Razón e inteligencia

Tradicional e históricamente, la filosofía ha distinguido categóricamente entre razón e inteligencia o intelecto, siendo la razón la facultad de razonar o calcular (un «liber rationis» es un libro de cuentas) y la inteligencia la facultad de comprender este cálculo o razonamiento. Por tanto, es el intelecto el que conoce, mientras que la mente, propiamente dicha, constituye el «medio refractivo» a través del cual se adquiere el conocimiento. La facultad mental o mente funciona como un espejo (un «speculum» en latín), pero es el intelecto el que ve. La razón, por su parte, en sus manifestaciones empíricas y lógicas, se interesa por lo que podríamos llamar el reino de los «hechos brutos», mientras que el intelecto es perceptivo del sentido, del ser real. Si el primer mundo puede construirse, es el segundo el que puede comprenderse -si es que el acto de comprender tiene lugar-: el intelecto, en su acto de intelección, es perfectamente libre, y ninguna autoridad, ninguna voluntad -ni siquiera la nuestra- tiene poder alguno sobre él: no podemos obligarnos a comprender lo que no comprendemos, como señaló Simone Weil. «No podemos en absoluto pensar lo que no podemos pensar», escribió G. E. Moore.

El intelecto necesita la inteligibilidad como el ojo necesita la luz, y la inteligibilidad es la reveladora del ser. Esto significa que la inteligencia es el «sentido del ser», igual que el ojo es el «sentido del ver». El ejercicio de esta facultad», escribe Leibniz, «se llama intelección y constituye una percepción, distinta de la facultad de pensar, pero unida a ella.

A diferencia de lo que puede llamarse intuición intelectual, que une el conocer con lo conocido, la razón discursiva separa el sujeto y el objeto y descompone el objeto en sus aspectos y relaciones consiguientes. La razón como tal está ordenada o limitada tanto al objeto que analiza como a la lógica que rige su funcionamiento. Estas limitaciones hacen de la razón una herramienta fantástica propia del hombre, pero nos someten a los límites de la experiencia sensorial y de la lógica como tal. Por tanto, el intelecto no está limitado, sino abierto a lo sobrenatural y a realidades paradójicas o aparentemente contradictorias. Sin embargo, y este es el aspecto paradójico del conocimiento, si el intelecto capta la realidad de las cosas, su inteligibilidad, este conocimiento ya no es impersonal, como puede serlo la razón. Como decía Aristóteles: «No es el intelecto el que conoce, sino el hombre» (De Anima I, 408b 14-5).

La subversión del sentido en Kant

Si en filosofía hay un antes y un después de Immanuel Kant (1724-1804), es porque él invirtió el sentido de la inteligencia (Verstand) y de la razón (Vernunft) tal y como las entendían todos los filósofos anteriores -desde Platón, Aristóteles, Plotino y San Agustín hasta Santo Tomás de Aquino, Dante, Leibniz, Malebranche y más allá-, ¡a todos los cuales se consideraba que trabajaban bajo una ilusión que sólo él fue capaz de reconocer y disipar!

En efecto, de acuerdo con su convicción de que la intuición sólo puede ser sensible o empírica, elevó la razón al rango más alto de las facultades cognitivas, supuestamente capaz de hacer que la inteligibilidad fuera sintética, sistemática, universal y unificada. De este modo, la inteligencia o intelecto pasó a considerarse inferior a la razón: una facultad secundaria encargada de procesar abstracciones, dar forma conceptual a la experiencia sensorial y vincular los conceptos resultantes para formar una estructura coherente -hasta que, finalmente, se transforma en conocimiento discursivo, es decir, se convierte en «razón».

No se trata aquí de demostrar la invalidez de esta concepción kantiana ni de relatar los estragos que causó, sobre todo quizás en el ámbito anglosajón, históricamente más inclinado al empirismo, al pragmatismo y al logicismo que ciertas escuelas continentales, que parecen haber sobrevivido a la subversión kantiana con un poco más de éxito.

De la IA a la RA

Ahora está claro que lo que se conoce como «inteligencia artificial» -así designada por John McCarthy en los años cincuenta- es en realidad un término equivocado en la medida en que esta denominación, demasiado amplia, sugiere nociones inaplicables como la generación de conciencia, la autonomía volitiva y el comportamiento afectivo.

Aunque la IA se nutre de campos interdisciplinarios como la ciencia cognitiva, la neurobiología computacional, la lógica matemática, la psicología artificial, etc., no deja de ser un asunto propio de la informática, es decir, del mundo de la programación y el cálculo, con la velocidad suficiente para procesar datos masivos y la sofisticación suficiente para permitir una mejora recursiva, al menos en forma de función de autoaprendizaje. Reconocer caras o palabras, ganar juegos estratégicos, automatizar coches, simular operaciones militares, organizar datos complejos, etc. Todo es pura programación, cálculo y razonamiento automatizado. Pero cuando se trata de comprender el habla humana o de interpretar datos complejos -a diferencia de reconocer el habla humana u organizar datos complejos-, como a menudo se afirma, es evidente que nos hemos dejado engañar por la palabra «inteligencia» (la «I» de «IA»), que de iure debería sustituirse por una «R» de «razón».

Si damos la vuelta a la cuestión y nos preguntamos cómo podemos transformar a un hombre vivo en un autómata, podríamos pensar que nada podría ser más fácil: basta con someterlo por completo a todas las determinaciones que le alcanzan. Se transforma entonces en un autómata espiritual (Spinoza), como ilustra la paradoja del asno de Buridán: un asno, en este caso, tan sediento como hambriento, colocado a medio camino entre una ración de avena y un cubo de agua, que es incapaz de tomar una decisión y muere. Es un ejemplo de lo que podríamos llamar, en lenguaje corriente, un «burro automático».

Este experimento mental muestra, además, que la auténtica libertad no es un «entre» perfectamente equilibrado (Leibniz), y demuestra por una reductio ad absurdum que para el hombre, estar condicionado no es una privación de libertad, sino que, por el contrario, la libertad se ejerce a pesar de las determinaciones. En cambio, una máquina -un robot, digamos, o un autómata- «morirá» (como el asno de Buridan) bajo cualquier doble restricción firme, y nunca podrá ser «libre» en la medida en que cualquier (re)acción aleatoria que imite la libertad se deberá a uno o varios algoritmos programados. Como la razón misma, la máquina -por muy sofisticada que sea- estará limitada en sus capacidades a sus funciones específicas, tal y como especifica su lógica interna: es, de hecho, una encarnación de la Razón Artificial, de la RA por oposición a la IA.

El peligro de la «inteligencia artificial

A lo largo de la historia, la humanidad ha ido aumentando progresivamente sus poderes en términos de energía mecánica (fuego, animales de tiro, vapor, petróleo y gas, energía atómica); ahora, desde el 7 de agosto de 1944, con la entrada en servicio de la calculadora secuencial automática de IBM (o Mark I), la humanidad dispone de energía mental adicional.

Es cierto que la tecnología puede ser perjudicial para la humanidad si se utiliza mal, y este mal uso puede deberse, según los casos, bien al usuario (disparo, contaminación por petróleo, bomba atómica, destrucción ecológica), bien a una tecnología mal controlada (energía atómica), bien a una combinación de ambas (una pistola en manos de un niño). Lo que se aplica a la energía mecánica se aplica del mismo modo a la energía mental (vigilancia y control de poblaciones masivas, desempleo masivo), ni más ni menos. Lo notable en este momento es que la energía mental está alcanzando potencialmente el nivel de la energía mecánica más destructiva (bomba atómica); por eso el físico Stephen Hawking (y Bill Gates, y Elon Musk) han advertido de que «la inteligencia artificial podría acabar con la humanidad».

En resumen: el riesgo de la máquina reside en el riesgo de la razón -y, sobre todo, en los límites de la lógica que la rige (ilustrados por las tres leyes de Asimov y las numerosas paradojas lógicas)-, lo que significa que el principal riesgo, si no el único, es en última instancia el del propio hombre y su razón limitada.

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