Jean Borella (1930), Filósofo y metafísico francés.
Publicado en 2006 en la página web de L’Harmattan.
Este artículo aborda temas tratados en Jean Borella, la Révolution métaphysique, 2006.
Si bien veremos que, contrariamente a la creencia popular, creer y conocer no se oponen, también nos daremos cuenta de que el saber y el conocer pueden estar opuestos. Esta oposición es crucial para comprender qué es la metafísica y en qué medida es intrínseca a todo ser humano.
- Introducción
- Tres palabras y tres significados – mal distribuidos.
- La fe razonable kantiana.
- Los grados del saber platónico.
- La prueba científica es una creencia formal.
- La respuesta de Platón al relativismo sofístico.
- La capacidad ontológica de la inteligencia humana.
- Fe: inteligencia, voluntad y receptividad.
- La inteligencia es sobrenatural por naturaleza.
- La fe y la gracia son sobrenaturales.
- Gnosis doctrinal, fe y gnosis integral.
- Gnosis y teología.
- Gnosis, de la ciencia al amor.
- Conclusión.
- Notas
Introducción
El uso y la comprensión comunes parecen haber establecido una distinción definitiva entre los creyentes que creen y los científicos que saben. Por lo tanto, «creer» pertenece al ámbito de la religión y «saber» al de la ciencia. ¿Es así de sencillo?
¿Podríamos conocer algo en lo que no creyéramos? Del mismo modo, ¿sería posible que creyéramos en algo de lo que no supiéramos nada? Detrás de esta ilusoria exclusión recíproca de creencia y conocimiento se esconde un sistema combinatorio mucho más complejo. En particular, a este orden cognitivo, que iría de la ignorancia al conocimiento pasando por la creencia, hay que añadir el orden volitivo, es decir, el asentimiento que implica la voluntad.
Por supuesto, de lo que se tratará aquí es del desafortunado doble sentido de «creer»: opinión y fe, y de la relación entre fe y conocimiento, fe y gnosis.
Tres palabras y tres significados – mal distribuidos.
Si «creer» parece tener dos significados bien distintos: según «creamos en» (fe) o «creamos que» (opinión), podría sorprendernos la redundancia entre «saber» y «savoir», sobre todo porque la fuerza de la palabra «saber», derivada del significado de «nacer con», no tiene nada de etimológico.
De hecho, estos tres términos, «saber», «conocer» y «creer», son palabras básicas de origen popular, derivadas directamente del latín por evolución continua, y que constituyen la mayor parte del tronco primitivo.
- A partir del siglo IX, «Savoir» (saber) procede del latín sapere: «tener sabor», luego «comprender» con una influencia semántica de sapiens (sabiduría).
- A finales del siglo XI, el latín cognoscere dio lugar a «conocer», que en el siglo XIV se convirtió en «reconocer como verdadero», y el latín recognoscere siguió la evolución de «saber» a «reconocer».
- En el siglo X, la palabra latina para «creer» era credere, y sabemos que Credo («Creo») es la primera palabra del Credo de los Apóstoles (artículos de la fe cristiana) en latín.
Así pues, esta etimología nos dice poco -de ahí la imprecisión del lenguaje cotidiano-, aparte de confirmar la equivalencia relativa de «saber» y «conocer» y los dos significados de «creer».
Así que tal vez una lexicología -de algunos autores clave, nos parece- sea útil. Dado que nuestra época moderna está totalmente marcada por la influencia de la razón, desde las formas iniciales establecidas por el racionalismo kantiano hasta el reciente deconstruccionismo derrideano, parece natural comenzar esta investigación con Kant.
La fe razonable kantiana.
El discernimiento crítico kantiano consiste, en particular, en distinguir entre lo subjetivo: el «tener-verdad» (Fürwahrhalten) y lo objetivo: las condiciones objetivas del «saber-verdad». Cuando se aplica a la creencia, cuyos tres grados son para él la opinión, la fe y la ciencia, vemos que la primera es una creencia que se sabe insuficiente tanto subjetiva como objetivamente, la segunda una creencia que es subjetivamente suficiente pero que se tiene por objetivamente insuficiente, y la última, la ciencia, una creencia que es subjetiva y objetivamente suficiente 1 definiendo la suficiencia subjetiva como convicción (para mí mismo) y la suficiencia objetiva como certeza (para todos).
Sin embargo, si Kant sitúa la fe por debajo de la ciencia en la Crítica de la razón pura, está por encima de ella en la Crítica de la razón práctica: la fe razonable está hecha de afirmaciones problemáticas sobre la realidad pero, al mismo tiempo, de creencias teóricamente probables y prácticamente necesarias, aunque esta necesidad sea aquí meramente moral 2
Por todo ello, esta fe razonable, que debe permanecer «dentro de los límites de la razón simple» 3 (y no de la razón crítica, es decir, de la razón razonable y no de la razón razonante), se encuentra así contrapuesta a la razón 4(razonamiento, esta vez). De ahí la célebre afirmación: «He tenido, pues, que suprimir el conocimiento, para encontrar un lugar para la fe«5, en la que Kant resume toda su empresa filosófica6
De este modo, la fe y la razón kantianas se excluyen mutuamente. En efecto, esta razón kantiana se sitúa por encima de todo lo demás; elevándose por encima de todo lo demás, se aísla excluyendo todo lo demás. En particular, sobre la confusión cartesiana de razón (dianoia, ratio) e intelecto (nous, intellectus)7 – términos que la tradición filosófica anterior había distinguido casi constantemente- Kant los invierte8: haciendo de la razón (Vernunft) la facultad superior del conocimiento, Kant llama entendimiento (Verstand, intellectus), a la actividad cognoscitiva inferior, a saber, la que da al conocimiento sensible una forma conceptual9
Y esta inversión es de hecho una negación, la negación del intellectus (intelecto intuitivo). «La intuición intelectual, en efecto, no es nuestra, y […] ni siquiera podemos concebir su posibilidad» 10 Ahora bien, este poder de conocimiento intuitivo (intellectus intuitivus) – con el que la razón permanecía dotada en la confusión cartesiana11 – es esencial; sin intellectus no hay metafísica posible.
Si Kant niega la intuición intelectual, es porque tiene una concepción muy aproximada de ella. La imagina, según el modelo de la intuición sensible, como si tuviéramos un objeto delante de nosotros. Sin embargo, «más allá del conocimiento por observación, cabe el conocimiento por participación» 12 Pensar una cosa es ciertamente construir un concepto pero, sobre todo, es estar «intelectualmente apoderado de un sentido, de un inteligible, que ‘reconocemos’ más que conocemos»13
Esta distinción entre razón e intelecto es la que estableció Platón.
Los grados del saber platónico.
Platón distingue entre opinión (doxa) y ciencia (epistèmè) según que el conocimiento se refiera a cosas o a sus reflejos, o a Conceptos o Ideas. El conocimiento basado en la imaginación y la conjetura (eïkasia), al igual que el conocimiento basado en la fe en la experiencia (pistis), es opinión, mientras que el conocimiento hipotético-deductivo basado en la razón discursiva (dianoia) y el conocimiento intuitivo basado en el ascenso dialéctico del intelecto (noèsis) son «ciencia».
Estos grados platónicos de conocimiento nos enseñan sobre todo a distinguir entre inteligencia y razón, entre la intuición intelectual del conocimiento metafísico (donde la mente se convierte en lo que conoce) y la razón discursiva del conocimiento cosmológico (donde el razonamiento se realiza como desde fuera).
Si este conocimiento cosmológico es insuficiente, es porque toda concepción del universo sólo puede ser una hipótesis verosímil (ton eïkota muthon, un mito verosímil, dice Platón (Timeo, 29d), no porque nuestra inteligencia sea insuficiente para comprenderlo, sino porque no está del todo dado, nunca está del todo ahí. Y el vínculo entre lo que se muestra (lo sensible) y lo que se oculta (lo inteligible o semántico) es el símbolo: «una ‘imagen’ que participa ontológicamente de su modelo» 14, cuyo reconocimiento es el único conocimiento posible del ser incompleto que se muestra. Y si el universo está lleno de símbolos -el sol, este león, una montaña- es porque él mismo es enteramente icónico, teofánico y vestigial de su Origen-Fuente.
Por supuesto, esta cosmología platónica no es física, sino que «deriva, a modo de ilustración sensible, de aquello que, en sí mismo, es invisible y trascendente»15 En cambio, cuando Aristóteles reduce la ciencia al conocimiento de lo sensible (física) y a la deducción de su motor inmóvil (teología racional), confina todo conocimiento posible al campo de lo racional -el de la razón privada de intelecto, en cierto modo- y trunca el universo de su espesor, de su referente metafísico necesariamente invisible al que sólo puede conducir el símbolo identificado como tal 16
Así pues, la ciencia de Aristóteles no está a la altura de la ciencia de Platón. Sobre todo porque la diferencia entre el conocimiento empírico y el conocimiento racional es menor que la diferencia entre el conocimiento racional y la intuición intelectual (cf. La República).
L’epistèmè reúne en un solo plano lo que Platón había distinguido tan claramente, porque Aristóteles ya no concibe lo que es realmente la intuición metafísica de los Inteligibles y, más allá de los Inteligibles, lo que es el Bien supraesencial y supraontológico.17
Aristóteles inaugura ciertamente lo que será todo discurso científico después de él, y el rigor de este modelo especulativo parece borrar la distinción platónica entre modos de conocimiento. Pero al hacerlo, también inauguró lo que toda reducción racional -toda concepción estrecha de la realidad- sería después de él.
Esta breve aproximación lexicológica nos ha permitido situar la cuestión. La fe razonable kantiana, definida por la exclusión recíproca de fe y razón, revela, por un lado, una fe reducida a la moral (su única necesidad práctica) y a su propia subjetividad (creencias objetivamente insuficientes) y, por otro, una razón que se cree autónoma, niega la intuición intelectual, se reduce a los conceptos y olvida el conocimiento por participación, el único capaz de fundar cualquier otro tipo de conocimiento.
Así, los grados platónicos de conocimiento -el más elevado de los cuales superaba al de la ciencia definitivamente fundada por Aristóteles- confirmaban la intimidad entre intelecto e inteligibles, sin la cual ningún concepto podía siquiera tener sentido.
Como ya se ha mencionado la ciencia, antes de volver a la fe, el conocimiento y su relación, parece útil recordar que toda ciencia, incluida la ciencia misma, procede de una creencia.
La prueba científica es una creencia formal.
En términos muy generales, conviene recordar que la ciencia, en su modo constructivo, procede necesariamente de una creencia en el determinismo. Poincaré podría formularlo como «principio de razón suficiente» o «creencia en la continuidad» 18, o como «razón determinante» en el caso de Leibniz19 o «hipótesis deterministas» para un Mach 20
Pero es sobre todo el análisis de la prueba científica el que muestra cómo dos creencias son necesarias para ella. En efecto, «una proposición estará demostrada si, después de haber sido establecida por un método reconocido, es objeto de una creencia»21 Así pues, tenemos cuatro elementos:
- un elemento semántico-formal: el enunciado que debe probarse,
- una forma objetiva de comprobar la afirmación,
- la creencia subjetiva del receptor de la prueba en su eficacia,
- y el reconocimiento intersubjetivo de la validez de los procedimientos de prueba, que constituye otra creencia más.
La cuestión fundamental es la confrontación entre los dos ámbitos fundamentalmente separados de la afirmación -que es el ámbito del lenguaje- y el hecho -que es el ámbito de las cosas-.
Utilizando un metalenguaje, Alfred Tarski intenta resolver esta cuestión definiendo una teoría de la correspondencia entre una proposición en un lenguaje como «la manzana es verde» y una regla de un metalenguaje que establece que «es verdadera» se aplicará a «la manzana es verde» si efectivamente es verde. Una vez demostrado esto, la «correspondencia» nos permite reducir la verdad de una proposición a su simple afirmación. Sin embargo, acabamos con una explicación intralingüística que presupone, o incluso oculta, la posible concordancia entre la proposición y el hecho; así que volvemos al punto de partida.
La tentación de apelar a un tercer término, como las categorías del entendimiento (cf. Kant), permite establecer a priori una correspondencia entre lo dado (la cosa caracterizada), el conocimiento (lo recibido) y el lenguaje (la expresión formulada de lo recibido). Pero también acabamos con una construcción mental desconectada del hecho, ya que la correspondencia se da a priori (y, por tanto, se encuentra fácilmente después), pero no se demuestra y no es cierta.
Otro enfoque consiste en señalar que las proposiciones científicas, que varían con el tiempo, se validan más por su coherencia con otras proposiciones «establecidas» que por su coherencia con los hechos. Desde este punto de vista, los experimentos verifican sistemas y no hipótesis particulares (cf. Pierre Duhem), pero llegamos rápidamente a sistemas coherentes pero convencionales que se desmoronan cuando un descubrimiento posterior es suficientemente convincente (cf. Otto Neurath).
Es más, la idea de reducir cualquier proposición científica a elementos triviales compartidos por cualquier persona «normal», como identificar un color («la manzana es verde») tampoco funciona. Las observaciones y sus interpretaciones suelen ser demasiado complejas, y los propios experimentos suelen ser ya demasiado abstractos y prestados del contexto conceptual que les dio origen. El propio instrumento de medida es teórico cuando es fruto de una teoría (cf. Alexandre Koyré). Por no hablar de los experimentos que no se duplican por el coste desorbitado que ello representaría, cuando según la regla elemental de la prueba experimental: testis unus, testis nullus (un solo experimento es un experimento nulo).
En última instancia, es este problema de la prueba -la disyunción formal entre el mundo de las palabras y el mundo de las cosas- lo que confiere a la ciencia su carácter fundamentalmente incierto con tendencia probable. Desde este punto de vista, la ciencia aparece como una excrecencia racional indefinida sobre un sustrato metafísico en el que la creencia -repetición de los mismos hechos o coherencia del sistema descriptivo- aparece formalmente como un sustituto de la prueba.
Podríamos dejar la última palabra sobre esta disyunción racionalmente irreductible entre enunciados y hechos, palabras y cosas, a Einstein 22: «En la medida en que las proposiciones de las matemáticas se relacionan con la realidad, no son ciertas, y en la medida en que son ciertas, no se relacionan con la realidad».
Pero, como esta cuestión ha sido tratada, «desde tiempo inmemorial», por la filosofía platónica, es imposible no plantearla aquí.
La respuesta de Platón al relativismo sofístico.
Cuando, en el siglo V a.C.,e C. los sofistas tomaron conciencia de la autonomía del logos (pensamiento y palabra) -dominador del ser y del no ser, fabricador de la verdad y de la falsedad- dejaron obsoleto el régimen de pensamiento anterior -de tipo «poético-profético»- y, con ello, el pensamiento humano se encontró «despojado de su vocación de conocer las realidades invisibles y de discernir la verdad de la falsedad» 23
Antes de la llegada de los sofistas, existía un régimen de la mente, representado emblemáticamente por Parménides, en el que el pensamiento casi nunca se expresaba de forma abstracta, racional, conceptual, sino a través de imágenes o mitos; en definitiva, el reinado del pensamiento simbólico, un vínculo directo y permanente con el Ser, dado como percibido y no significado por el concepto.
Esta tradición se vio interrumpida por la aparición de sofistas como Protágoras y Gorgias, que recorrieron toda Grecia practicando el arte de la palabra. Metafísicamente, parece tratarse de «una ‘subversión’ de la palabra, del logos (indisociablemente razón y discurso), que, de ser un medio, se convierte en un fin en sí mismo y se embriaga de poder indefinido. [La palabra, que era profecía del Ser, se convierte en fuente de lucro: palabra en venta al mejor postor. Así, la palabra se desata del vínculo que la unía a las cosas: se rompe su amarre ontológico, puede flotar ‘libremente’ en el mar de las pasiones y concupiscencias humanas: la palabra ya no tiene peso» 24
A partir de entonces, la inteligencia humana deja de volverse activamente hacia la luz de la Realidad divina, negándose a ser meramente receptiva al acto iluminador, con humildad y olvido de sí misma. Pierde así la inteligencia de los reflejos cósmicos de Dios y ya no puede hablar el lenguaje simbólico de las cosas.
Al mismo tiempo, descubre su propio poder como instrumento universal. El intelecto es a la vez visión y relación, estando la relación al servicio de la visión o de su consecuencia discursiva; la inteligencia es pues a la vez lectura del sentido de las cosas y por tanto sentido del ser, pero también vínculo y distinción. Distingue lo real de lo ilusorio a partir de la visión original del Ser, y vincula una realidad a otra en virtud de la percepción de la esencia común de la que cada una participa. Renunciando a la receptividad contemplativa que la constituye, conserva sin embargo su poder analítico de distinguir y vincular. A partir de entonces, se convierte en el amo (ilusorio) del universo, del «conocimiento» y, por tanto, de la verdad y la falsedad: la verdad ya no es una función del ser, sino del discurso que fabrica el ser y el no-ser. Tal es el logos-demiurgo de la sofística.
Es contra esta demiurgia sofística que «se alza la misteriosa figura de Sócrates» y la labor platónica de rectificación. Puesto que la sofística había abierto una brecha en el orden de la intelectualidad contemplativa, había actualizado definitivamente la posibilidad del pensamiento humano como instrumento puramente racional, y Platón debía ahora tener en cuenta esta dimensión analítica y dianoética. Su «operación salvadora es la dialéctica, de la que el diálogo es la realización práctica». Frente al «movimiento perpetuo del logos«, «manifestación de la actividad indefinida del ‘molino mental'», la dialéctica se revela como un método (de meta: «trans-» y hodos: «camino» de ahí «dirección que conduce a la meta») para «agotar la energía del logos sofístico yendo hasta el final de su movimiento» (es la travesía) y conducir a la «realización espiritual», a la «toma de conciencia de la realidad del Espíritu», a la «intelección no discursiva: operación del logos por la cual y en la cual toma conciencia de su propia naturaleza trascendente». «Sólo el método dialéctico tiene este carácter, que, derribando hipótesis, sigue su camino, por este medio, hasta el Principio mismo para establecerse en Él de un modo sólido; y el ojo del alma, verdaderamente enterrado en no sé qué bárbaro lodazal, lo saca suavemente y lo hace subir» (Platón, La República).
«En este sentido, el platonismo es la verdad del sofisma» 25
Pero la dialéctica es también un remedio contra el riesgo que corre el pensamiento poético-profético, «tan absorto está en su objeto trascendente, de confundir lo que el logos piensa, la forma mental a través de la cual lo piensa y el símbolo, lingüístico o figurado, que lo expresa». En efecto, el discurso que expresa el ser, y por tanto lo verdadero exclusivamente, tiende inevitablemente a olvidarse de sí mismo como discurso, y se vuelve transparente a sí mismo. Esta es la paradoja del logos (discurso y pensamiento): permanece ordenado al ser sólo si permanece distinto del ser al que apunta. Olvidar que el logos no es el ser es confundir la realidad irreductible con el «lugar» donde se revela.
Si el logos es pura adhesión al ser, condenado a no poder decir más que la verdad, entonces ya no se explica la posibilidad del error y la falsedad. Pero la verdad implica la distinción entre logos y ser, ya que califica la relación del primero con el segundo.
Este punto débil del régimen poético-profético, esta identidad de logos y ser, es característica de Parménides: «ser y pensar son la misma cosa». Ante todo, si el pensamiento del no-ser es el no-ser del pensamiento, es decir, si es imposible pensar el no-ser, porque pensar lo que no es no es pensar, entonces se hace imposible incluso pensar que es imposible pensar el no-ser.
¿Se preguntaba el sofista por el valor de las operaciones del logos? Parece que no, y está claro que la lógica inventada por Aristóteles proporciona el organon (el instrumento) de la respuesta.
¿Cuestionaba el sofista el estatuto ontológico del logos? Tampoco lo parece, porque dijo ante todo y sólo lo que no era: «Sólo les revelamos un discurso que es otro que las sustancias 26» El discurso sofístico no opone el ser al parecer; es pura apariencia, una ilusión escenificada.
Así, la actitud sofística, más que una doctrina filosófica más, es la «tentación propia de la inteligencia en cuanto pensamiento»; y es esta posibilidad sofística como tal la que Platón combate, de ahí «el anonimato del diálogo titulado El sofista, que no menciona nombres» 27
La solución platónica «consiste fundamentalmente en una revolución ontológica: puesto que es la concepción parmenídea del ser (el ser excluye absolutamente el no-ser: es uno, inmóvil, eterno, esférico y pleno, y el logos es idéntico a él) la que conduce a Gorgias a sus aporías, es necesario […] realizar el ‘Parricidio de Parménides'» (Sofista, 241d). Parricidio, porque Parménides es «nuestro padre» que dio origen a la filosofía como conocimiento de lo que verdaderamente es, pero parricidio, también, porque la doctrina del ser que él nos enseñó «no nos permite ‘pensar al sofista'», «identificarlo ‘lógicamente'».
Debemos, pues, «romper con este ser monolítico» y admitir que «el no-ser es, en cierto modo, y que el ser a su vez, en cierto modo, no es» (ibíd.), porque «el ser es potencia», «capacidad de relación». No es ésta la definición última del ser (que inevitablemente se escapa), pero sí nos enseña que sólo podemos identificar el ser tanto como la idea de la identidad de su propia afirmación como la de lo que entra en relación con lo que no es él: la idea de alteridad. Un ser es a la vez lo que es (un hombre, por ejemplo) y todo lo que no es (un hombre no es un gato, por ejemplo), de tal modo que nunca tiene una definición completa y, sobre todo, que ser y no-ser no son opuestos sino simplemente otros: «Cuando afirmamos el no-ser, no se trata, al parecer, de afirmar algo contrario al ser, sino sólo algo otro (Ibid., 257b)». Identidad y alteridad son inseparables: «el ser y el otro se penetran mutuamente a través de todos los géneros y se compenetran mutuamente (Ibid., 259a)».
Así, la dialéctica, en lugar de rechazar el juego de demolición del sofista, muestra que este juego sólo es posible porque hay un juego en el ser mismo, que hay alteridad en el corazón de la identidad, y viceversa. Es «una verdadera mutación metafísica»: Parménides rechaza el no-ser, el sofista, en nombre del logos, rechaza tanto el ser como el no-ser, el verdadero filósofo no rechaza nada. Al hacerlo, «no es sólo el ser el que se reintegra en el discurso […filosófico], sino que es también el logos el que se reintegra en el ser, en la medida en que es esa alteridad del ser que no deja sin embargo de ser 28»
El ser del logos se tiene verdaderamente en cuenta en esta doctrina metafísica del ser-no-ser, a la que ha dado acceso la «sofística captada»; el discurso se convierte en este «género del ser» (Sofista, 260a) donde los seres entran en «relación mutua»; privarnos de tal discurso «sería ante todo, una pérdida suprema, privarnos de la filosofía» (Ibid., 259e -260a).
La filosofía es el discurso verdadero cuya posibilidad ontológica se basa únicamente en la metafísica del ser-no-ser. Captando al sofista, encontramos al filósofo, pues «la filosofía no es otra cosa que la tentación sofística perpetuamente superada 29»
La contradicción sofística queda ahora al descubierto: si el discurso pudiera crear verdad o falsedad a voluntad, ya no habría verdad ni falsedad. La eficacia del discurso sofístico no reside en el discurso como tal, sino en las ideas de verdad y falsedad a las que se siguen adhiriendo aquellos a quienes se dirige y, en última instancia, en el poder de la verdad por sí sola sobre nuestra inteligencia. Así, reconoce implícitamente el valor inmutable de la verdad, que niega explícitamente.
Es la «fe metafísica» de Platón en la capacidad ontológica de la inteligencia humana. Ninguna palabra, por engañosa que sea, puede estar totalmente fuera del ser y de la verdad». Sólo la verdad tiene derechos ‘últimos’ […], porque está presente en todo lo que es». «La ilusión puede velar el ser, pero el mismo velo con que lo oculta sería invisible si no fuera traspasado por su luz 30»
La capacidad ontológica de la inteligencia humana.
Si, como sostiene Kant, la intuición intelectual «no fuera nuestra», la ilusión de un acceso directo y vivo a la esencia no podría siquiera producirse. Si hay ilusión, no puede ser en la percepción, sino sólo en la convicción de que nuestro ser es igual a nuestra visión 31
Toda inteligencia, en el acto por el que concibe lo que es la esencia de una cosa, experimenta una experiencia semántica, una experiencia del sentido o de lo inteligible, sin la cual no puede formarse un concepto de ella. El concepto no se abstrae pura y simplemente de la cosa; ante todo, debe tener sentido, debe constituir una unidad inteligible, y la inteligencia debe reconocerla porque tiene sentido en ella. No hay otro «criterio de verdad» que este re-conocimiento, esta aquiescencia de la inteligencia, su experiencia de acuerdo con su propia naturaleza intelectual.
Este momento en que la inteligencia pasa de la potencia al acto no puede adquirirse, enseñarse ni demostrarse; es intuitivo, directo e inmanejable. A primera vista, podríamos decir que sólo lo no contradictorio es inteligible (no inteligiremos un círculo-cuadrado), pero en el fondo esto no es más que la condición extrínseca de la intelección. El acto mismo de intelección es la aprehensión de la esencia en su «ainsidad», en su naturaleza propia, su contenido como tal; es entonces un acto intuitivo y sintético de contemplación, la revelación de la esencia como sentido, de la ainsidad como sentido. Esto es la inteligibilidad intrínseca: lo que «tiene sentido» para la inteligencia, lo que suscita en ella un «eco semántico», lo que «le dice algo», lo que «le habla».
Designamos por intelecto agente, este acto de la naturaleza intelectiva como tal, que ilumina inteligiblemente las cosas que recibe el intelecto paciente. Y cuando el intelecto paciente duerme, en el sueño de la «ignorancia de todas las cosas, el intelecto agente vela, solitario, en la pura luz del Logos«32
Esta experiencia semántica de la aseidad es tan radical y tan original que escapa a nuestra atención. Y, sin embargo, es esta experiencia la que nos permite aceptar semánticamente todas las formas de las que no teníamos idea a priori, que éramos incapaces de imaginar, y que nos son reveladas por la experiencia sensible. Es ella la que nos da la rosa como «rosa» y, «aunque no podamos decir de la rosa otra cosa que «rosa», nuestra experiencia de ella es perfectamente distinta y reconocible en su identidad indecible y oscura» 33
Esta oscuridad consiste en que lo que se da a la inteligencia no es el ser mismo de la esencia, sino la esencia como significado. Pues si la «presencia semántica» de la esencia llega a la inteligencia, su realidad sólo está en Dios. «Ahora vemos en un espejo, pero tenuemente», dice San Pablo (1 Corintios XIII, 12).
Esta experiencia es el acto conjunto de lo que recibe sentido (la inteligencia) y la inteligibilidad intrínseca (la rosa), una unión de sujeto y objeto, pero una unión sólo semántica, no ontológica. Pues «no es la esencia la que está fuera de la existencia, es la existencia la que está fuera de la esencia, y que es este mismo ‘fuera’ (ex-sistere = estar fuera). Por eso, si lo primero está inmediatamente presente en lo segundo, lo segundo, en el caso del hombre, está presente en lo primero (primero noéticamente, luego realmente) sólo a través de una mediación, y una mediación revelada, es decir, una forma en la que la esencia se ha convertido en existencia para que la existencia pueda redescubrir su esencia: «Nadie viene al Padre sino por mí» (Jn XIV, 6)»34
Fe: inteligencia, voluntad y receptividad.
Los tres componentes esenciales de la fe son su contenido objetivo, su modo subjetivo y el propio ser que la recibe 35 :
- El contenido objetivo de la fe son los misterios sagrados recordados por los dogmas; apela a la inteligencia.
- La fe subjetiva apela a la voluntad, pero no puede prescindir del contenido objetivo de la fe, porque del mismo modo que el intelecto no puede comprender lo que ninguna voluntad le indicaría, la mejor voluntad nunca proporcionará lo que ningún intelecto comprendería36.
- Y el ser cristiano mismo, o la persona misma, para quien la adhesión de la inteligencia y el movimiento de una voluntad libre descansan, aguas arriba, en la receptividad misma del ser espiritual o personal a la gracia sobrenatural de la fe.
Este tercer elemento es fundamental y, en cierta medida, rige los dos primeros. A la luz de la crisis modernista :
- En una naturaleza humana cerrada en sí misma, la gracia ya no puede penetrar. La fe subjetiva se reduce «al sentimiento de fe y se alimenta psíquicamente de su propia afirmación» en detrimento de la «intuición intelectual de lo sobrenatural»;
- Colectivamente, la fe, reducida a amor por la humanidad, «se alimenta ideológicamente del espectáculo de su propia bondad»;
- La desaparición de los marcadores objetivos de la fe en el dogma, la Escritura y la liturgia convierte al propio cristiano en un extraño al mundo objetivo de la fe;
- La capacidad para lo sobrenatural sólo se actualiza a través de la Revelación. La naturaleza no es capaz por sí misma de acceder a lo sobrenatural, del mismo modo que el ojo no produce la luz a través de la cual se revela su capacidad de visión. Realizar esta capacidad es realizar un acto libre de obediencia. Al rechazarla, el cristiano se convierte en un extraño a su propia naturaleza teomórfica: su esencia como imagen de Dios que, en particular, se expresa en su voluntad de creer.37
Entonces, ¿por qué no ir directamente al ateísmo radical? Lo que queda es el orden psicológico e histórico, es decir, el orden humano, del que es incapaz de evacuar la religión, una parte tan importante y persistente de la vida humana; tan cercana, pues, al Dios kantiano: un simple «postulado de la razón práctica».
En el protestantismo, el contenido de la fe es la fe misma: «La fe en la doctrina se ha convertido en la doctrina de la fe». Con el modernismo, «la pérdida del sentido de lo sobrenatural deja sin sentido» todas las afirmaciones doctrinales que «no tienen, en sentido estricto, ningún objeto concebible». Pero, además, el proceso subjetivo de la voluntad creyente «es despojado en sí mismo del valor doctrinal que Lutero le atribuía, su único significado sobrenatural. A medida que la naturaleza humana se vuelve radicalmente ajena a lo sobrenatural, también lo hace el acto subjetivo de la voluntad de fe. La fe ya no es otra cosa que el comportamiento humano, y la historia de ese comportamiento, una realidad pura y estrictamente histórica.
Es en este «lugar teológico» fundamental del modernismo donde «nacen todas las afirmaciones de la exégesis y de la pseudoteología contemporáneas: los Evangelios registran por escrito la primera construcción religiosa de la conciencia cristiana […] y las declaraciones dogmáticas que siguieron […] se generan por continuidad o por reacción según las variaciones de la conciencia religiosa» 38.
«El agnosticismo religioso y el relativismo del conocimiento son inseparables39»; esto significa que para el modernismo, no hay más «afirmación especulativa [que] pueda tener alguna significación ontológica, de lo que hay una afirmación especulativa religiosa [que] pueda tener significación objetiva para un ser relativo e histórico»40.
Los Küngs y los Drewermann son buenos ejemplos de esta negación moderna del significado ontológico de los dogmas reducidos a «una verdad histórica, como expresión momentánea de la conciencia religiosa» 41. Estos «teólogos» también suprimen la gracia divina; Dios ya no interviene, ya no está ahí. Simplemente porque, habiendo suprimido el ser cristiano, suprimen el «ser-en-Dios, aquí abajo y ahora» 42. Su proyecto, anunciado abiertamente, es «sustituir la deificación del hombre por una humanización». Pero el hombre, limitado al hombre, ya está muerto: «he aquí que los ciegos se han levantado para mostrar a los últimos videntes que la luz no existe»43.
Decir que los aspectos objetivo y subjetivo de la fe deben coexistir necesariamente es decir, en particular, que la fe no suplanta al dogma. Dicho de otro modo, teología y mística se complementan necesariamente. Si la experiencia mística es un enriquecimiento personal del contenido de la fe común, la teología es una expresión, en beneficio de todos, de lo que cada uno puede experimentar. Al margen de la verdad custodiada por el conjunto de la Iglesia, la experiencia personal estaría privada de toda certeza, de toda objetividad; sería una mezcla de verdadero y falso, de realidad y de ilusión, de misticismo (en su sentido peyorativo).
Por otra parte, la enseñanza de la Iglesia no tendría asidero en las almas si no expresara de algún modo una experiencia íntima de la verdad dada, en distinta medida, a cada uno de los fieles. No hay, pues, mística cristiana sin teología, ni teología sin mística 44.
Por eso «la tradición oriental nunca ha hecho una distinción clara entre misticismo y teología, entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma confesado por la Iglesia. Nunca ha conocido ni el divorcio entre teología y espiritualidad, ni la devotio moderna. Si la experiencia mística vive el contenido de la fe común, la teología lo ordena y sistematiza. De este modo, la vida de cada fiel está estructurada por el elemento dogmático de la liturgia, mientras que la doctrina relata la experiencia íntima de la Verdad revelada y ofrecida a todos. La teología es mística y la vida mística es teológica; esta última es la cumbre de la teología, la teología por excelencia, la contemplación de la Trinidad» 45.
«Si eres teólogo, rezarás de verdad, y si rezas de verdad, eres teólogo», decía San Evagrio el Póntico46.
La fe es esperanza y caridad, y viceversa 47. En efecto, si «teologal» se refiere a Dios, «virtud» se refiere ante todo al hombre, y «la función propia de las virtudes teologales es enseñar a la sustancia humana a conformarse con su fin divino». Pero la virtud misma, que es en su realidad esencial una cualidad divina, es ya una gracia de la que participan las criaturas. Las virtudes teologales son, pues, existenciales en su realidad humana y esenciales en su realidad divina. Además, cada virtud, al tener una esencia común, debe encontrarse en las otras dos, su inmanencia recíproca las hace una en tres aspectos; esto es lo que muestra el análisis de la fe:
«En la medida en que la fe es la primera de las virtudes [porque es fundante], comprende una ‘polaridad esencial’ máxima y una ‘polaridad existencial’ mínima. Constituye el mínimo exigido al hombre como respuesta a la Iniciativa divina, que es Palabra y, por tanto, anuncio de la Verdad. En cuanto anuncio, el hombre debe oírlo; en cuanto Verdad, el hombre debe creerlo. Lo que oye es la inteligencia; lo que permite adherirse al contenido de lo que la inteligencia recibe es la voluntad. Si el hombre fuera pura inteligencia, es decir: si el ser del hombre estuviera hecho de pura inteligencia, su intelección sería también su ser, y la recepción del Verbo sería instantáneamente deificante. Pero el hombre no está hecho de pura inteligencia, y la virtud, sobrenatural en su esencia, requiere un esfuerzo por parte de la naturaleza humana.
Así, la fe, prototipo de la virtud teologal, pone de relieve estos tres aspectos de toda virtud: una existencia humana, una esencia divina y un esfuerzo o tensión de la existencia hacia la esencia». Y la tríada de virtudes teologales se encuentra en esta virtud prototípica:
- «La fe corresponde más directamente a la esencia divina, porque está enteramente determinada y absorbida por su contenido objetivo, la Palabra de Dios;
- la esperanza corresponde […a esta] tensión […] de la existencia a la esencia ;
- [y] la caridad […] a la existencia humana en cuanto se da a sí misma, es decir, en cuanto acepta ser determinada por su relación con Dios».
De hecho, la fe es la transparencia de la inteligencia. En efecto, el hecho de que en la fe predomine el polo de la esencia «significa que nuestra adhesión está en cierto modo absorbida por el contenido de Verdad al que se adhiere; de lo contrario, [este] contenido […] queda aplastado bajo el peso de la adhesión volitiva y la fe se vuelve ciega, es decir, una afirmación puramente formal, desprovista de este contenido de Verdad que [puede] por sí solo determinarla y realizarla. Adherirse a la Palabra divina es, pues, hacerse a un lado, callar, silenciarse en y por sí mismo. La fe exige esta transparencia.
Ahora bien, esta transparencia pertenece propiamente a la inteligencia, puesto que la inteligencia es la única modalidad del ser humano cuya naturaleza está en sintonía con la luz de la Verdad. Por tanto, podemos comprender que la corrupción de la fe sólo puede provenir de un oscurecimiento de la inteligencia, y no de un fallo de la voluntad». Por otra parte, el intelecto «no puede comprender nunca aquello a lo que [la voluntad] se adheriría de algún modo», ni, por lo demás, la voluntad puede querer lo que es absolutamente desconocido. En todo caso, gracias a esta transparencia de la inteligencia, no es «el sujeto humano el que absorbe el Objeto divino, [sino] el Objeto divino, visto como Verdad, el que penetra y absorbe al sujeto humano».48.
La inteligencia es sobrenatural por naturaleza.
En palabras de Frithjof Schuon: «El intelecto es naturalmente sobrenatural o sobrenaturalmente natural«. Pensar que existe una razón enteramente natural que es perfectamente autónoma (y por tanto autosuficiente) en su orden es adoptar un aristotelismo esquematizado y reducido a su tendencia fundamentalmente naturalista. «Por el contrario, Denys enseña, con Platón, la heteronomía y la incompletud de la razón (no hay naturaleza pura) y su exigencia natural de un cumplimiento sobrenatural de orden intelectivo e incluso supraintelectivo o supraético, si se quiere»49
Además de su carácter incompleto, existe la necesidad consciente de una iluminación trascendente capaz de transformar esta razón en inteligencia espiritual y, de este modo, cambiarla verdaderamente en sí misma. Para ello, se requiere una capacidad espiritual y casi sobrenatural de recibir la iluminación gnóstica y de ser deificado por ella.
Desde este punto de vista, la inteligencia es sobrenatural por naturaleza; «es de esencia metafísica: así como »para Santo Tomás, todo el misterio divino está ya presente en la naturaleza misma del intelecto» 50, del mismo modo, para Denys y los platónicos, el intelecto (noûs) es ya algo divino (theios)51»52
La mente es la modalidad cognitiva de la psique. El espejo parece ser una buena imagen descriptiva, ya que la naturaleza específica de este conocimiento parece ser su carácter indirecto: la mente «refleja» lo que conoce. No penetra en el objeto en su propia esencia, sino que es el objeto el que «penetra» en ella, como abstracción. Por supuesto, lo que se conoce es el objeto, no la abstracción, «pero este objeto se conoce por medio de la abstracción […]; la mente es el ‘medio de refracción’ a través del cual pasa el objeto para ser conocido» 53.
Este conocimiento por «impresión mental» -indirecta o reflejada- «introduce entre el hombre y el mundo lo que Ruyer llama una ‘distancia psíquica'» 54 A partir de ahí, lo concebible (lo concebible es a la razón lo que lo inteligible a la inteligencia) existe no sólo en las cosas sino también, por así decirlo, «en sí mismo», ya que el conocimiento humano actualiza, en un estado separado, la modalidad «inteligible» de las cosas. Tanto más cuanto que, y esto es lo que distingue al hombre de los animales, no se trata tanto de «pensar o expresar algo» cuanto de pensar sobre algo o hablar de algo. Puesto que se trata de un «ausente», «vemos que el conocimiento mental implica no sólo el pensamiento conceptual, sino también la memoria y la imaginación, función de la ausencia en el tiempo y en el espacio» 55.
«El conocimiento mental no se limita a recibir y elaborar ‘impresiones’. Las organiza vinculándolas según relaciones específicas que se imponen a la mente como reglas. Todas estas reglas constituyen la arquitectura propia de la mente: es la razón. [En esta actividad, la mente permanece, si no pasiva, al menos sumisa. De hecho, y este es un punto muy importante, la estructura racional de la mente aparece, en la propia mente, como una presencia «ajena» de la que la mente no puede dar cuenta. La mente se encuentra así atrapada entre dos exigencias:
- el objeto, por supuesto, hacia el que se vuelve: el mundo interior o exterior que se le impone,
- sino también su propia estructura interna, la razón: el conjunto coherente de principios lógicos que rigen todo el conocimiento humano.
Y estas dos «exigencias que se le imponen con igual autoridad» son, en efecto, dos objetividades: la de las cosas (incluso la psique) y la de las relaciones lógicas. De ahí esta doble obediencia de la mente, su «sumisión a los principios lógicos en cuanto a la naturaleza de las cosas» 56
Este conocimiento mental, sujeto tanto a la razón como a sus «impresiones», va así «del orden del mundo a la razón y del orden de la razón al mundo». Donde se encuentran es en el concepto: el medio, la mediación de este conocimiento, del que se dirá por tanto que es discursivo (siendo la discursividad una carrera sujeta a la dualidad, a la división). De hecho, no es este conocimiento en sí lo que es discursivo, sino su proceso de perpetua confrontación entre las exigencias de las cosas y las exigencias de la razón, pues el conocimiento en sí es pura intuición, «visión» (u oído), percepción directa y unitiva de su objeto.
«Que el conocimiento es sólo intuitivo es evidente por sí mismo, no es la conclusión de un razonamiento. [Es primario, irreductible, inmanejable». El proceso de adquirir conocimiento (y de establecer su validez) no es intuitivo: para descubrir lo que no sabe, la mente procede discursivamente, por investigación, razonamiento y deducción. Pero el acto propio del conocimiento «sólo puede ser la recepción directa de lo inteligible dado»; el acto cognoscitivo como tal es aquel «por el cual un objeto conocido se une directamente con un sujeto que conoce, en una especie de transparencia recíproca que es la experiencia misma de lo inteligible» 57
Esta distinción entre razón (dianoia, ratio) e intelecto (nous, intellectus) no es, sin embargo, una «separación total, ya que la ratio es la luz quebrada y fragmentaria del intellectus. Pero no pueden confundirse, como tampoco es posible negar ninguno de estos modos de actividad cognoscitiva».
Concluyamos con la paradoja del intelecto. El intelecto «sólo puede recibir conocimiento de todo porque no es ninguna de las cosas que conoce […] Merece el nombre de intelecto especulativo porque es un espejo (speculum en latín) que refleja el mundo. El precio que tiene que pagar por su lucidez es una especie de alejamiento de la realidad, a través del cual la realidad como tal se revela al hombre, pero a través del cual el hombre se aleja también del ser, en su propio ser. El conocimiento es, en efecto, la comunión inteligible del que conoce y de lo conocido, pero es en cierto sentido una comunión a distancia. Todo sucede, en la actividad cognoscitiva, como si el hombre hubiera conservado el recuerdo de una comunión ontológica entre él y el mundo, pero ya no pudiera realizarla (por sus solas fuerzas naturales) más que de un modo especulativo. El conocimiento es esta misma posibilidad, esta posibilidad última, este recuerdo del Paraíso perdido. Es la fusión anticipada de sujeto y objeto, pero sólo la anticipa porque no la realiza» 58
Los »principios de la razón» (como el primero de ellos: el principio de no contradicción) son evidentes por sí mismos y sólo se revelan si se olvidan, o si su negación tendría consecuencias. No son demostrables -dejarían de ser principios-, sino que constituyen una exigencia interna de la razón, una exigencia a la que la razón accede «mediante una auténtica intuición intelectual, cuya necesidad es propiamente ‘irrefutable'». Estos principios son por tanto «meta-lógicos, o meta-racionales, en el sentido de que la lógica y la razón designan el orden del conocimiento puramente discursivo, es decir puramente mediato (y por tanto demostrativo)». Por tanto, sólo pueden ser captados, en su verdadera naturaleza metalógica, por la filosofía, que trasciende la lógica (sin contradecirla). Así pues :
- «La lógica no es otra cosa que el conjunto de operaciones intelectuales mediante las cuales la mente humana se subordina a los principios en su actividad cognoscitiva».
- «La filosofía no está subordinada a los principios […] éstos se piensan en ella y le son connaturales […] la inteligencia los conoce implícitamente conociéndose a sí misma» 59
Por eso «no podemos considerar estas estructuras naturales de la inteligencia de manera kantiana, como si condicionaran a priori a la inteligencia. Al contrario, son perfectamente transparentes para ella, son la inteligencia misma, son el Logos«. Pues lo que pertenece al orden de la inteligencia es necesariamente sentido, Logos. La inteligencia no puede hablar de principios ininteligibles, a los que obedecería sin comprenderlos, ni puede juzgar que su comprensión de ellos sería puramente ilusoria.
«Los principios son, pues, el reflejo de las estructuras del intelecto en el conocimiento objetivo, estamos de acuerdo, pero estos principios son también los del Logos en sí mismo, necesarios y puramente inteligibles, pues ésta es la única proposición que la inteligencia puede sostener inteligiblemente -lo que implica que no puede haber una heterogeneidad esencial entre nuestra inteligencia y el Logos» 60.
La fe y la gracia son sobrenaturales.
La Tradición eclesiástica, salvo recientemente (durante los dos últimos siglos, es decir, bajo el efecto de las consecuencias filosóficas del racionalismo kantiano y de la ideología revolucionaria), nunca ha opuesto, como realidades radicalmente heterónomas, la idea de «naturaleza pura» a la de «sobrenaturaleza pura», como podemos leer en Santo Tomás de Aquino: «todo intelecto desea naturalmente la visión de la Substancia divina» (Contra los gentiles, III, 57) o «si la inteligencia de la criatura razonable no puede alcanzar la Causa Primera, el deseo de naturaleza en ella permanecerá vano» (Summa Theologica, Ia, q.12, a.1).
Esta oposición reciente puede verse como una consecuencia de un aristotelismo extremo (que rechaza por tanto el sobrenaturalismo de las formas inteligibles de Aristóteles), en el que el naturalismo tiende a tratar a los seres «como un sistema rígido de naturalezas completas», «plenamente coherentes en su orden» -concepción según la cual «la naturaleza excluye de sí misma la sobrenaturaleza»-, mientras que la naturaleza no puede ser en sí misma completa, autónoma o acabada: no hay, en efecto, «naturaleza pura», «salvo en Dios, al nivel de las Ideas eternas de las que el Verbo es la síntesis prototípica». Por otra parte, una vez encerrada en sí misma en su «suficiencia ontológica», encerrada en su realidad física y puramente material, la naturaleza se hace, por supuesto, impermeable a la gracia.
Por el contrario, el sentido de lo sobrenatural es esta «conciencia de una carencia radical en la sustancia misma del orden natural humano, la conciencia de una relativa incompletud»; es también «comprender que ‘el hombre sobrepasa infinitamente al hombre’, y que no hay nada en la naturaleza que corresponda a la naturaleza del espíritu». Por eso, la posible recepción de la gracia de la fe implica necesariamente una apertura en nuestra propia naturaleza. Puesto que la proposición de la fe se dirige (ante todo) al intelecto, «debemos suponer que éste posee una capacidad innata, por mínima que sea, para dar sentido a lo sobrenatural» 61
Sin embargo, esta capacidad innata no quita nada a la gracia: pura iniciativa y gratuidad divinas, ya sea la gracia actual que puede acudir en ayuda de la inteligencia o de la voluntad, ya sea la gracia habitual que habita en el ser personal.
La ayuda divina del intelecto, en el acto por el que capta las verdades reveladas, y de la voluntad en el acto por el que desea que el intelecto se aplique a ellas, se llama gracia presente. Ésta acompaña a las potencias del alma: «el intelecto y la voluntad siempre que realizan verdaderamente un acto de fe» y «puede alcanzar un grado excepcional, cuando, por ejemplo, un Tomás de Aquino penetra luminosamente en la comprensión de un dogma, o cuando un mártir mantiene una firmeza inquebrantable en su voluntad de fe» 62. Esta ayuda momentánea de Dios «para fortalecer nuestra fe o iluminar nuestra inteligencia» no es un hecho: «incluso un Santo Tomás de Aquino, que dudaba sobre la doctrina de la Inmaculada Concepción […] no siempre se habrá beneficiado de una ayuda intelectual» y una Santa Teresa del Niño Jesús habrá «experimentado, durante los últimos años de su vida, la dificultad más extrema de la voluntad en el acto de fe» 63.
En efecto, esta gracia actual de las potencias del alma depende de la gracia habitual, que concierne al ser personal, sujeto ontológico de las potencias del alma. La gracia habitual tiene un carácter permanente; es un habitus: una disposición o capacidad permanente. A diferencia del habitus operativo (disposición para realizar una obra), es un habitus entitativo, que concierne a una entidad: la esencia del alma, la persona inmortal, produciendo en nuestro ser un cambio real «por el cual nuestro mismo ser se abre a la conciencia de las realidades sobrenaturales».
La fe es, pues, una obra sobrenatural que brota de una gracia santificante primaria y «sobrenatural en su misma sustancia» 64
Este habitus entitativo – conferido por el bautismo -, en relación con la fe, es la información y la actualización de su capacidad natural de receptividad espiritual o sobrenatural. Esta capacidad natural para lo sobrenatural existe desde Adán, imagen de Dios: el hombre, naturaleza teomórfica herida pero no destruida por el pecado, está pues naturalmente destinado a lo sobrenatural, aunque él mismo no pueda realizar su destino espiritual. Siendo espíritu por esencia, es decir, conocimiento, su ser consiste en conocer a Dios, como lo prueba «el verdadero Adán, Jesucristo, conocimiento eterno del Padre».
Esta capacidad natural de receptividad espiritual, este sentido de lo sobrenatural, es esencial; y los tiempos modernos ilustran claramente que la inteligencia y la voluntad no bastan. En efecto, «el intelecto bien puede aplicarse al conocimiento de la Fe, la voluntad bien puede querer […] creer en la Revelación», sigue siendo necesario que «lo sobrenatural tenga un sentido para mí«, que sea posible, concebible. No puedo creer que un círculo sea cuadrado, o que el trabajo no consuma energía, o que los árboles hablen… Y lo mismo vale para el orden sobrenatural que para el orden del conocimiento sensible:
- En este último, «no podemos conocer a priori la existencia de tal o cual realidad: la experiencia debe informarnos de ella; pero admitimos, o rechazamos a priori, la posibilidad de esta existencia, según nuestra concepción general de la realidad física.
- Del mismo modo, sólo la fe nos revela la existencia de un Dios encarnado y redentor que murió y resucitó, pero admitimos, o rechazamos a priori, la posibilidad según nuestro sentido de lo Real metafísico, es decir, nuestro sentido de lo sobrenatural.»
Es este instinto espiritual, esta connaturalidad con el universo de la fe, lo que permite «creer sin estar loco«, porque las realidades sobrenaturales «son esencialmente diferentes de todo lo que experimentamos en nuestra vida ordinaria y cotidiana». De ahí las fáciles afirmaciones de las grandes ideologías contemporáneas: cientificismo, marxismo y psicoanálisis, así como «la mayor convicción del modernismo: que la fe religiosa es una neurosis colectiva, la mentalidad infantil de una humanidad acientífica. 65
«El sentido de lo sobrenatural, actualizado en nuestro propio ser, en la esencia del alma, es un efecto de la gracia santificante del bautismo […:] participación sacramental en la muerte de Jesucristo y en su resurrección (Rm 6, 3 sq.).)», restauración de la naturaleza teomórfica, impresión del sello (2 Cor 1, 22), iluminación (Heb 6, 4), apertura del ojo del corazón según la promesa de Cristo: «el corazón puro verá a Dios» (Mt 11,29), la iluminación de los ojos del corazón (Ef 1,18)… Este sentido de lo sobrenatural es, pues, de naturaleza intuitiva, ciertamente «oscura e imperfecta en la condición carnal, pero intuición verdadera y directa, participación iniciada en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo»; es decir, en modo alguno acto de la razón natural.
Por el contrario, este sentido de lo sobrenatural es «un presentimiento que ilumina la voluntad y la lleva a mover la razón», «un espíritu de conocimiento subyacente a la sustancia de nuestra alma volitiva y racional». «Por su aspecto luminoso y cognoscitivo, este espíritu es de la misma naturaleza que la inteligencia objetiva de la fe; por su aspecto de inherencia subyacente y de instinto de lo sagrado, es de la misma naturaleza que la voluntad subjetiva de la fe». A partir de entonces, se opuso a dos reduccionismos:
- «la reducción voluntarista de la fe al fideísmo protestante»,
- y «la reducción intelectualista a un gnosticismo desviado».
Es, pues, «el principio de la verdadera gnosis» (cf. San Ireneo de Lyon y Clemente de Alejandría), «esa gnosis inicial e iniciática» que, desde hace dos mil años, todos los cristianos «poseen en la fe de su corazón, una fe por la que adquieren el sentido de las cosas de Dios«.
Con todo, este habitus entitativo permanente, cuya potencialidad es inherente a nuestra naturaleza teomórfica, puede perderse en cuanto a su actualidad. Si se actualiza por el bautismo -sacramento de la fe- como uno de los efectos de la gracia santificante que «ilumina los ojos de nuestro corazón» (Ef 1,18), es muy posible que el corazón se cierre y «esta gracia inicial del sentido de lo sobrenatural» se desvanezca. A partir de entonces, se debilitarán también la voluntad y la inteligencia de la fe y, si el corazón se cierra por completo, se borrará por completo incluso este reflejo, persistente durante algún tiempo, de la luz inicial, que se ha convertido así en superstición en el verdadero sentido de la palabra.
Lo que es cierto para una persona también lo es para toda una comunidad – ciertamente por influencia cultural, «pero también porque tiene que haber una razón de ser para la coexistencia de millones de seres al mismo tiempo» – y este borrado parece haber afectado a todo el Occidente cristiano en los dos o tres últimos siglos.
Cuando este sentido de lo sobrenatural, esta conciencia de una realidad que es ya «la sustancia de las cosas que esperamos» (Hb 11,1), desaparece bajo la sugerencia occidental moderna de que no hay «otra» realidad, ninguna realidad sobrenatural, nos encontramos ante esa «herejía que el Papa San Pío X llamó muy acertadamente modernismo«. Su rasgo distintivo es atacar «el acto de fe en su raíz», eliminar «la condición misma de posibilidad de toda fe»: una herejía ontológica e incluso metafísica -puesto que se refiere al ser (cristiano)-, «encrucijada de todas las herejías» 66
Este modernismo, que «hunde sus raíces en el propio mundo moderno y […] goza así de una especie de evidencia de facto difícilmente impugnable», si se demostrara totalmente, llevaría en el mejor de los casos al cristianismo a «un deísmo humanitario apenas distinguible de un ateísmo vagamente religioso»: un cristianismo ideológico, pues.
Gnosis doctrinal, fe y gnosis integral.
«El hombre es, por esencia, un ser primariamente intelectual, un ser primariamente de conocimiento, incluso del más humilde conocimiento sensible; por muy alto y fuerte que hable el deseo en su interior, habla a alguien que lo escucha y lo reconoce, y para quien tiene sentido o que lo repudia. El hombre nunca es una máquina de desear. Pero tampoco es una máquina creyente, un ‘autómata religioso’ que recibiría en su pura exterioridad una revelación y una salvación radicalmente heterogéneas a su naturaleza» 67.
La recepción de la revelación -la revelación sobrenatural- en la inteligencia del creyente requiere que ésta tenga una capacidad natural de inteligibilidad. «Al comprender la revelación, es también ella misma la que comprende la inteligencia […] y si esta autocomprensión no es una reducción idealista de lo revelado a las condiciones a priori de conocimiento del sujeto humano, es porque estas formas inteligibles se ordenan naturalmente a realidades metafísicas y sobrenaturales» 68
Este es el «momento gnóstico» del acto de fe: esta receptividad intelectiva a la revelación se enseña y se comunica a través del lenguaje; se trata, por tanto, de un acto de conocimiento que es, además, necesariamente especulativo. Pero, a partir de ahí, es imposible sustituir la palabra fe por la palabra gnosis. Con todo, no se trata de un simple ejercicio de la razón natural, sino de «la actualización de esas posibilidades teomórficas implícitas en la creación del hombre ‘a imagen de Dios’, […] una intelectualidad intrínsecamente sagrada […hecha] de estos logosï spermatikoï, de estas Formas del Verbo divino inseminadas en toda inteligencia (»la luz del Verbo [que] ilumina a todo hombre que viene a este mundo», Jn I, 9), y por tanto una especie de »revelación» interior y congénita, por inmanencia en el alma de estos iconos intelectivos que son las Ideas metafísicas»69
Esta gnosis doctrinal se basa en la conciencia del carácter sagrado de la intelectualidad metafísica y teológica. En cuanto intelectualidad, no es más que el acto natural de una inteligencia que obra según sus propias exigencias; «en cuanto sagrada, capta sus propios contenidos como una gracia del Verbo que irradia en ella». Por eso, ante todo, esta gnosis doctrinal -ordenada a la recepción de la revelación: una verdadera metafísica de la recepción- no es toda la gnosis; «las premisas gnósticas del acto de fe sólo adquieren su pleno sentido en la fe misma».
El fundamento escriturario de esta doctrina y, más en general, del orden necesario para que tenga lugar el acto de fe, se encuentra en el Prólogo del Evangelio de San Juan, muy precisamente en el orden en que se enuncia. En primer lugar, se enseña la ciencia metafísica necesaria para que la revelación tenga sentido para la inteligencia: el Verbo divino es la Gnosis eterna del Padre, y es este Verbo el que comunica a cada inteligencia humana su capacidad de iluminación cognoscitiva. Sólo entonces se revela que el Verbo «vino a él», que «se hizo carne», que «habitó entre nosotros», etc.
«Cuando, gracias a la luz de la gnosis, vemos la Luz hecha carne […], la luz inicial e iniciadora se desvanece en su misma transparencia, la presencia del Objeto divino ciega todo otro conocimiento, y la conciencia gnóstica debe, en cierto modo, renunciar a sí misma. Al renunciar a sí misma, la Gnosis se adentra, en cierto modo, en las tinieblas de la fe: lo que era luz (del conocimiento) se convierte en tinieblas (de la fe). Pero sólo mediante esta renuncia puede transformarse en su propia naturaleza, puede convertirse en su Objeto. Esto es lo que «rechaza el filosofismo, de Hegel a Heidegger, a saber, la absorción del conocimiento en su propio contenido trascendente» 70
La cabeza cortada del Precursor (San Juan Bautista) realiza la verdad de la «gnosis parcial», que San Pablo nos dice que es nuestra ahora (1 Cor. XIII, 12). San Pablo nos dice que es la nuestra ahora (1 Cor. XIII, 12); «al perder su «cabeza», la gnosis joánica entra en el misterio de la ignorancia infinita. El ser creado, el-que-no-es-Dios, se identifica con su propia ignorancia ontológica».
«Esta consumación de la gnosis parcial, que se convierte en desconocimiento, condiciona la realización de la gnosis integral. Ésta, como nos enseña San Pablo (1 Corintios XIII, 13), consiste en conocer como seremos conocidos». Así, no sólo se postula la reciprocidad analógica de la gnosis divina y humana, sino, fundamentalmente, su identidad esencial. «Cuando el intelecto es despojado de todo conocimiento particular, sumido en la ignorancia infinita, alcanza un estado de perfecta desnudez y de pura transparencia. Convertido así en lo que es en su esencia, nada en él puede oponerse a su investidura completa en la Gnosis divina. Dios se conoce a Sí mismo en este intelecto y como este intelecto, que se hace así uno con la Inmaculada Concepción que Dios tiene de Sí mismo. Por eso sólo María es la clave de este misterio de suprema Gnosis»71
Gnosis y teología.
La gnosis, o teología mística (en lenguaje cristiano), es, pues, conocimiento sagrado, según su objeto, que es la Esencia divina, y según su modo, que es la participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Esta participación, que es más una cuestión de ser que de saber, es una actualización que es necesariamente obra del Espíritu Santo. Esta actualización es el fundamento interno de la santa teología, del mismo modo que la Revelación es su fundamento externo. Sobre este doble fundamento, la teología especulativa es la objetivación mental de la teología mística, la expresión imperfecta de la contemplación perfecta. Y es esta imperfección de la teología especulativa la que exigirá su propia superación, la que invitará a la razón a someterse a la inteligencia espiritual y la que permitirá el acceso, por la gracia, a la gnosis. Y esta gnosis es el Reino de Dios, según la correspondencia entre «la llave de la gnosis» (Lc XI, 52) y «la llave del Reino de Dios» (Mt XXIII, 13), que fundamenta la identidad de la gnosis y del Reino de Dios en las Escrituras 72
Por eso la teología no puede ser obra de la pura razón racional (en el sentido de que un ateo podría ser teólogo), sino que debe ser mística. Mística, no en el sentido de que el teólogo deba aspirar a estados místicos, sino en el sentido de que debe ser consciente de que la luz de la inteligencia es «cuasi derivada de Dios» (Santo Tomás de Aquino), según la doctrina del conocimiento a la luz del Verbo que fundamenta la teología agustiniana y dionisíaca. «La conciencia de la naturaleza cuasi divina de la intelección humana actualizada en la luz que irradia el objeto de la fe, que es en sí mismo una concreción objetiva del Verbo […] impide al intelecto teológico] caer en las trampas de sus formulaciones. En el acto mismo del conocimiento, tal inteligencia saborea ya con razón algo del Espíritu Santo. Y eso es la gnosis» 73
Gnosis, de la ciencia al amor.
En este sentido, la verdadera gnosis no es una ciencia, sino una nesciencia, porque en esta gnosis suprema, es Dios quien se conoce a Sí mismo, en cuanto la inteligencia está perfectamente despojada de sí misma. Sólo el desconocimiento puede conducir al sobreconocimiento: «Si alguien cree saber algo, todavía no lo sabe como debe saberlo» (1 Cor VIII, 1-2). Y el único poder que puede llevar a cabo esta renuncia necesaria es el poder de la caridad, lo que significa que «la caridad es la puerta de la gnosis» 74
Según el deseo de Cristo, se trata de llegar a ser uno como el Padre y el Hijo son Uno, y el Amor es la unificación que precede a la Unidad; porque el amor es la sustancia de la gnosis, y la gnosis la esencia del amor. La dimensión gnóstica de la Caridad permite el desinterés radical del amor puro, y la Gnosis se centra en la Verdad, la única Verdad que entrega. «La Gnosis es el eje vertical, inmutable e invisible que la danza del amor envuelve como una llama».
La oración es, pues, la única actividad que corresponde a la dignidad del intelecto, y es el acto por el que el intelecto se da cuenta de su naturaleza deformada. La oración es, pues, la gnosis; «es el intelecto el que ora en el conocimiento y conoce en la oración» 75; el conocimiento es la oración del intelecto. La oración y la gnosis son, pues, los dos peldaños de la escala de Jacob que se encuentran en la infinitud de Dios.
Si hay etapas en esta escalera espiritual, son las del vaciamiento: deseos del cuerpo, pasiones del alma, pensamientos del espíritu. Así, las virtudes del cuerpo (somáticas) pueden conducir por gracia a las virtudes del alma (psíquicas), las virtudes del alma a las virtudes espirituales (pneumáticas) y las virtudes espirituales a la gnosis esencial.
El Amor y la Gnosis son el origen y el fin del camino. Habiendo alcanzado a Cristo, Gnosis eterna del Padre, por la caridad, participamos en su efusión de Amor, que es el Espíritu Santo. El intelecto, unificado por la caridad, «se eleva a una dignidad infinita, dignidad que posee en virtud de su misma naturaleza intelectual». Y «el intelecto desnudo es aquel que se consuma en la visión de sí mismo y que ha merecido comulgar con la contemplación de la Santísima Trinidad» 76.
Sólo «la desnudez del intelecto, o la ignorancia infinita (San Evagrio), o la nube del desconocimiento (San Denys) representan el modo no modal en el que la criatura puede hacerse inmanente a la trascendencia divina». Y «este modo no modal es el grado más alto de la caridad». Y «mientras el intelecto no sea Dios, su luz no es la verdadera Luz». Debe darse cuenta de su propia sustancia no divina, es decir, de su ignorancia ontológica. «Conocía este secreto la Santísima Virgen, que era la pura oscuridad en la que se encarnó la Luz del Mundo» 77
Conclusión.
Conocimiento racional y conocimiento intelectual.
Esta investigación nos ha mostrado cómo el conocimiento racional sólo puede ser una hipótesis plausible, y es formalmente una creencia del mismo modo que la prueba científica. Ello se debe a que, al tratar de un mundo que no está del todo ahí, sólo el símbolo establece el vínculo entre lo que se muestra (lo sensible) y lo que se oculta (lo inteligible o semántico). Reconocer esta «imagen», que participa ontológicamente de su modelo, es el único conocimiento posible del ser incompleto que se muestra.
Además, invertir la inversión kantiana, que sitúa la razón por encima del intelecto, permite darse cuenta del carácter puramente intelectual de este único conocimiento verdadero (por participación): la identidad (noética, no ontológica) del intelecto y lo inteligible o semántico, esa experiencia de sentido que pasa desapercibida pero que es la única que permite, aguas abajo, que los conceptos tomen forma en la razón. Es porque esta identidad sólo es noética que descubrimos su carácter vestigial: el conocimiento nunca es más que un re-conocimiento, un recuerdo del «Paraíso perdido».
Al hacerlo, descubrimos la dialéctica platónica como respuesta a los dos escollos (y tentaciones permanentes) de todo pensamiento, de todo discurso:
- Por un lado, el discurso parmenídeo que, al expresar exclusivamente el ser y, por tanto, lo verdadero, se vuelve transparente a sí mismo y confunde la realidad irreductible con el «lugar» donde se revela. Mientras que el logos (discurso y pensamiento) sólo permanece ordenado al ser si permanece otro que el ser al que apunta.
- Por el otro, el discurso sofístico, que, habiendo desvinculado el discurso de toda realidad ontológica, cree poder decir lo que es verdadero o falso a voluntad. Al final, sin embargo, puede revelarse su contradicción: apela implícitamente a la verdad que rechaza explícitamente.
Fe e inteligencia.
El análisis de la fe ha demostrado que ni la razón ni el conocimiento le son extraños. En particular, si su contenido objetivo (dogmática revelada) tiene sentido, es por esta identidad de naturaleza (sobrenatural) entre lo inteligible y la inteligencia. Por eso el agnosticismo religioso y el relativismo del conocimiento son inseparables en el modernismo (ningún enunciado especulativo puede tener significación ontológica, y ningún enunciado especulativo religioso puede tener significación objetiva para un ser relativo e histórico).
Además, la fe ha demostrado ser la primera de las virtudes, constituyendo el mínimo exigido al hombre en respuesta a la Iniciativa divina (Palabra y, por tanto, Verdad). Si el anuncio se dirige al intelecto, es la voluntad la que permite adherirse al contenido de lo que el intelecto recibe.
Ante todo, hemos visto la fe como «transparencia de la inteligencia», siendo la inteligencia – «sobrenatural por naturaleza»- la única modalidad del ser humano cuya naturaleza está en sintonía con la luz de la Verdad. Así pues, adherirse a la Palabra divina es hacerse a un lado y callar en y por sí mismo. Esto significa que no bastan la inteligencia y la voluntad, sino que es esencial esa capacidad natural de receptividad espiritual, ese «sentido de lo sobrenatural».
Gnosis.
Por último, se revela la doble paradoja del conocimiento metafísico: por una parte, el paso de lo ontológico (lo «cognoscible») a lo superontológico (lo «incognoscible») a través del símbolo; por otra, la «identidad contradictoria» entre la gnosis y la renuncia ontológica radical a todo conocimiento: el sacrificium intellectus inevitable de la «inteligencia que cierra los ojos» dionisíaca.
En particular, hemos visto que el hombre no puede ser una máquina de creer, un «autómata religioso». Así surgió el «momento gnóstico» de la fe, en el que la gnosis doctrinal permite aceptar la revelación. Pero, comunicada a través del lenguaje, esta gnosis doctrinal favorece un acto de conocimiento necesariamente especulativo. Así, esta gnosis debe renunciar a sí misma y, en cierto modo, entrar en la oscuridad de la fe: lo que era luz (del conocimiento) se convierte en oscuridad (de la fe). Y es precisamente en esta renuncia donde puede convertirse en su Objeto (que es lo que rechaza el filosofismo, de Hegel a Heidegger: la absorción del conocimiento en su propio contenido trascendente). Esto es lo que enseña la cabeza cortada de San Juan Bautista: la entrada en el misterio de la ignorancia infinita (el ser creado, el que no es Dios, se identifica con su propia ignorancia ontológica).
Esta consumación de la gnosis parcial, que se convierte en desconocimiento, condiciona la realización de la gnosis integral: «conocer como seremos conocidos» (1 Cor. XIII, 13). Sólo el intelecto, despojado de todo conocimiento particular, alcanza un estado de pura transparencia, que es su verdadero núcleo, donde nada puede interponerse a su inversión completa en la Gnosis divina: Dios se conoce en este intelecto y como este intelecto, que se hace así uno con la Inmaculada Concepción que Dios tiene de sí mismo (misterio de la Gnosis suprema, de la que sólo María es la clave).
Notas
- cf. Kant, reflexión titulada Canon de la razón pura, capítulo III Vom Meinen, Wissen und Glauben (Sobre la opinión, la ciencia y la fe).[↩]
- «La razón pura puede ser práctica por sí misma y realmente lo es, como lo prueba la conciencia de la ley moral» escribe Kant, en Razón práctica, Dial., cap. II, iii.[↩]
- cf. La obra de Kant La religión dentro de los límites de la simple razón.[↩]
- cf. Jean Borella, Lumières de la théologie mystique, coll. Delphica, L’Âge d’Homme, Lausana, 2002, ISBN 2-8251-1440-5, p. 60.[↩]
- Crítica de la razón pura, Prefacio a la 2ª edición, Ak., III, p.19; Œuvres philosophiques, «la Pléiade», t. I, p.748.[↩]
- cf. Jean Borella, Le sens du supernaturel, Ad Solem, Ginebra, 1996, ISBN 2-940090-13-0, p.46, nota 8.5.[↩]
- cf. La equivalencia de ratio e intellectus en la Segunda Meditación Metafísica.[↩]
- Jean Borella, La charité profanée, Éd. du Cèdre, 1979, pp.126-127.[↩]
- «Todo nuestro conocimiento comienza con los sentidos, pasa de ahí al entendimiento y termina con la razón. [Hemos definido el entendimiento como la potencia de las reglas; aquí distinguimos la razón del entendimiento llamándola potencia de los principios», Crítica de la razón pura (tr. P. Alexandre J.-L. Delamarre y François Marty en Œuvres philosophiques, ed. Ferdinand Alquié), tomo I, París, Gallimard, la Pléiade, 1980, pp.1016-1017.[↩]
- Crítica de la razón pura, trad. Tremesaygues y Pacaud, P.U.F., p.226.[↩]
- Por ejemplo: «No puedo dudar de nada de lo que la luz natural me muestra como verdadero […] Y no tengo en mí ninguna otra facultad, o poder, para distinguir la verdad de la falsedad, que pueda enseñarme que lo que esta luz me muestra como verdadero no lo es, y en la que pueda confiar tanto como en ella», Méditations, AT IX-1, p.30.[↩]
- Jean Borella, Lumières de la théologie mystique, op.cit., p.106.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, coll. Delphica, L’Âge d’Homme, Lausana, 1990, p.31, nota 37.[↩]
- Ibidem, p.41.[↩]
- Esta interpretación reduccionista oculta, a Aristóteles, su sobrenaturalismo de las formas inteligibles: Aristóteles dice que «la inteligencia entra por la puerta» o «desde fuera» (Sobre la generación de los animales I, 3, 736a, 27-b 12).[↩]
- Ibidem, p.46.[↩]
- En La science et l’Hypothèse, 1902, p.244[↩]
- «Nada sucede si no hay una causa o al menos una razón determinante, es decir, algo que permita explicar a priori por qué existe y no existe, y por qué es así y no de otra manera», Essais de théodicée, 1° partie, § 44, Garnier-Flammarion, París, 1969, p.128.[↩]
- La falta de predicción individual se compensa con una predicción global, una «ley de los grandes números [, que] sólo puede deducirse de hipótesis deterministas, y las proposiciones del cálculo de probabilidades no tienen valor a menos que las probabilidades sean regularidades enmascaradas por complicaciones», en Connaissance et Erreur, p.279.[↩]
- Fernando Gil, Preuve (épistémologie), en Encyclopædia Universalis, 1985, corpus 15, p.109.[↩]
- En La géométrie et l’expérience, p.4.[↩]
- Aquí seguimos a Jean Borella en Penser l’analogie, Ad Solem, Ginebra, 2000, p.143.[↩]
- Ibid., pp.147 y ss.[↩]
- Jean Borella, Penser l’analogie, p.150.[↩]
- Gorgias, B III, 84; Dumont, Les Présocratiques, la Pléiade, p.1026; ibid., p.155.[↩]
- Penser l’analogie, p.156.[↩]
- Penser l’analogie, pp.158-159.[↩]
- Penser l’analogie, p.159.[↩]
- Ibid., p.161.[↩]
- Aquí seguimos a Jean Borella, en su Ésotérisme guénonien et mystère chrétien, coll. Delphica, L’Âge d’Homme, Lausana, 1997, cap. II, § iv – L’intuition des essences comme expérience sémantique, pp.47-51.[↩]
- Ibidem, p.49.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Ibidem, p.51.[↩]
- Aquí seguimos a Jean Borella en Le sens du supernaturel, op.cit.[↩]
- «Por eso, como señala Paul Evdokimov, los fallos subjetivos de un creyente no afectan al valor objetivo de su fe. El verdadero sujeto de la fe no es el individuo aislado, sino su ‘yo litúrgico’, el lugar transubjetivo de la revelación de la fe» (cf. L’amour fou de Dieu).[↩]
- Le sens du surnaturel, pp.85-92.[↩]
- Ibid., pp.94-95.[↩]
- Ibid., p.96.[↩]
- Ibid., p.97.[↩]
- Ibid., p.98[↩]
- Ibid., p. 100[↩]
- Ibid., p.101.[↩]
- cf. Vladimir Lossky, Essai sur la théologie mystique de l’Église d’Orient[↩]
- cf. Paul Evdokimov, L’amour fou de Dieu.[↩]
- Traité de l’oraison, San Evagrio Póntico, 60.[↩]
- Aquí seguimos a Jean Borella en La charité profanée, op.cit., cap. 1, §1 pp. 39-41.[↩]
- Ibid. Este resumen del pensamiento de Jean Borella sobre este tema se publicó en Bruno Bérard, Introduction à une métaphysique des mystères chrétiens, L’Harmattan, París, 2005[↩]
- Lumières de la théologie mystique, p.92. Énfasis añadido.[↩]
- Lettres de monsieur Étienne Gilson au père de Lubac, le Cerf, 1986, pp.75-76 Lumières de la théologie mystique, p.93.[↩]
- Roques, Structures théologiques. De la gnose à Richard de Saint-Victor, P.U.F., p.166. También: Denys, Œuvres, EP. VIII, 1193 A, p.343; ibidem.[↩]
- Ibidem, p.93. «El Espíritu es el del Padre, y el del Hijo, y el nuestro», dice San Agustín (De Trinitate, V, 14.[↩]
- La charité profanée, pp.121-122.[↩]
- Cf. Raymond Ruyer, L’Animal, l’Homme et la Fonction symbolique, Gallimard, 1964; ibidem, p.122.[↩]
- Ibid.[↩]
- Ibid., p.123.[↩]
- Ibid. p. 124.[↩]
- Ibid., p.131. A menos que se produzca una verdadera «pneumatización del intelecto», el intelecto no es más que el aspecto cognoscitivo de la mente y, aunque por ello sea esencialmente idéntico a ella, la experiencia ordinaria no es nunca la del intelecto solo. Esta «pneumatización del intelecto», que permite la identidad del intellectus y del spiritus (como muestra, por ejemplo, el maestro Eckhart), es precisamente el tema de la última parte de La charité profanée.[↩]
- La crise du symbolisme religieux, p. 281.[↩]
- Ibid., pp. 281-283.[↩]
- Le sens du surnaturel, pp. 8-14.[↩]
- Ibid. p.60.[↩]
- Ibid. p.68.[↩]
- Abbé Berthier, Abrégé de théologie dogmatique et morale, n. 745; ibid. p. 61; el subrayado es nuestro.[↩]
- Ibid. pp. 62-65.[↩]
- San Pío X, Encíclica Pascendi (1907).[↩]
- Jean Borella, La gnose au vrai nom, Revue Krisis n° 3, septiembre de 1989.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Ibidem.[↩]
- Seguimos a Jean Borella en La charité profanée, op.cit,cap. XXII, Amour et gnose dans l’intellect pneumatisé, pp. 387-408, que se basa, entre otros, en Les Stromates de saint Clément d’Alexandrie (140-200) y en Le traité de l’Oraison de saint Évagre le Pontique (346-399), especialmente para este último, en las traducciones y comentarios del padre Hausherr en Les leçons d’un contemplatif, Beauchesne, 1960.[↩]
- Jean Borella, «Gnose chrétienne et gnoses anti-chrétiennes», La Pensée catholique, nº 193, 1981, p. 53.[↩]
- San Evagrio el Póntico, Lettre à Anatolios, P.G., vol. XL, col. 1221 C.). De nuevo, seguimos a Jean Borella en La charité profanée.[↩]
- San Evagrio el Póntico, Centurias IV, 43.[↩]
- Padre Hausherr, Les leçons d’un contemplatif.[↩]
- Jean Borella, La charité profanée.[↩]