Introducción

Desde mediados del siglo XXe hasta nuestros días, el pensamiento de Jean Borella ha alcanzado por fin su plenitud. Marca para nosotros, en primer lugar, un viraje en la historia del pensamiento – lo que podríamos llamar: «el retorno de la metafísica»1. En segundo lugar, marca (el principio de) el fin de tres siglos de racionalismo reductor, en particular, el del estructuralismo. Por último, reabre el camino a un pensamiento libre sobre lo visible y lo invisible, que podría caracterizarse como un «platonismo rectificado por Agustín»2. Por supuesto, para existir (es decir, para ser formulado y, sobre todo, para ser escuchado), dicho pensamiento debe necesariamente estar a la vez en consonancia y en desacuerdo con el pensamiento contemporáneo:

  • Está en fase, o en resonancia, con estas reflexiones de las ciencias, que, tras haber consumado el fin de su positivismo atroz, toman conciencia -no sin polémica- de sus presupuestos metafísicos; o con el abandono, por parte de ciertos sociólogos, del relativismo absoluto (que se había convertido en la regla pospositivista), como con el abandono de un discurso pretendidamente objetivo y supuestamente puramente descriptivo; o con los numerosos enfoques interdisciplinarios -que unen ciencias y filosofía en particular; o simplemente, por último, en resonancia con el pensamiento popular, que por fin se ha reconciliado con la revolución de la física a principios del siglo XXème (relatividad general, física cuántica) y, con menos necesidad de recurrir en masa al esoterismo más heterodoxo, puede encontrar el camino de vuelta al cristianismo, después de que el budismo, en la fase anterior, pudiera haber parecido representar la única salida, el único camino posible3.
  • Pero también es una ruptura con el pasado, porque era necesario formular filosóficamente este pensamiento integral, aunque fuera simplemente un retorno -aunque informado- al pensamiento prerracionalista, o al platonismo rectificado por San Agustín ya mencionado. Más estrictamente filosófico, se trata de un realismo simbólico («es la idea del símbolo la que nos permite pensar la idea de la realidad»4 y de una metafísica del símbolo (ontología, noética y ritualismo del símbolo), que constituyen el cuerpo de la doctrina borelliana y, nos parece, constituyen una ruptura con el pasado.

Tal formulación filosófica era tanto más necesaria cuanto que ya era hora de responder por fin a la formulación de Kant que, durante tres siglos, ratificó la reducción del cosmos por Galileo a ese fisicalismo geométrico ya superado (aunque sólo un mitocosmos puede enseñarnos algo), así como esta reducción luterana de una justificación forense o extrínseca (a su vez sólo «justificada» por una exclusión recíproca de lo natural y lo sobrenatural, cuya petición de principio no puede constituir en modo alguno una justificación).

A primera vista, el pensamiento borelliano parece naturalmente difractado en una obra polifacética. Sin embargo, en su aspecto más doctrinal, se revela de una gran sencillez -o de una gran unidad- ligada a una coherencia indefectible. En efecto, ya se trate de teología trinitaria5, de filosofía del símbolo6 o la metafísica de la analogía7, el sentido de lo sobrenatural((cf. Jean Borella : Le sens du supernaturel, Ad Solem, Genève, 1996.)) o la teología mística8, nos parece que los elementos fundadores de este pensamiento pueden resumirse, sin reducción abusiva, en una distinción clave (entre razón e inteligencia) y un rechazo a dejarse atrapar por las tres oposiciones favoritas pero falsas de cierto pensamiento modernista (lo natural y lo sobrenatural, lo simbólico y lo real, la creencia y el conocimiento).

Una distinción clave: razón e inteligencia

Esta distinción clave, el fundamento mismo de la apertura borelliana (¡no queremos hablar de un edificio!), nos parece la que se niega a confundir inteligencia y razón, que siempre se han distinguido, salvo en la era moderna. En efecto, este doble aspecto de la mente puede parecer sutil, pero la razón -la norma del pensamiento discursivo, doblemente sujeta al objeto que observa y a la lógica que rige su funcionamiento- no puede equipararse a la intuición intelectual. Si la razón despliega el razonamiento, es efectivamente la inteligencia la que lo comprende, y nadie puede obligar a nadie -ni siquiera a uno mismo- a comprender lo que sigue siendo incomprensible9. El proceso de adquisición del conocimiento (y de establecimiento de su validez) no es ciertamente intuitivo: para descubrir lo que no conoce, la mente procede discursivamente, por investigación, razonamiento, deducción, pero el acto propio del conocimiento «sólo puede ser la recepción directa de lo inteligible dado»10. El acto cognitivo como tal es aquel «por el que un objeto conocido se une directamente a un sujeto que conoce, en una especie de transparencia recíproca que es la experiencia misma de lo inteligible»11. Esta simple distinción tiene importantes consecuencias antropológicas, cosmológicas, metafísicas y teológicas:

Consecuencia antropológica

Esta primera consecuencia es el evidente restablecimiento de una antropología ternaria12, mientras que el dualismo cartesiano parecía haber sido curiosamente refrendado por todos sin discusión (incluso en algunos de los discursos religiosos más oficiales de la actualidad). En efecto, dado su estado psico-corpóreo, es ciertamente cierto que para el hombre «nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu» (nada hay en el intelecto que no estuviera primero en los sentidos) pero, sólo en la medida en que añadamos la corrección leibniziana: «nisi ipse intellectus» (si no el intelecto mismo)13 ! Incluso Aristóteles, que inauguró la ciencia en su vertiente más racionalizadora, señaló en su época que «el intelecto entra por la puerta» o «desde fuera»14. Esto significa que el intelecto habla su propio lenguaje, el que le es natural, y que por lo tanto tratará con naturalidad, incluso con las cosas sobrenaturales; pues si está «en casa» en todos estos ámbitos, es porque no está naturalmente en ninguna parte15.

Consecuencia cosmológica u ontológica

A partir de ahí, podemos redescubrir el papel de esta inteligencia que es «sentido de lo real»: el acto intelectual primario es esencialmente intuición de lo real como tal, conciencia de que hay realidad o, dicho de otro modo: el ser tiene sentido para la inteligencia16. Nuestra «conciencia de inteligibilidad», nuestra «experiencia semántica», es esta constatación de que la idea de ser tiene su repercusión semántica en nuestra inteligencia, aunque esto no pueda explicarse por ninguna génesis. Esta disposición metafísica es por tanto innata e inmediata; y es precisamente la inmediatez de esta experiencia ontológica lo que la hace directamente inaccesible para nosotros, del mismo modo que no podemos ver la luz que nos hace ver, salvo indirectamente17.

Por todo ello, no es el ser mismo del objeto conocido lo que se recibe en el intelecto, sino su modalidad inteligible, despojada de la existencia individual propia del objeto; «el acto de conocimiento sólo se realiza, pues, al precio de una especie de desrealización». Sin embargo, este «conocimiento es real, es incluso la función de lo real por excelencia»: «sólo hay ser para el conocimiento». Esto es lo que hace paradójica la situación del intelecto: está a la vez fuera de lo real y vinculado a lo real. Es, por tanto, esta iluminación de otra parte; es, por tanto, de otra naturaleza, de otro grado de realidad de aquello que ilumina. Jean Borella diría que «el contenido cognitivo del intelecto excede el grado de realidad de su manifestación: en otras palabras, [que] es trascendente a ella»18.

Consecuencia metafísica

Si la consecuencia «ontológica» precedente ya era propiamente metafísica (pero ¿hay algo verdaderamente cosmológico que no sea metafísico?), es que esta intuición innata del sentido del ser parece ser en nosotros la «memoria» de nuestro origen ontológico. Cuando el ser creado está dotado de inteligencia, no puede dejar de llevar en sí, en la sustancia de su espíritu, el recuerdo de este «acontecimiento ontológico» en el que el Ser le dio el ser. Si la inteligencia puede definirse como el sentido del ser o de lo real, es porque esta idea del ser aparece entonces como primaria y, en última instancia, se identifica con la idea del Ser primario, «el resto de la experiencia supraconsciente de Dios en el momento intemporal de nuestra creación»19.

Aquí es donde entra en juego el símbolo. Lo que el filósofo desea es el conocimiento total y perfecto, «el cumplimiento por fin de la promesa inscrita en la sustancia misma de su inteligencia»; significa unirse a lo que conoce. Ahora bien, a través de la experiencia del símbolo, el «objeto semántico» por excelencia, la puerta visible que invita a acceder a lo invisible, «retrocedemos» en el interior de lo sensible hasta lo inteligible que lo funda, a la vez que somos conducidos a descubrir lo sensible en lo inteligible. La existencia es entonces finalmente «reconciliada y reintegrada en su esencia», y es aquí donde se cumple la promesa de la inteligencia. Pues «no basta con conocer lo que es, también debemos ser lo que conocemos». Ahora bien, para conocer lo que es, si estuviera ausente de las realidades corpóreas de las que somos, tendríamos que abstraernos mediante el éxtasis o la muerte; si lo corpóreo -limitado, contingente, histórico- permaneciera ininteligible, toda la filosofía sería vana y con ella la inteligencia humana. Por otra parte, si la naturaleza de la inteligencia reside en su «instinto de lo Real», en su esperanza del Ser total, entonces la perfección del conocimiento es efectivamente esta unidad del conocer y de lo conocido (su acto común, dice Aristóteles), y por tanto del conocer como tal y de lo conocido como tal.

Es esta metafísica del ser simbólico -que se descubre gracias al discurso religioso- la que permite que el logos filosófico (el pensamiento, el discurso) no sea un discurso completamente desconectado de la realidad o que flote por encima de ella, apoyándose únicamente en su coherencia interna para atreverse a esperar reflejarla más o menos; dicho de forma positiva, esta metafísica del ser simbólico permite, por el contrario, «la inteligencia y la fe, la filosofía y la religión, la razón y la revelación» 20.

Consecuencia teológica o espiritual

Puesto que el intelecto es sobrenatural por naturaleza, es por tanto metafísico en esencia. Así, «en Santo Tomás, todo el misterio divino está ya presente en la naturaleza misma del intelecto»21, del mismo modo, para Dionisio y los platónicos, el intelecto (noûs) es ya algo divino (théios)22. Por eso Agustín pudo decir: «el Espíritu es el del Padre y el del Hijo y el nuestro» (De Trinitate, V, 14.).

Hemos visto que la paradoja del intelecto consiste en que sólo puede recibir el conocimiento de todo porque no es ninguna de las cosas que conoce. Del mismo modo, la paradoja del conocimiento consiste en que «es una fusión anticipada de sujeto y objeto, pero [sólo] la anticipa porque no la realiza». Esto se debe a que, para lograr tal fusión, es necesaria una auténtica «pneumatización del intelecto», ya que, de lo contrario, el intelecto nunca es más que el aspecto cognitivo de la mente y, aunque por tanto sea esencialmente idéntico a ella, la experiencia ordinaria nunca es más que la del intelecto solo. Por otra parte, tal «pneumatización del intelecto» permitirá revelar la connaturalidad o identidad esencial del intellectus y del spiritus, como muestra, por ejemplo, el maestro Eckhart23.

Entonces, ¿cuál es la relación entre el espíritu (pneuma) y el intelecto (noûs) – siendo el espíritu la vida divina en la criatura y el intelecto esta facultad «naturalmente sobrenatural» del conocimiento? La respuesta es sencilla: como capacidad de conocimiento puro, el intelecto permite al ser humano entrar inteligiblemente en contacto con realidades que están ontológicamente más allá de él pero que, sin él, no tendrían sentido y permanecerían como si no existieran. Así pues, necesitamos intelectualizar lo espiritual para captar los misterios del Espíritu. Pero también necesitamos una pneumatización del intelecto para «dar vida y realidad a lo que es un conocimiento meramente especulativo y, por tanto, impotente». Es esta «pneumatización del intelecto la que transformará el intelecto especulativo en intelecto operativo»24. Sólo entonces «recibiréis la fuerza para comprender, con todos los santos, la Anchura, la Longitud, la Altura y la Profundidad; conoceréis el Amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ep., IV, 16-19.)25. Ese conocimiento, que supera todo conocimiento, se llamará gnosis (o teología mística). Puesto que se trata más de ser que de conocer, tal actualización será necesariamente obra del Espíritu Santo. Así, la verdadera gnosis no es una ciencia sino una nesciencia, ya que, en esta gnosis suprema, es Dios quien se conoce a sí mismo, en cuanto la inteligencia se despoja perfectamente de sí misma. Sólo el desconocimiento puede conducir al sobreconocimiento.

Conclusión

Para concluir sobre esta distinción entre razón e inteligencia (y las consecuencias que conlleva), podemos ver claramente que es en efecto la llave que reabre las puertas del hombre, del mundo y de Dios (que Kant había cerrado filosóficamente al promover la razón y negar la inteligencia): un hombre que redescubre todas sus dimensiones, una realidad doblemente ontológica y semántica que la inteligencia nos permite recordar, así como ese más allá del ser (o Realidad última) que trasciende necesariamente todo lo que sólo se puede conocer y que podemos, por gracia, «encontrar», a condición de que la inteligencia cierre entonces los ojos (cf. San Dionisio Areopagita), el final evidente del viaje al que nos había invitado «desde fuera».

Tres falsas oposiciones

Hoy en día es bien sabido que pensar demasiado exclusivamente en términos de conceptos o categorías prefabricados conduce a menudo a un pensamiento mecánico de escaso interés. Hay muchos ejemplos de tales categorías, como la pseudoagrupación de las «religiones del libro» para designar sólo a algunas de las religiones que tienen libros sagrados, sin haberse dado cuenta, las más de las veces, de que, comparando el cristianismo y el islam, por ejemplo, si la Virgen puede corresponder al Profeta, ambos receptores de la Palabra de Dios, entonces es a Cristo (Palabra hecha hombre) a quien puede «corresponder» análogamente el Corán (palabras de Dios dictadas por el arcángel Gabriel)26, o la designación del pseudogrupo de los «monoteísmos», que supuestamente incluye a la Trinidad cristiana y sirve esencialmente para excluir a las «verdaderas» religiones, las de Oriente que, sin embargo, en sus formulaciones metafísicas, no tienen absolutamente nada de politeístas27. Los profesionales de la ciencia económica no son inmunes a estas trampas, ya que los conceptos de crecimiento indefinido o productividad macroeconómica, aunque muy utilizados -directa o implícitamente- no son más que un completo disparate (para la propia ciencia económica). También podríamos mencionar las numerosas «etiquetas» que permiten ignorar las siempre necesarias redefiniciones, y de las que no siempre escapa ni siquiera la filosofía, como «tradicionalistas», «ontólogos», «gnósticos», «racionalistas», «empiristas», etc. En el contexto de este ensayo, una vez comprendida esta distinción entre razón e inteligencia, hay al menos tres oposiciones facticias del pensamiento moderno que caen por su propio peso: lo natural y lo sobrenatural, lo simbólico y lo real, la creencia y el conocimiento, y que parece útil dejar claras.

Lo natural y lo sobrenatural

Evidentemente, si la inteligencia es «naturalmente sobrenatural», si es un sentido de la realidad, y si el final del viaje al que nos invita es esa Realidad última que está más allá tanto de la pura ontología como de la pura semántica, entonces realmente ya no tiene sentido utilizar esta oposición demasiado artificial. Por supuesto, no se trata aquí de negar la distinción naturaleza-supernaturaleza, sino sólo su supuesta oposición irreductible.

Surgió por primera vez en la Edad Media, bajo la forma de razón natural frente a revelación sobrenatural, cuando se quiso marcar la diferencia entre las afirmaciones teológicas apropiadas hechas antes del cristianismo por un Aristóteles, y las mismas afirmaciones procedentes de la Revelación y las Escrituras. El hecho es que mantener tal oposición sería, en última instancia, ¡dotar al hombre de una razón autónoma, capaz de funcionar con sus propios recursos y según sus propias exigencias! Ahora bien, como ha mostrado la distinción entre inteligencia y razón, la razón es un «mecanismo inteligente», ordenado al intelecto, que a su vez está fundamentalmente ordenado, en su deseo de conocimiento perfecto, a la contemplación de la Realidad incondicionada.

Esta oposición ha resurgido más recientemente, a raíz de las consecuencias filosóficas del racionalismo kantiano (y de la ideología revolucionaria), bajo la forma de naturaleza pura frente a sobrenaturaleza pura. Se trata de la consecuencia residual de un aristotelismo exagerado, en el que el naturalismo excesivo tiende a considerar a los seres «como un sistema rígido de naturalezas completas», «plenamente coherentes en su orden» -concepción según la cual «la naturaleza excluye de sí misma a la sobrenaturaleza»-, mientras que la naturaleza no puede ser en sí misma completa, autónoma o acabada: de hecho no hay «naturaleza pura», «salvo en Dios, a nivel de las Ideas eternas de las que el Verbo es la síntesis prototípica». Por eso la naturaleza no puede encerrarse en sí misma en su «suficiencia ontológica», encerrarse en su realidad física y puramente material, volverse impermeable a la gracia. Por el contrario, el sentido de lo sobrenatural es esta «conciencia de una carencia radical en la sustancia misma del orden natural humano, la conciencia de una relativa incompletud»; es también «comprender que ‘el hombre sobrepasa infinitamente al hombre'».

Esta es también la razón por la que la posible recepción de la gracia de la fe requiere necesariamente una apertura en nuestra propia naturaleza. Puesto que la proposición de la fe se dirige (ante todo) al intelecto, «es necesario suponer en él una capacidad innata, por mínima que sea, para encontrar sentido a lo sobrenatural»28. En efecto, «la inteligencia bien puede aplicarse al conocimiento de la Fe, la voluntad bien puede querer […] creer en la Revelación», sigue siendo necesario que «lo sobrenatural tenga un sentido para mí«, que sea posible, concebible. No puedo creer que un círculo es cuadrado, o que el trabajo no consume energía, o que los árboles hablan… Y lo mismo se aplica al orden sobrenatural que al orden del conocimiento sensible. En este último caso, «no podemos conocer a priori la existencia de tal o cual realidad: la experiencia debe informarnos de ella; pero admitimos, o rechazamos a priori, la posibilidad de esta existencia, según nuestra concepción general de la realidad física. Del mismo modo, sólo la fe nos revela la existencia de un Dios encarnado y redentor que murió y resucitó, pero admitimos, o rechazamos a priori, la posibilidad según nuestro sentido de lo Real metafísico, es decir, nuestro sentido de lo sobrenatural.»

Es este instinto espiritual, esta connaturalidad con el universo de la fe, lo que hace posible «creer sin estar loco«, porque las realidades sobrenaturales «son esencialmente diferentes de todo lo que experimentamos en nuestra vida ordinaria y cotidiana». De ahí las fáciles afirmaciones de las grandes ideologías contemporáneas: el cientificismo, el marxismo y el psicoanálisis, así como «la mayor convicción del modernismo: la fe religiosa es una neurosis colectiva, la mentalidad infantil de una humanidad acientífica»29. Por el contrario, el sentido de lo sobrenatural es de naturaleza intuitiva, ciertamente «oscura e imperfecta en la condición carnal, pero una intuición verdadera y directa, una participación inicial en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo»; es decir, en modo alguno un acto de la razón natural. Cuando este sentido de lo sobrenatural, esta conciencia de una realidad que ya es «la sustancia de las cosas que se esperan» (Heb 11:1), es borrada por la moderna sugerencia occidental de que no existe «otra» realidad, ninguna realidad sobrenatural, nos encontramos en presencia de esa «herejía que el Papa San Pío X llamó con toda razón modernismo» 30. Como consecuencias filosóficas, queda por añadir que «la exclusión recíproca de los órdenes natural y sobrenatural no sólo es ruinosa para el cosmos sagrado y la interioridad espiritual, también es destructiva, a largo plazo, de la realidad humana como tal». De ahí la «muerte del hombre» que sigue naturalmente a la «muerte de Dios»31, ¡que ha constatado la filosofía modernista!

Lo simbólico y lo real

El hecho de que «simbólico» se utilice a veces en el sentido de irreal no significa que este uso deba respaldarse inmediatamente. La razón analítica bien puede elaborar divisiones y oposiciones, pero la verdad de lo real es necesariamente una, «inseparablemente histórica y simbólica, visible e invisible, física y semántica» 32. Así, para que lo real y lo simbólico no se excluyan mutuamente, basta con reconocer que la percepción sólo nos da conocimiento de un modo de lo real: la corporeidad, mientras que existen otros. En particular, basta con que la materia de los cuerpos tenga una naturaleza ontológicamente espiritual sin poner en duda la realidad de su corporeidad.

A la inversa, la convicción de la exclusión recíproca de lo real y lo simbólico puede llevar a un Bultmann a afirmar «que los hechos sagrados y los milagros son físicamente imposibles y teológicamente falsos», ¡de modo que debemos, «para salvar nuestra fe, interpretarlos como meras figuras del discurso religioso»! Pero al hacerlo, el pensamiento bultmano-modernista ignora el paradigma que lo impulsa: la concepción de la materia y de la realidad física derivada del materialismo científico, una ideología que ya estaba desfasada hace un siglo (Relatividad, física cuántica)33.

Por otra parte, habiendo excluido el materialismo, el realismo clásico y el idealismo, incapaces los tres de decir lo que es la realidad de lo real físico, podemos tomar conciencia del «modo de presencia» que son las cosas y al mismo tiempo, siendo su esencia sólo en el orden de la esencia -es decir, en Dios-, de su ausencia. «Así, todos los seres, todas las realidades, son a la vez profecía arquetípica (o revelación) (en la medida en que realizan un modo de presencia) y reminiscencia arquetípica (o memorial) (en la medida en que todo modo implica una cierta ausencia de aquello que modaliza): por eso todo ser creado anuncia el arquetipo del que es manifestación y nos llama, a través de la reminiscencia que despierta en nosotros, a remontarnos a él»34.

Así es como la ontología platónico-borelliana se despliega como realismo simbólico. Haciendo presente la realidad que significan al tiempo que revelan su ausencia, los seres de la creación se identifican así con los símbolos, y la realidad simbólica y la realidad física ya no se oponen. El símbolo ya no es un signo arbitrario (puesto que se identifica con la realidad que simboliza) y la realidad física ya no es un puro «ser-ahí», un impenetrable en-sí, ya que está constituida en su subsistencia – subsistentia((Jean Borella sugiere escribir ‘subsistencia’ (del latín subsistentia) con una e, cuando el término designa el hecho de subsistir (permanencia en el ser), para distinguirlo de los medios de subsistencia del hombre (los alimentos) y de la administración militar35 – por una esencia, una «forma semántica». Mostrar que los seres son símbolos, que el ser es analógico, que la ontología misma es así fundamentalmente analógica36; mostrar que su fundamento metafísico se encuentra por tanto más allá del ser, en una meontología (meta-ontología) de la Relación (la Relación de Dios con su Ser, en primer lugar), que la Otredad es el Análogo inverso de la Identidad y el análogo directo de la Afirmación de la Identidad, o que la Identidad suprema, más allá de las esencias, más allá del Ser y del No-Ser, es pura Analogía37, ¿no supone esto una ruptura definitiva con todos los sistemas de separación? ¿No significa redescubrir, en esta semanticidad del ser, «la unidad del ser y del conocer, la ontonesis en la que el ser y el conocer están indisociablemente unificados»38.

Este pensamiento ontológico sobre el ser-símbolo procede así de un planteamiento filosófico abierto a la totalidad del mundo: su naturalidad y su sobrenaturalidad, que, como hemos visto, ya no son irreductiblemente oponibles. Esto conduce a rechazar todos los reduccionismos que representan las diversas concepciones del mundo basadas en una exclusión recíproca de lo real y lo simbólico.

Pero esta intuición metafísica bien puede lograrse, queda para el trabajo filosófico elaborarla y para el filósofo compartirla. Es necesario abandonar no sólo el materialismo, que no puede decir cuál es la realidad de la realidad física (ya que, en el mejor de los casos, observa una supuesta realidad física y decide que no hay nada que buscar más allá de esta observación), sino también esta alternativa realismo-idealismo, que sólo tiene sentido si no hay más realidad que la materia, si no hay más modos de realidad que el modo material. En segundo lugar, basta con considerar «la esencia como una unidad inteligible, transespacial y transtemporal»; en efecto, ¿no son la esencia-león o la esencia-roble, por ejemplo, realidades aún más reales que los ejemplos corpóreos -tal león, tal roble- que sobreviven? En cualquier caso, esto es lo que hace la presencia de las cosas corpóreas (la inmanencia de su arquetipo) y, al mismo tiempo, su ausencia relativa (la trascendencia de su esencia) 39.

A partir de ahí, sólo queda «llevar a la razón moderna a aceptar la necesidad de esta metafísica», mostrándole los callejones sin salida a los que conduce el rechazo del simbolismo sagrado. Esto puede hacerse siguiendo el razonamiento borelliano:

  • Si las formas sagradas no son mensajes de lo Trascendente, entonces son meras producciones inconscientes de la conciencia humana.
  • Pero, sea cual sea la génesis de este proceso de alienación, constituye «una tesis rigurosamente contradictoria»: en efecto, ¿cómo podría esta alienación de la conciencia supuestamente universal («el principio oculto de su génesis reside en la situación estructural de esta conciencia») escapar «milagrosamente» a la conciencia de la persona que formula esta tesis, permitiéndole tener sentido?
  • Por lo tanto, la ilusión de lo sagrado ya no es ni estructural ni universal, puesto que adolece de excepciones, y la llamada «alienación ineludible de la religión» no se explica por tanto por una razón estructural y universal.
  • Por otra parte, hemos revelado la pretensión injustificable de los «reveladores de la conciencia alienada» que pretenden escapar de esta alienación universal, y también hemos revelado, además de la contradicción de su tesis, la del profeta imposible cuya «revelación consiste precisamente en declarar que toda revelación es una ilusión, como un hombre que proclama que ‘la palabra no existe'»40.

Este razonamiento, per absurdum, es por supuesto necesario por el hecho de que una explicación racional de los símbolos es imposible (si fuera posible, sería contradictoria). Y si es imposible, es porque, «más radicalmente, no es la realidad (común) la que interpreta el símbolo, sino el símbolo el que nos obliga a interpretar esta realidad, a verla de otra manera que de la manera reductora en que se nos presenta, y a ir más allá de ella». Así pues, abandonando la imposible explicación racional de los símbolos sagrados que se resisten a ella, a la inteligencia filosófica sólo le queda una opción: ¡la de la «conversión al símbolo»! Y convertirse al símbolo es aceptar seguirlo en su cuestionamiento de la realidad, «aceptar entrar con él en la conversión metafísica de la realidad», es «abrirse a la transfiguración de la carne del mundo de la que es el testigo profético y el iniciador salvador». «En esta conversión se resuelve el conflicto entre la razón y la fe, entre la universalidad del logos y la contingencia de las culturas religiosas: aquí, el sentido se une con el ser, la inteligencia informal se une con las formas sagradas, muere en ellas y resucita transfigurándolas. Al imposible suicidio especulativo de una razón ilusoriamente desmitificada responde el sacrificio de un intelecto que sólo encuentra su plenitud en la mediación crucificadora del símbolo, como nos enseña a modo de ejemplo el misterio de la Noche de Pascua»41.

Creer y saber

Pensar que creer pertenece a los creyentes y conocer a los científicos, que «creer» por tanto pertenece a la religión y «conocer» a la ciencia, no sólo es caer en la trampa de las palabras que acaban pensando por nosotros, sino también olvidar que no podemos conocer algo en lo que no creemos y que no podemos creer en algo de lo que no sabemos nada. Detrás de esta ilusoria exclusión recíproca de la creencia y el conocimiento se esconde una combinación mucho más compleja. En particular, a este orden cognitivo, que iría de la ignorancia al conocimiento pasando por la creencia, hay que añadir el orden volitivo, es decir, el asentimiento que implica la voluntad. A partir de ahí, esta combinación descarta la reducción simplista de la creencia al conocimiento.

Por todo ello, la «fe» kantiana, que debe permanecer «dentro de los límites de la razón simple»42, se encuentra así contrapuesta a la razón43. La fe y la razón de Kant son incluso mutuamente excluyentes: «Tuve, pues, que suprimir el conocimiento, para encontrar un lugar para la fe«44, declara, resumiendo toda su empresa filosófica45. Si Descartes confunde razón (dianoia, ratio) e intelecto (noûs, intellectus)46 – Mientras que hace de la razón (Vernunft) la facultad superior del pensamiento, Kant ve el entendimiento (Verstand, intellectus) como la actividad cognoscitiva inferior, es decir, la que da forma conceptual a lo sensible dado, es decir, a la materia de la sensación y a la forma del espacio y del tiempo47. Pero esta inversión es de hecho una negación, la negación del intellectus (intelecto intuitivo): «la intuición intelectual, de hecho, no es nuestra, y […] ni siquiera podemos prever la posibilidad de ella», escribe48. Ahora bien, este poder de conocimiento intuitivo (intellectus intuitivus) – con el que la razón permaneció dotada en la confusión cartesiana49 – es esencial; sin intellectus, ninguna metafísica es posible50.

Si Kant niega la intuición intelectual, es porque su concepción de ella es demasiado rígida. La imagina, según el modelo de la intuición sensible, como si tuviera un objeto delante. Sin embargo, «más allá del conocimiento por observación, cabe el conocimiento por participación«51. Conocer una cosa es ciertamente, en palabras de Kant, construir un concepto en la intuición sensible, pero, sobre todo, es ser «intelectualmente aprehendido por un sentido, un inteligible, que ‘reconocemos’ más que conocerlo»52.

Aquí, por supuesto, volvemos directamente a la distinción entre razón e intelecto, que lo rige todo. Platón, al establecer los grados del conocimiento53 ya los había distinguido: la intuición intelectual del conocimiento metafísico (donde la mente se convierte en lo que conoce) y la razón discursiva del conocimiento cosmológico (donde el razonamiento se realiza como desde fuera). Si este conocimiento cosmológico es insuficiente, es porque cualquier concepción del universo sólo puede ser una hipótesis verosímil (ton eikota mython, un mito verosímil, dice Platón, Timeo, 29d), no porque nuestra inteligencia sea insuficiente para comprenderlo, sino porque no está del todo dado, nunca está del todo ahí. Y el vínculo entre lo que se muestra (lo sensible) y lo que se oculta (lo inteligible o semántico) es el símbolo: «una ‘imagen’ que participa ontológicamente de su modelo»54, cuyo reconocimiento es el único conocimiento posible del ser incompleto que se muestra. Y si el universo está lleno de símbolos: el sol, este león, una montaña, es porque él mismo es enteramente icónico, teofánico y vestigial de su Origen-Fuente.

Por supuesto, esta cosmología platónica no es una física, sino que «deriva, a modo de ilustración sensible, de aquello que, en sí mismo, es invisible y trascendente»55. El punto de vista del aristotelismo es muy diferente: es una filosofía de la naturaleza, una física. Y, si existe efectivamente una ciencia teórica primaria -que se ocupa del ser en cuanto ser, «naturaleza inmóvil y separada» y se llama teología((Metafísica, L. VI, 1, 1025c-1026a; La crise du symbolisme religieux, p. 42). -La teología es una ciencia del mismo modo que todas las demás, que propone el mismo modo único de conocimiento. Así pues, la ciencia de Aristóteles se queda corta frente a la ciencia de Platón. Tanto más cuanto que la diferencia entre el conocimiento empírico y el conocimiento racional es menor que la diferencia entre el conocimiento racional y la intuición intelectual (cf. La República). La episteme aristotélica reúne en un solo plano lo que Platón había distinguido tan claramente, porque Aristóteles ya no concibe lo que es realmente la intuición metafísica de los inteligibles y, más allá de los inteligibles, lo que es el Bien superesencial y superontológico56. Aristóteles inaugura ciertamente lo que será todo el discurso científico posterior a él, y el rigor de este modelo especulativo parece borrar la distinción platónica entre modos de conocimiento. Pero, al hacerlo, también inaugura lo que toda reducción racional -toda concepción estrecha de la realidad- será después de él.

Una vez definidos, una vez más, estos dos modos de conocer -el conocimiento por participación y el conocimiento por racionalización- podemos volver a esta sutil combinación de creencia y conocimiento.

El conocimiento, como fusión anticipada de sujeto y objeto, es esta anticipación incluso en la medida en que esta fusión no se realiza. Por otra parte, esta anticipación revela el deseo de esta fusión; y este deseo es la voluntad. «El intelecto es un sentido del ser, y sólo habla del ser. Pero sólo es visión a condición de que no sea lo que ve, que sin embargo es la realidad misma. Por eso el deseo de esta realidad, que surge de la «visión» del ser, se descubre sin embargo necesariamente «ciego». Puesto que ver el ser es mantenerse a distancia de él, hay que renunciar a esta visión, que nos quita el ser al mismo tiempo que nos lo da, si queremos alcanzar lo que nos comunica el deseo. Hay un lado oscuro en el espejo, de lo contrario no hay espejo reflectante57. Del mismo modo, hay un lado oscuro en el intelecto, a saber, la voluntad, que es fundamentalmente deseo de ser, del mismo modo que el intelecto es su percepción. La voluntad aparece entonces como otro modo del espíritu»58.

El hecho es que estos dos modos opuestos son inseparables y complementarios; son los polos de la mente: uno es su polo más cognoscitivo, el otro su polo más ontológico. Y si la voluntad tiene algo de ininteligible, es porque es esa «fuerza que surge de las profundidades de su ser» y que la inteligencia no puede por tanto captar: este ser es el propio ser de la inteligencia por debajo de ella, «el otro lado del espejo por el que el espejo no es pura transparencia»59.

Esta relación complementaria entre el intelecto y la voluntad está bien expresada en la fábula del Ciego y el Paralítico: el intelecto sin la voluntad es impotente, la voluntad sin el intelecto es ciega. Sin embargo, puesto que es la mente la que une al ser humano (ya que incluye todas las demás modalidades), podemos ver que «la inteligencia en sí es un modo de ser y la voluntad un modo de conocer» (véase, por ejemplo, la prodigiosa inteligencia de las funciones biológicas).

Y si hay un lugar donde el intelecto y la voluntad están en equilibrio -tendiendo hacia el espíritu que es su unidad- es el amor: amar es «desear lo que el intelecto nos hace saber que es bueno». «En el amor, el yo descubre que no es el verdadero centro del ser, ya que este centro se le aparece a la vez, en el impulso de la voluntad, como más profundo que él mismo, y en la atracción de la inteligencia, como más elevado que él mismo»60.

Si no hay heterogeneidad esencial entre nuestra inteligencia y el Logos, esto no significa que la inteligencia sólo opere en lo idéntico. En efecto, la inteligencia revela la naturaleza inteligible de todo lo que toca porque se abre a la alteridad de su objeto: el ser; es, en sí misma, como una alteridad esencial. «Realiza su propia naturaleza sólo en su apertura y sumisión a lo que es otro que ella misma; sólo recibe su realización de aquello a lo que se hace presente como ante todo a su propio ‘más allá’. [Esto es cierto tanto para el conocimiento sensible como para el metafísico»61. Para dejarse investir por el ser, el intelecto sólo debe aceptar abrirse al objeto de su mirada, igual que el ojo se abre o se vuelve hacia lo que debe ver. Este lado oscuro del espejo intelectivo (sin el cual no sería un espejo), esta dependencia de la inteligencia que consiste en su enraizamiento existencial, es la voluntad; y no hay intelección que no requiera, en su raíz, la aquiescencia de la voluntad. Por todo ello, la voluntad (ciega por definición), para consentir a la apertura de la inteligencia, debe ser capaz de alguna percepción cognoscitiva; y esta inteligencia de la voluntad responde a la voluntad de la inteligencia62.

Para evitar esta regresión indefinida: la inteligencia presupone la voluntad que presupone la inteligencia, basta con recordar que «no son dos ‘cosas’ distintas, sino dos modos de ser de una misma entidad espiritual: la persona». Además, digamos que este acuerdo entre inteligencia y voluntad, que es «humanamente inexplicable (pero no imposible), es precisamente obra de la gracia. Esta intervención de ‘Arriba’ es necesaria para incitar a la voluntad, por un lado, a permitir que la inteligencia se abra a la luz y, por otro, a obedecer a la realidad percibida por el intelecto»((La crise du symbolisme religieux («La crisis del simbolismo religioso»), p. 285).

Las múltiples formas de esta gracia son la fe -y toda intelección requiere la gracia de esta fe- pero también una revelación, una cultura, una educación que adiestre la voluntad y la enseñe a conformarse a la percepción de lo verdadero. Así pues, debemos distinguir entre la autonomía del acto puro de la inteligencia -no podemos aprender a comprender, ni podemos ordenar la captación intelectiva- y el hecho de que la inteligencia potencial -es decir, cuando no está en acto- es educable. Esta educación de la inteligencia, en cuanto a su estructuración activa, es la razón: la sumisión adquirida de la mente a las normas. La razón «se identifica con la voluntad de racionalidad, con esa parte volitiva de la inteligencia que, sin ninguna intuición real de lo que es verdad, jura conducirse según sus principios, percibidos como exigencias […] Pero este juramento puede romperse, precisamente porque depende, en su propio ser, de un acto implícito y casi inconsciente de la voluntad». Si la voluntad se cansa de obedecer a algo que, en cierto modo, escapa totalmente a su control, esto es la locura: la ruptura del pacto que nos une al Logos, el descubrimiento de que sólo es un pacto, o al menos de que ya no parece ser otra cosa que un pacto. Por otra parte, la inteligencia, en el corazón de la razón, conoce la evidencia de los principios. Su sumisión es a su investidura por el ser, pero cuanto más se somete a ella, más libre es para realizar su verdadera naturaleza: «La inteligencia exige inteligencia, se alimenta de sentido y sólo vive de él; en resumen, la ley que la constituye y la define en su esencia misma es el principio semántico«63.

Notas

  1. tanto más cuanto que su pensamiento no «surfea» sobre alguna ola tradicionalista o moda guénoniana, sino que se ancla filosóficamente en 3000 años de historia del pensamiento, desde la de los presocráticos hasta la de los filósofos modernos.[]
  2. Las formas inteligibles o Ideas platónicas se sitúan entonces en el Verbo divino. Sin embargo, Étienne Gilson, brillante promotor del neotomismo, diría: «Si me preguntaran qué teología ha tenido el efecto más profundo en el desarrollo de las grandes filosofías modernas, respondería sin vacilar la de San Agustín» (Tribulaciones de Sofía, Vrin, 1967, p. 20.[]
  3. Muy precisamente ligado a su «silencio cosmológico».[]
  4. Jean Borella, Symbolisme et réalité, Ad Solem, Ginebra, 1997, p. 32.[]
  5. cf. Jean Borella: La charité profanée, Éditions du Cèdre, París, 1979, reeditado por Éditions Dominique Martin Morin, luego por L’Harmattan.[]
  6. cf. Jean Borella: Le mystère du signe, éditions Maisonneuve & Larose, París, 1989, reeditado en la coll. Delphica, l’Âge d’Homme, bajo el título Histoire et théorie du symbole y La crise du symbolisme religieux, reeditado por L’Harmattan, 2009.[]
  7. cf. Jean Borella : Penser l’analogie, Ad Solem, Genève, 2000.[]
  8. cf. Jean Borella : Lumières de la théologie mystique, Coll. Delphica, l’Age d’Homme, Lausana, 2002.[]
  9. Simone Weil lo mostró bien cuando concluyó: «La inteligencia, en su acto de intelección, es perfectamente libre, y ninguna autoridad, ninguna voluntad, ni siquiera la nuestra, tiene poder sobre ella: no podemos obligarnos a comprender lo que no comprendemos»; Jean Borella, La crise du symbolisme religieux, op.cit, p. 285.[]
  10. «La mente es un espejo, pero es la inteligencia la que ve», dice Jean Borella, La charité profanée, p. 84.[]
  11. Lumières de la théologie mystique, op.cit., p. 124.[]
  12. que siempre se ha reconocido como sôma, psukhê, noûs o corpus, animus, intellectus o spiritus (cuerpo, alma, espíritu).[]
  13. Nouveaux essais sur l’entendement humain, Livre II, chap. 1, § 2; Le mystère du signe, op.cit, p. 240.[]
  14. Sobre la generación de los animales, II 3, 736 a, 27-b 12.[]
  15. Jean Borella, Ésotérisme guénonien et mystère chrétien, l’Age d’Homme, Lausana, 1997, p. 66.[]
  16. La crise du symbolisme religieux, p. 182.[]
  17. Penser l’analogie, p. 111.[]
  18. La charité profanée, pp. 123-125.[]
  19. Penser l’analogie, ibid.[]
  20. Symbolisme et réalité, pp. 33-46).[]
  21. Lettres de monsieur Etienne Gilson au père de Lubac, Cerf, 1986, pp. 75-76; Lumières de la théologie mystique, p. 93.[]
  22. Roques, Structures théologiques. De la gnose à Richard de Saint-Victor, P.U.F., p.166. También Denys, Œuvres, EP. VIII, 1193 A, p.343; Lumières de la théologie mystique, p. 93.[]
  23. La charité profanée, p.131.[]
  24. La charité profanée, p. 163, n. 3.[]
  25. La charité profanée, pp. 160-165.[]
  26. cf. recientemente Seyyed Hossein Nasr, «La Palabra de Dios. El puente entre Él, ustedes y nosotros», conferencia en la Universidad de Yale, julio de 2008, Sophia, vol. 14, n.º 2, invierno 2008-2009, p. 67, como parte del gran renacimiento del diálogo entre el islam y el cristianismo bajo el título de Una palabra común entre nosotros y vosotros, con referencia al Corán 3, 65.[]
  27. No más que el catolicismo, visto desde fuera, donde se reza al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, a la Virgen María, a los ángeles, a la procesión de los santos, etc.[]
  28. Le sens du supernaturel, pp. 8-14.[]
  29. Le sens du surnaturel, pp. 62-65.[]
  30. Le sens du surnaturel, pp.65-72.[]
  31. Le sens du surnaturel, pp. 50-58.[]
  32. Symbolisme et réalité, p. 12.[]
  33. Ibid., pp. 14-15, 19-20.[]
  34. Ibid., pp. 23-27.[]
  35. cf. Lumières de la théologie mystique, p. 86, n. 183.[]
  36. Penser l’analogie, p. 127.[]
  37. Ibid., pp. 92 y 213.[]
  38. Lumières de la théologie mystique, p. 112.[]
  39. Symbolisme et réalité, pp. 23-26.[]
  40. Symbolisme et réalité, pp. 53-57.[]
  41. La crise du symbolisme religieux, p. 14.[]
  42. cf. La religión de Kant dentro de los límites de la razón simple.[]
  43. Lumières de la théologie mystique, p. 60.[]
  44. Crítica de la razón pura, Prefacio a la 2ª edición, Ak., III, p.19; Œuvres philosophiques, «Pléiade», t. I, p. 748 (Edición en francés.[]
  45. Le sens du surnaturel, p. 46, nota 8.[]
  46. cf. La equivalencia de ratio e intellectus en la Segunda Meditación Metafísica.[]
  47. «Todo nuestro conocimiento comienza con los sentidos, pasa de ahí al entendimiento y termina con la razón. [Hemos definido el entendimiento como el poder de las reglas; aquí distinguimos la razón del entendimiento llamándola el poder de los principios», Crítica de la razón pura, tr. P. Alexandre J.-L. Delamarre et François Marty en Œuvres philosophiques, édition Ferdinand Alquié), tomo I, París, Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), 1980, pp.1016-1017.[]
  48. Critique de la raison pure, trad. Tremesaygues et Pacaud, P.U.F., p.226.[]
  49. Por ejemplo: «No puedo dudar de nada de lo que la luz natural me muestra como verdadero […] Y no tengo en mí ninguna otra facultad, o poder, para distinguir la verdad de la falsedad, que pueda enseñarme que lo que esta luz me muestra como verdadero no lo es, y en la que pueda confiar tanto como en ella», Méditations, AT IX-1, p. 30.[]
  50. La charité profanée, pp. 126-127.[]
  51. Lumières de la théologie mystique, p. 106.[]
  52. Ibidem.[]
  53. Distingue el conocimiento intuitivo por ascensión dialéctica del intelecto (noèsis) del conocimiento hipotético-deductivo por razón discursiva (dianoia), mientras que el conocimiento por imaginación y conjetura (eikasia) y el conocimiento por fe en la experiencia (pistis) son cuestiones de opinión.[]
  54. La crise du symbolisme religieux, p. 31, nota 37.[]
  55. Ibid., p. 41.[]
  56. Ibid., p. 46.[]
  57. «especulación» viene del latín speculum (el espejo), como nos recuerda Jean Borella.[]
  58. La charité profanée, pp. 131-132.[]
  59. Ibid., p. 132.[]
  60. Ibid., p. 133.[]
  61. La crise du symbolisme religieux, p. 283.[]
  62. Según el símbolo del yin-yang del Extremo Oriente, podríamos decir que la voluntad es yin y comprende un punto luminoso y que la inteligencia es yang y comprende un punto oscuro; La crise du symbolisme religieux, nota 6, p. 285.[]
  63. La crise du symbolisme religieux, p. 286.[]