la Nube (que condujo a los judíos fuera de Egipto); finalmente, habiéndose perfeccionado, Moisés contempló a Dios en las Tinieblas (en el monte Sinaí)11». La etapa de la Zarza Ardiente corresponde a la praxis. Es el tiempo de la virtud, es decir, de la purificación. El grado de la Nube es propiamente el de la theoria, de la contemplación, de la gnosis, de la intelección, que, utilizando a las criaturas como símbolos, se libera de lo sensible para alcanzar la theoria de los Inteligibles. Finalmente, el tercer grado es el que alcanza «la montaña de la Teognosia»12. Este conocimiento, que ha renunciado a todo conocimiento, es verdaderamente theologia» (pp. 25-26). Si theoria es una ciencia de la Trinidad, theologia es su «co-nacimiento», su nesciencia.
Las tres fuentes de la ciencia teológica
Según Denys, la gracia del conocimiento teológico puede recibirse de tres maneras: la Escritura, la Tradición oral y la iluminación interior; la tercera requiere las dos primeras y se distingue de la Tradición, como «conocimiento teórico» o mathôn (de mathein: conocer), como pathôn (de pathein: experimentar): «la experiencia vivida» ((Según el juego de palabras de Aristóteles recogido por Synésius de Cyrène, cf. N. Turchi, Fontes Historiae Mysteriorum Aevi Hellenistici, Roma, 1930, n. 83, p. 53). N. Turchi, Fontes Historiae Mysteriorum Aevi Hellenistici, Roma, 1930, nº 83, p. 53. Jean Borella, op. cit., p. 85).
Estas tres fuentes corresponden a tres modos de gnosis teológica:
- La intelección «teofática» constituye el modo subjetivo,
- Escribir el modo objetivo
- y la Tradición es ambas cosas: la transmisión entre sujetos vivos del depósito objetivo.
Esta Iluminación no es en absoluto un iluminismo; es inseparable de la oración y, en particular, de los sacramentos. Es una «iniciación divina», una «luz intelectual que nos asimila interiormente a su Objeto divino», «una especie de sacramento […] porque sólo se produce bajo el efecto del sacramento, que es en sí mismo una ‘iluminación'». Aunque «el intelecto posee naturalmente el poder de recibir la iluminación, sigue siendo necesario que la reciba»: «no puede haber iniciación teognósica sin la iniciación del bautismo, la confirmación y la eucaristía». «El poder del intelecto de ordenarse naturalmente a lo sobrenatural sólo se actualiza por la iniciación sacramental en la filiación divina» (p. 86). Sólo entonces somos «partícipes de la naturaleza divina» (San Pedro) u «ontológicamente injertados en Dios por el bautismo» (Juan Borella); a partir de entonces, «subsistimos divinamente» (San Dionisio).
El principio fundamental de la Escritura es, para Denys en particular, que contiene todo el conocimiento posible de Dios: «debemos evitar aplicar precipitadamente cualquier palabra, o incluso cualquier pensamiento, a la Deidad superesencial y secreta, a excepción de lo que nos ha sido divinamente revelado por las Sagradas Escrituras»13. Por supuesto, éste no es «el límite de toda teología: es sólo el límite de lo que se puede decir» (p. 87).
En cuanto a la Tradición, hay que señalar, en primer lugar, que es a través de ella como se transmite la Escritura, como su «continuidad viva» con, además, «la clave de la inteligibilidad de la Palabra divina» (p. 88). Esta transmisión viva y comprensible es, junto con la administración de los sacramentos, el papel principal de la institución eclesial. Si la Tradición es escrita u oral y, en este último caso, puede ser secreta (kruphia paradosis), de la Tradición sacramental se puede decir que es simbólica (symbolikê paradosis): «esta iniciación, por así decir, simbólica del santo nacimiento de Dios en nosotros (bautismo) […] no contiene […] ninguna imagen sensible, sino que refleja más bien los enigmas de una digna contemplación de Dios en espejos naturales adaptados a las facultades humanas»14.
Los cuatro caminos de la teología
Este contexto dionisíaco ha permitido precisar las condiciones de una teología mucho más iniciática que especulativa; queda por presentar los cuatro modos o caminos que pueden conducir, por la gracia, al conocimiento de Dios.
Partiendo de las Escrituras -que es la regla- vemos que hablan de Dios por medio de imágenes: la Roca, la Luz, o de conceptos: el Bien, el Ser, la Vida. Una teología simbólica corresponderá a la primera, y una teología catafática (afirmativa) a la segunda. A partir de ahí, la trascendencia divina exigirá que se niegue toda afirmación sobre Dios: será la teología apofática (negativa). Por último, más allá de toda negación (el decir lo que Dios no es), la teología apofática desemboca en el modo no modal de la teología mística, el «lugar» de lo que no tiene lugar.
Estas cuatro vías o modos aparecen así como «los cuatro grados de una única ascensión del conocimiento» (p. 94), de la que veremos que el Amor es el ascensor.
Teología simbólica
La teología simbólica consiste en explicitar la naturaleza teológica de los símbolos. Esencialmente cosmológicos (por naturaleza), los símbolos extraídos de la Escritura se ofrecen al intelecto para que pueda «leer en estas formas una enseñanza que escapa a toda forma» (René Roques, Introduction à la Hiérarchie céleste, S.C. 58, p. XXI; Jean Borella, op.cit, p.95.)), de modo que capta «en la figura de estas realidades, las realidades sin figura» (p. 95): la Roca, la Luz, etc. que simbolizan (o presentifican) a Dios.
Si el símbolo vincula lo visible a lo invisible, es porque se trata de una «semejanza disímil» 15 y esta antinomia es intrínseca a la naturaleza del vínculo simbólico:
- la semejanza que vincula estáticamente lo visible con lo invisible, que es la naturaleza analógica del símbolo,
- la disimilitud que nos hace renunciar a la imagen y, dinámicamente, ascender hacia el modelo, es decir, su virtud anagógica (el acto de anagogía es, literalmente, «la ascensión hacia arriba»)
Siendo la teología un camino, era normal encontrar en ella un movimiento; aquí es vertical, rectilíneo y ascendente.
Teología afirmativa
Con la teología afirmativa entramos en el campo de la inteligibilidad conceptual, de la razón discursiva y, por tanto, del lenguaje, necesario para comprender las nociones o ideas sobre Dios. Puesto que éstas se utilizan inicialmente en la Escritura y luego se transmiten por la Tradición, esta teología nocional está totalmente legitimada y, a partir de ahí, es incluso deber del teólogo (p. 102) comentar y explicar todas estas nociones de la Escritura: Vida, Causa, Principio, etc., y explicarlas de manera inteligible y discursiva.
Es más, su discurso deberá funcionar de arriba abajo, de modo que las afirmaciones sucesivas se funden inicialmente lo más cerca posible de Dios. Este orden descendente es una imitación del proodos, la procesión de la inmanencia divina según los grados de la Creación: Uno o el Bien, el Ser, la Vida, la Inteligencia… Este descenso, que por una parte acerca lo más posible la teología afirmativa a Dios, por otra, al alejarse cada vez más, hace que tienda a ser «cada vez menos verdadera y, en cierto modo, agota su propia posibilidad» (p. 98).
Pero este «descenso» es meramente metodológico, y no tiene nada que ver con el movimiento del alma que acompaña a esta teología afirmativa y permite distinguirla de la teología simbólica e introducir la teología negativa como su complemento necesario:
- Como ya se ha dicho, el movimiento del alma es ascendente y longitudinal cuando, viendo a Dios en la naturaleza, asciende del efecto a la Causa, de la figura al Modelo (teología simbólica);
- es helicoidal cuando el alma se mueve según la razón discursiva (teología afirmativa);
- es circular cuando el alma «se desprende de la multiplicidad de los objetos exteriores» y unifica, en la concentración, «sus potencias de intelección» (teología negativa). Sólo este movimiento conduce a una eventual «unión inteligible» (San Denys el Areopagita, Nombres divinos, 705 A-B, pp.102-103; Jean Borella, ibid.) (teología mística).
Nótese aquí el papel intermediario de la teología afirmativa, ilustrada por el movimiento helicoidal que combina el movimiento rectilíneo y el circular (p. 99, nota 215). Además, si la inteligencia discursiva (diexodikos es el término dionisíaco) desempeña un papel en la teología afirmativa, la inteligencia intuitiva (noéros) corresponderá a la teología negativa (p. 110).
Por último, si queremos poner en palabras la aportación fundamental de cada una de las tres teologías: simbólica, afirmativa y negativa, parece que la visión, el discurso (racional) y la intuición (intelectual) son las adecuadas.
Teología negativa
La teología negativa consiste en «negar todo símbolo y toda noción aplicados a Aquello que está más allá de toda figura y de todo nombre» (p. 99). Además, mucho más allá de una simple negación que anularía lo que se ha afirmado anteriormente, la teología negativa surge como la anagogía de la teología afirmativa: el concepto negado deja de indicar simplemente un objeto mental y se convierte en «el signo de una operación que debe realizar la inteligencia teológica»; ¡el lenguaje conceptual se ha transformado en un operador metafísico!
En efecto, así como el símbolo, por su virtud anagógica, permite que la imagen no sea tomada por la Realidad, así la palabra (o la noción que designa o el concepto a través del cual se piensa la noción) adquiere su verdadera utilidad cuando la mente toma conciencia de la inadecuación del concepto a su Objeto, cuando la inteligencia anagógica deja de considerarla como una cosa mental para darse cuenta de la realidad trascendente que designa.
Así, el intelecto teológico percibe «el modelo como trascendente a su reflejo en el pensamiento» (p. 111), y llamaremos tensión anagógica (pp. 101, 107, 111)16 la conciencia de esta «tensión que reina entre la esencia intelectiva de la noción y el modo mental de su existencia, entre el contenido trascendente de lo pensado y el acto (el concepto) que lo piensa» (p. 111).
Dicho de otro modo, la teología negativa puede permitir «realizar la unidad del ver (símbolo) y del concebir (concepto), del símbolo, visión sin intelección, y del concepto, intelección sin visión, en la visión intelectiva» (p. 99). Esta visión intelectiva, que es una «gnosis por nesciencia» habiendo renunciado a todo conocimiento conceptual, es entonces materia de teología mística.
Teología mística
A partir de ahí, la teología mística sólo se diferencia de la teología negativa como final del camino desde el camino mismo. Cuando esta última ha negado todos los símbolos y conceptos, puede aparecer la teología mística. Cuando el intelecto ya no ve el concepto como algo mental, porque lo ha negado, porque ha cerrado los ojos, entonces puede darse cuenta de la Realidad informal y anónima. Entonces tiene «la experiencia decisiva y paradójica de sus propios límites, y [puede] experimentarse de repente a sí mismo como pura capacidad de adoración contemplativa» (pp.10-11).
Es obvio que esa realización es una cuestión tanto de conocimiento como de amor. Pero ¿de qué tipo de amor y de qué tipo de conocimiento estamos hablando?
- Fundamentalmente, «la potencia anagógica es obra del Amor y traduce la operación del Espíritu Santo en el corazón del intelecto» (p. 110): «El Amor no es sino el movimiento mismo de la theologia, la potencia dinámica que la hace […] ir más allá de los nombres y de las formas. Y esta potencia erótica que está en el intelecto creado no es otra cosa que su participación en el propio Erôs divino, en el Espíritu de Amor que es Dios en su éxtasis trinitario» (p. 108).
- El Conocimiento en cuestión es también participativo. Diciendo «Dios» y negándolo como concepto, lo que queda es la intuición intelectual -que «es la vida misma de la mente» (p. 106)-, la captación de la inteligencia por un sentido, en la medida exacta en que el intelecto se hace uno con este inteligible. La objetividad metafísica, en la que se unifican el conocer, lo conocido y el conocimiento, es intrínseca y cualitativa, mientras que «la objetividad física es extrínseca y relativa: no es más que el reflejo de la anterior, que la funda ontológicamente» (p. 106). Hemos superado ahora toda operación noética (orden del conocimiento que implica, incluso en el caso de la intuición intelectual, una cierta especulatividad) (p. 112), para pasar a una ontonesis en la que ser y conocer están indisociablemente unificados.
Si la potencia anagógica es obra del Espíritu en el intelecto, esta operación es posible porque encuentra «en el intelecto mismo, una capacidad supraconceptual que es despertada y actualizada por la tarea apofática: la gracia presupone la naturaleza que perfecciona» (p. 110). La naturaleza más profunda del intelecto es, pues, la intuición pura: no como acto intelectivo, sino como naturaleza sobrenatural, identidad virtual entre ella misma y el sentido que la ha captado. Al trascender lo noético, «obedece no sólo a la atracción del Amor divino, sino también a su propia necesidad interna». Por eso el movimiento circular del alma simboliza la conversión de la inteligencia a sí misma (p. 110). Y esta conversión es una necesidad permanente.
Las teologías negativas y místicas se revelan así como «una ‘Pascua’ del intelecto» (p. 108), un camino espiritual que implica muerte y resurrección: «muerte a los conceptos afirmativos […] que se convierten en signos de su propia superación; resurrección, porque el intelecto que ha consentido […] a su propia borradura, a su propia crucifixión, se establece en un estado supereminente de ‘gnosis a través de la nesciencia'» (pp.108-109).
Estos dos momentos, extintivo y unitivo, se revelan precisamente por la muerte y resurrección de Cristo. «El despojamiento de todas las operaciones intelectuales, la renuncia a todos los objetos determinados para reconocer el único Objeto divino, es la puesta a muerte de un intelecto crucificado con Cristo, y que, como Cristo, habiendo renunciado a toda forma inteligible de lo divino, sólo puede gritar: ‘Eli, Eli, lamma sabacthani‘ […] Bautizado en la muerte de Cristo, el intelecto pascual resucita con Él. [Bautizado en la muerte de Cristo, el intelecto pascual resucita con Él» (pp. 115-116).
Pues en el cristianismo, «no puede haber otro camino hacia la gnosis que Jesucristo mismo, encarnación del Logos, es decir, del Conocimiento que Dios toma de sí mismo. [Y por eso, desde Orígenes hasta el Maestro Eckhart, y entre los más grandes místicos, el conocimiento de Dios, la verdadera gnosis, se identifica con la filiación divina: conocer a Dios es hacerse ‘Hijo'» (p. 43).
Notas
- Jean Borella, Lumières de la théologie mystique – LTM – Delphica, L’Age d’Homme, Lausana, 2002.[↩]
- San Denys el Areopagita, Noms divins, 585 B-588 A, p.67, citado por Jean Borella, op.cit., p.87.[↩]
- Descartes, Discurso del Método, I.[↩]
- Leibniz, Teodicea, Discurso… 1.[↩]
- René Roques, L’Univers dionysien, Aubier, 1954, p.217[↩]
- San Denys el Areopagita, Jerarquía del Cielo, 120B-121A; trans. Maurice de Gandillac, Œuvres complètes du Pseudo-Denys l’Aréopagite, Bibliothèque Philosophique, 1943, 2e edición 1980, p.185, citado por Jean Borella, op.cit., p.61.[↩]
- San Denys el Areopagita, Noms divins, 585 B-588 A, p.67, citado por Jean Borella, op.cit., p.87.[↩]
- Carta IX, 1105 D; traducción Ysabel de Andia, L’union à Dieu chez Denys l’Aréopagite, Philosophia Antiqua, vol. LXXI, E.J. Brill, Leiden-New York-Köln, 1996, p.447, n.26, citado por Jean Borella, op.cit., p.49.[↩]
- Según Diógenes Laërce, Vie et doctrines des philosophes illustres, VII, 41; Pochothèque, 1999, p.817; Jean Borella, op.cit, p.19.[↩]
- Ceslas Pera, «Denys le mystique et la Théomachia», Revue des Sciences philosophiques et théologiques, Paris, Vrin, 1936, N°1, p.12, citado por Jean Borella, op.cit., p.23.[↩]
- Basilio de Cesarea, Traité du Saint Esprit, colección Sources Chrétiennes 17, Cerf, París, 1947, p.106, citado por Jean Borella, op.cit., p.25.[↩]
- San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, II, 152.[↩]
- San Denys el Areopagita, Noms divins, 585 B, p.67; Jean Borella, op.cit., p.87.[↩]
- San Dionisio Areopagita, Jerarquía eclesiástica, 397 A-B, p. 256 Jean Borella, op.cit., p. 89.[↩]
- René Roques, L’univers dionysien, op.cit., p.201, nota 2; Jean Borella, op.cit., p.103.[↩]
- Ver también Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, L’Âge d’Homme, pp. 328-329.[↩]