Introducción

A fuerza de símbolos comunes entre las religiones y de generalidades metafísicas, se ha podido hablar de «unidad trascendental de las religiones». Pero esto plantea una serie de dificultades, que Jean Borella ha planteado en diversas ocasiones a lo largo de los últimos treinta años1.

Los elementos que siguen, después de Jean Borella, proponen considerar, más propiamente, una unidad analógica de las religiones y precisar lo que no puede ser la noción de «religio perennis«.

La religión que nombra a las demás

La propia palabra «religión», el latín religio, originalmente sólo servía para designar la piedad, sin referencia a la adoración de la divinidad2 y ninguna lengua anterior al cristianismo tenía un término específico para describir la religión, por lo que el término llegó a utilizarse en muchas lenguas3.

Este concepto no apareció en la época de Alejandro, a pesar de los contactos con lo que hoy llamamos budismo e hinduismo, sino que nació con el cristianismo, ¡como si la «forma» religiosa cristiana revelara la esencia supraformal de toda religión!4.

Es más, este concepto cristiano de religión, que no existía en China, India, budismo, Egipto, Israel, Grecia o Roma, ha servido para identificar y nombrar las religiones del mundo: el taoísmo, el hinduismo, el budismo, incluso el judaísmo, son todos postcristianos, y algunos (el hinduismo, por ejemplo) son muy recientes. Sin embargo, el adjetivo «cristiano» aparece en Antioquía hacia el año 455 y el sustantivo «cristianismo» (christianismos por oposición a ioudaïsmos) está ampliamente atestiguado6 y era de uso común a finales del siglo I7.

La denominación lleva a la comparación

O al revés. El hecho es que el cristianismo tiene tres formas combinables de situarse en relación con otras religiones:

  • Restos diversificados de la revelación primitiva,
  • creaciones puramente humanas,
  • obra del diablo.

Cada una de estas hipótesis parece ser a la vez verdadera, en algunos aspectos, y falsa:

  • la última hipótesis recuerda que ninguna religión está exenta de los ataques del diablo (véase la parábola del trigo y la paja), pero supone que Dios puede dejarse adorar y rezar utilizando formas enseñadas por el diablo («un engañador tan poderoso que puede satisfacer, mediante una ilusión invencible e indetectable, la necesidad religiosa más profunda de toda la humanidad desde el principio de los tiempos»);
  • la segunda hipótesis recuerda que todas las religiones son ciertamente ricas en creaciones humanas y están afectadas por las condiciones culturales de su desarrollo, pero «confiere a la naturaleza humana una capacidad creadora desproporcionada en relación con la amplitud de los fenómenos religiosos y la originalidad específica de cada religión»;
  • la primera recuerda que todas las religiones «contienen elementos primordiales, como lo demuestra la universalidad de ciertas verdades y símbolos».

Sin embargo, más allá de sus elementos primordiales comunes, algunas religiones parecen, sin lugar a dudas, haber sido fundadas por un revelador, como Buda o el profeta Mahoma. Esto no puede considerarse más que el efecto de una impostura. Por tanto, la tesis de una revelación primordial debe completarse con la de una intervención divina, ya sea directa o indirecta (angélica). Reconocer este «origen divino de las religiones (auténticas) no conduce por sí mismo al relativismo o al sincretismo, ya que cada una sigue siendo única y, en cierto modo, incomparable».

Por otra parte, existen contradicciones irreductibles:

  • Buda enseñando la impermanencia del atman (el «yo»), en oposición al hinduismo que afirma su permanencia y su realidad trascendente.
  • el Corán rechazando la Trinidad cristiana en nombre de la Unidad Divina (IV, 171; V, 73), así como la divinidad de Cristo (IV, 172; V, 17, 72-78; IX, 31-32), que es inseparable de ella.

Esta contradicción, en particular entre el «Dios no tiene hijo» coránico y «el Verbo hecho carne es Dios», tal como se presenta, es insoluble. Sólo queda buscar su sentido.

Más que yuxtaponer las religiones, parece necesario aceptar la idea de una jerarquía de las revelaciones: el Verbo revelador expresa el Misterio divino de forma más o menos explícita. Por ejemplo, el cristianismo no rechaza el dogma fundamental del islam (ningún Dios, aparte de Dios), sino que al contrario lo afirma (credo in unum Deum: «Creo en un solo Dios»), mientras que el islam no «comprende» a Cristo, el Hijo de Dios. Más exactamente, sólo reconoce lo que se ajusta a su perspectiva: Jesús, hijo de la Virgen María, mensajero de Dios, pero de tal manera que «podría decirse que el Islam representa lo que el abrahamismo puro puede aceptar del misterio de Cristo, y que el judaísmo había rechazado».

La comparación enriquece la enseñanza

Esta seminegación -que es también una semiafirmación- de Cristo por el Islam (una religión explícitamente postcristiana) es sin duda una terrible prueba para un cristiano, pero es rica en enseñanzas: Nos recuerda «la fuerza irrefutable de la exigencia monoteísta» (de la que el Islam es testigo); nos enseña «la insondable profundidad del misterio de Cristo, insondable porque todo sucede como si Dios hubiera tenido que tolerar su misericordioso -y momentáneo- velamiento a los ojos de algunos de los ‘creyentes'».

Esto se debe a que el misterio de Cristo «es ‘parusíaco’: en él se realiza la perfecta inmanencia de lo divino en lo humano, anticipación y salvación del momento final en que ‘Dios será todo en todos'» (Col III, 11). En otras palabras, los cristianos consumados pertenecen ya al «octavo día» del mundo, y el Islam se da cuenta de una cierta «verdad de hecho» de la actitud de ciertos cristianos hacia Cristo, la de la herejía arriana. Por eso «era en cierto modo imposible que el cristianismo fuera la religión definitiva, la religión del fin de los tiempos». Lo que está definitivamente realizado en la persona de Cristo no está igualmente realizado en la religión cristiana, cuya tarea de cristificar el mundo sólo está «en vías de realización»; de lo contrario, si esta tarea estuviera realizada, la religión cristiana habría dejado de existir.

Así pues, el cristianismo es a la vez más y menos que una religión: «más que una religión, porque se centra en el misterio de Cristo, unidad trascendente de todas las revelaciones», en el sentido de que la «forma» cristiana supera todas las formas y revela así «la forma religiosa» como tal; «menos que una religión, porque esta superación conlleva una especie de incapacidad relativa para constituirse verdaderamente como forma históricamente existente». Su carácter profético -que «anuncia la muerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor., XI, 26)- «autoriza» la existencia terminal de una forma religiosa: una síntesis mínima y estable de la forma religiosa como tal, una religión reducida a lo esencial.

El cristianismo es terminal e insuperable, en la medida en que reverbera hoy la luz parusíaque y eterna: «la luz sobrenatural del Apocalipsis futuro»; y el Islam es terminal porque representa la forma más simple del teísmo sagrado original8.

Los límites de la unificación religiosa

No podemos ignorar el carácter conjetural de estas consideraciones, ni el hecho de que «hay en la pluralidad de las religiones un misterio impenetrable, el secreto de Dios». Por todo ello, no podemos evitar intentar pensar en ello, aunque «pensar sea siempre ponerse en el lugar de Dios». Pero entonces, la unificación misma del concepto de religión se vuelve problemática:

  • si se trata de una «unidad apofática de las revelaciones» (apofática para inefable y superinteligible), no hacemos más que afirmar el origen divino de las manifestaciones de lo sagrado, o, para el estudiante ateo, no hacemos más que ratificar una designación común de los hechos religiosos ;
  • si se trata de una «unidad catafática de las religiones» (catafática para una afirmación positivamente formulable), nos comprometemos a definir el contenido inteligible de tal supra-religión o inter-religión.

Es aquí donde surgen dificultades insuperables para el cristianismo. Pues siempre es posible prescindir de las contingencias particularizadoras de las diversas religiones (la forma en que se distinguen fenomenológicamente), pero lo que no es posible sería ignorar lo que cada una dice que es esencial. Por ejemplo, dejando a un lado los hechos históricos que constituyen Shakyamuni para el budismo y Mahoma para el islam, podemos admitir que estas religiones se reúnen: «el nirvana no siendo básicamente otra cosa que la extinción (al-fanā’) de todo lo que ilusoriamente se afirma como real aparte de lo único Real: no hay más Dios que Dios». Sin embargo, el cristianismo no puede ser sometido al mismo tratamiento: su mensaje es el propio mensajero; «la particularización de la contingencia histórica como tal se da como absoluto de la revelación. Todas las religiones han dicho, de una forma u otra, que Dios es Padre o que es Espíritu, pero ninguna ha dicho nunca: Dios es Hijo.

Este «Dios es Hijo» significa que, por la Trinidad revelada por el Hijo, Dios «se hace» Padre, no sólo de los hombres y del mundo, sino sobre todo en cuanto Dios engendra eternamente a Dios; además, puesto que Cristo no es en modo alguno un mensajero entre otros, sino el Verbo mismo, «se hace» la Exégesis del Padre (Joa., I, 18).

Mientras que las demás religiones, por lo que sabemos, no «determinan» la Esencia divina en su totalidad, sino que se contentan con el «Rostro» necesario para nuestra relación con Dios (el Uno, el Ser, la Realidad pura, el Creador y el Recompensador…), el misterio trinitario es una «cristianización» del Absoluto, que «extiende la ‘forma’ cristiana más allá de la relación hombre-Dios», que «dogmatiza» el cristianismo al nivel del Absoluto mismo.

Esto es lo que hace al cristianismo inintegrable en el concepto positivo de una unidad de las religiones, excepto, por supuesto, para reducirlo al arrianismo.

Puesto que tal reinterpretación es incompatible con los datos de la Tradición y de la Escritura, debemos rechazar la concepción catafática de una unidad de las religiones y quedarnos con una concepción apofática. Sin embargo, todavía existe una vía que nos permitiría hablar de unidad.

Una unidad analógica de las religiones

Filosóficamente, podemos distinguir diferentes tipos de unidad.

  • La unidad genérica es aquella en la que existe un único género común a varias especies, como el género animal, común al buey y al hombre (el hombre no es menos animal que el buey, pero añade a este género común la razonable diferencia específica); «según este tipo de unidad, el término religión designaría un género común del que cada religión sería una especificación, no siendo ninguna religión más o menos religión que otra, como ningún animal es más animal que otro: aquí, el término religión tiene un significado unívoco».
  • La unidad puramente nominal se da cuando no hay género común entre el animal «perro» y la constelación Perro; aquí el término perro tiene un significado equívoco, es un simple homónimo.
  • Existe un tercer tipo de unidad, que no es ni unívoca como en la unidad genérica, ni equívoca como en la unidad nominal. Es el caso en que un mismo nombre puede aplicarse «a realidades diferentes, no porque estas realidades compartan un género común, sino porque guardan una relación específica con una realidad primaria en la que la esencia significada por el nombre se manifiesta de un modo más apropiado y perfecto». El ejemplo clásico de tal caso es el de «sano», que se dice propiamente y por excelencia del animal, pero también, e indirectamente, del remedio, o del médico que procura la salud, o incluso de la orina que es signo de ella. Esta unidad puede llamarse unidad analógica -los medievalistas la llamaban así- en el sentido de una analogía de atribución: un mismo término se atribuye a realidades diferentes de un modo que no es ni unívoco (ninguna identidad o equivalencia genérica entre estas realidades) ni equívoco, porque, aquí, «la comunidad de nombre tiene su razón de ser en que hay una cierta naturaleza que se manifiesta en todas (las) acepciones» de este término (L. Robin, La théorie platonicienne des Idées et des Nombres d’après Aristote, p.151 Problématique de l’unité des religions», op.cit., p.267). Pero esta comunidad de naturaleza se manifiesta de manera más o menos perfecta, por lo que esta naturaleza sólo recibirá el nombre de la realidad en la que se da a conocer de manera más visible y a la que pertenece más propiamente. Se atribuirá, pues, a otras realidades «por referencia a una realidad primera», dice Aristóteles.

Estos principios pueden aplicarse al caso de las religiones, por una parte, porque no puede haber unidad de religiones y, por otra, porque la humanidad desconocía la noción general de religión hasta la aparición del cristianismo, que las nombró a todas.

Todo nombrar distingue y separa, pero al hacerlo también realiza la verdad de lo múltiple al revelar la identidad singular de cada ser. […] Para alcanzar la conciencia de sí mismos y, por tanto, la conciencia de la religión como tal, los pensadores cristianos tuvieron que experimentar, a través del mensaje cristiano, algo que iba más allá de todo lo que podían haber conocido en el ámbito de lo sagrado, es decir, no sólo lo sagrado griego, romano o judío, sino también lo indio, egipcio o celta. Para que las demás formas religiosas se constituyeran en su formalidad misma, dejando de ser modos de vida espontáneos, ciegos a sí mismos, como el Sr. Jourdain que escribía prosa sin saberlo, debían definirse por aquello que los limitaba en su orden mismo, es decir, que los trascendía. […] El cristianismo es así, por su propia apariencia, el revelador de todas las religiones en la medida en que son religiones. A la luz del cristianismo, o más bien a la luz de Cristo, se ha revelado efectivamente la naturaleza religiosa de otras formas, lo sepan o no. Esto no significa en absoluto que él sea la religión como tal, por la sencilla razón de que esta Religión por excelencia no existe. Además, pocas religiones son tan íntimamente conscientes de su imperfección formal como la religión cristiana: lo más trascendente en ella -Cristo- no le pertenece y nunca le pertenecerá.

A partir de ahí, esta religión precaria y mal definida, que incluso puede contemplar con cierta «envidia» el esplendor formal o la vigorosa sencillez o el perfume de serenidad de las manifestaciones de lo sagrado sobre la faz de la tierra,

sabe también que es depositaria de un mensaje único que consiste simplemente en la venida de Dios a nuestra carne, no de lo divino, sino de Dios en persona, no el «descenso» a la tierra de un aspecto divino (avatāra), sino la asunción de la naturaleza humana por la hipóstasis del Verbo. […] Esta es la razón de la debilidad secreta de la forma cristiana9.

Incluso podemos ver la «importancia de la Iglesia -fenómeno único en la historia de las religiones- como sustituto de esta forma que, en ciertos aspectos, falta (de ahí también una cierta falta de sentido de las formas sagradas, que parece congénita al cristianismo)»10.

Ciertamente, este mensaje de Cristo, al entrar en la historia de la humanidad, no podía dejar de revestir formas, como cualquier otra religión, y éste ha sido el gran problema del cristianismo desde sus orígenes hasta nuestros días: formas judías, formas paganas, formas modernas, formas postmodernas, etcétera. Reformarse constantemente significa buscar nuevas formas y no asentarse en ninguna. Estable en el espacio, el cristianismo se encuentra en un perpetuo vagabundeo temporal. Pero así es también como conserva el poder de revelar la naturaleza formal de las manifestaciones de lo sagrado. Como vemos, no es fácil ser cristiano, ni siquiera pensar en el cristianismo en sí mismo. Y no estoy hablando aquí de la sublimidad de los mandamientos de Cristo, que pueden resumirse así: Hablo de existir como cristiano al nivel más básico. Un judío o un musulmán se sienten judíos o musulmanes cuando cumplen los ritos de su religión, aunque no sean santos. Un cristiano vive siempre en una incertidumbre extrema en cuanto a la verdad cristiana de su conducta.

El cristianismo no es ciertamente la unidad de las religiones, no es la Religio perennis (que no es más que la proyección mitológica e ilusoria de un concepto (cf. las teorías respectivas de Guénon y Schuon)), pero es históricamente la forma primaria por referencia a la cual sólo las demás formas podrían ser nombradas según la verdad de su naturaleza. Por eso podemos decir que la unidad de las religiones es una unidad analógica cuyo análogo primario es la religión de Cristo»11

¿»Tradición primordial» o religio perennis?

Si la noción schuoniana de religio perennis se asocia a la noción guénoniana de Tradición primordial, es porque ambas cumplen «más o menos la misma función». Sin embargo, debido a algunas diferencias importantes, hay que convenir en que no se trata del mismo concepto (cf. «La religio perennis n’est pas une religion» en René Guénon, Frithjof Schuon. Héritages et controverses, L’Harmattan, 2023. Texto resumido en los párrafos siguientes)).

  • La «Tradición primordial» de Guénon se refiere a «la primera Revelación que el Cielo envió a la Tierra en los albores de la historia humana». Precede a todas las demás manifestaciones divinas, y se sitúa bajo la tutela de un Rey Mundial situado en Agarrtha, y «todas las formas tradicionales auténticas deben permanecer en comunicación efectiva con este Agarttha, que garantiza su plena regularidad, así como la presencia en ellas de un verdadero esoterismo».
  • Schuon refuta primero el «Rey» del mundo y el Agarrtha12 y luego rompe con la noción guénoniana de «tradición» para volver al término «religión», que también está asociado al uso de perennis, tomado del sintagma occidental moderno de philosophia perennis.

La religión (o sabiduría) perenne de Schuon no es un acontecimiento en los albores de la historia humana; es una «realidad» metafísica atemporal que designa la esencia trascendente de la religión como tal y, por tanto, de toda religión auténtica. Su depósito no está confiado a una función «administrativa» que garantice la regularidad de las formas sagradas. Puede ser conocida por cualquier intelecto «gnóstico» al mismo tiempo que abarca las religiones históricas y las domina, estando más allá de sus inevitables límites formales.

Esta concepción de la religio perennis «evacua», por así decirlo, la necesidad de la revelación divina, identificando la gnosis con la revelación (aunque la «tradición primordial» de Guénon pueda compararse con la tradición adámica del judeocristianismo), concepción que «se acerca a lo que dice la filosofía de la religión sobre el concepto de religión en general». Pero, ¿es realmente diferente pensar en la noción de religión como tal de pensar en el concepto de religión?

Podemos aceptar la idea de que existe un fundamento divino y revelado en las formas religiosas no cristianas13. A ello contribuyen tres consideraciones conjuntas:

  • Es inconcebible que la bondad divina haya podido dejar a millones de hombres, no sólo en la ignorancia de la verdadera religión, sino también en la ilusión absolutamente indetectable de una religión falsa. «Este argumento no es sentimental, es semántico: el comportamiento religioso de los hombres a lo largo de los milenios no puede en realidad estar desprovisto del significado que los hombres le atribuyen de toda buena fe.
  • El testimonio de los santos y sabios, modelos transparentes de lo divino en el hombre, que en todo lugar y en todo tiempo «hablan expresamente de su conciencia de la presencia de Dios en ellos», es irrefutable.
  • Cada religión, considerada en sus formas principales (artística, ritual, teológica, espiritual), se presenta en un estilo propio, homogéneo y estable, y humanamente ininventable. Así, «ni la Revolución Francesa, ni la llamada civilización industrial, ni los totalitarismos de Hitler, Stalin o Mao» han logrado erradicar estas «floraciones del Espíritu Santo».

Religio perennis, sophia perennis

«Esto no significa, sin embargo, que podamos situar al margen y por encima de las grandes religiones una religio perennis «cuyo contenido se identificaría con el de la metafísica universal, definida a su vez como ‘esoterismo absoluto’, y en relación con la cual las demás religiones no serían más que ‘espejismos salvíficos’ o, a lo sumo, ‘marcos litúrgicos’ (expresión de Schuon) de necesidad meramente práctica… No lo creo».

Por lo que se refiere a la religio perennis y a la sophia perennis, probablemente sería mejor hablar de religio y sophiaprimordialis‘, en la medida en que (tesis de Guénon) se refieren a la religión practicada por Adán en el Paraíso y al conocimiento que entonces era suyo.

Esta religio adamica se define por un doble mandamiento positivo (cultivar y guardar el «Jardín») y una prohibición (comer el fruto prohibido). Esto significa que el estado de conocimiento de Adán, en el que ser y conocer son inseparables y constituyen un único «saber existir», está en función de un acto, la observancia de la Lex primordialis. Precisamente, es en la medida en que Adán ignora activamente la ciencia del bien y del mal, que su saber se une a su ser y a los seres, en definitiva, que es verdadera sabiduría. Esta unión sapiencial, esta «fusión sofiánica» del ser que conoce y del ser conocido no implica, sin embargo, ninguna confusión14.

Conocimiento paradisíaco o adámico…

Como todo conocimiento humano, el conocimiento adámico contiene un elemento «especular», «representativo», pero este elemento no aparece como tal.

El conocimiento adámico es como un espejo que refleja los seres y las cosas, y se ignora activamente a sí mismo como condición de posibilidad de este reflejo: el espejo intelectivo se «olvida» de sí mismo en su misma intelección, se absorbe enteramente en el acto de su visión; éste es uno de los significados de la ignorancia (querida por Dios) del «fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal», por la que se entiende la consecuencia de una actualización de la dualidad como tal, es decir, de su potencialidad separativa.

Si el conocimiento no puede unir al ser que conoce con el ser conocido, es sólo porque, «en su acto mismo, no es ni lo uno ni lo otro». No nos convertimos en rosa porque lo conozcamos. No debemos olvidar, en la famosa frase de Aristóteles: «el alma es (…) todo lo que conoce», la palabra más importante «en cierto modo» (πωϛ). Y es que este modo de identidad, llamado «intencional» (escolásticos), es una identidad cognoscitiva y no una identificación ontológica de las realidades identificadas. Hay una «aprehensión de una esencia, abstraída de la cosa conocida por la inteligencia en el acto de intelección».

El conocimiento es, precisamente, la posibilidad milagrosa de tal modo de identidad, posibilidad específicamente ligada a la presencia del hombre en el mundo. Así, en el conocimiento, el ser conocido y el ser que conoce abandonan cada uno su propio situs existencial (puesto que existir, para un ser, es estar situado en un mundo, es decir, estar sometido a las condiciones determinantes de un medio, o de un estado, cualquiera que éste sea); se abren el uno al otro en un «lugar» que no es existencialmente ninguna parte, cuya naturaleza misma es ser un «no-dónde», un «non ubi»: el conocimiento, en el acto de conocer, es lo que provoca -en el apretado tejido de este mundo donde todo está siempre «en alguna parte», es decir, existencialmente situado (o condicionado)- una apertura, un «día», a la luz del cual los seres y los mundos pueden liberarse milagrosamente de su soledad ontológica y existir los unos para los otros.

Si el conocimiento, como tal, está insituado, ocurre, está situado, en el ser en el que se actualiza. Según que esta «situación» se asuma activamente o se sufra pasivamente, el conocimiento así situado es operativo y práctico, o meramente especulativo y teórico, es decir, eficaz con respecto al ser que conoce y al ser conocido, o no.

«Para un ser realizar activamente su situación existencial es existir de acuerdo con la ley de su ser. La Lex primordialis, en el Paraíso terrestre, es la ley del mantenimiento en el estado que le es conforme: «Realizar el situs adámico es rechazar el conocimiento de los estados inferiores, es mantener el estado humano en un acto de contemplación, vuelto hacia el Cielo y los seres de su mundo.

… al conocimiento después de la Caída

Cualquier deseo de «situarse en relación con los grados inferiores, de verse a sí mismo como un grado entre una multiplicidad de otros, lo que implicaría salir de este estado humano para considerarlo objetivamente y desde el exterior. Esta mirada hacia abajo, que mide el situs existencial, sólo pertenece a Dios, porque sólo el Absoluto puede conocer verdaderamente lo relativo».

Este es el pecado original, que es el deseo de conocer los estados infrahumanos (infraparadisíacos), para poder medir y apreciar el situs humano y su relativa superioridad. Adán no pierde su naturaleza humana, pero deja de asumirla activamente, deja de estar a la altura de su nobleza teomórfica. Se ve obligado a someterse a su propia naturaleza como determinación y destino ajenos a sí mismo. En esta caída vertical, pierde la clave sofiánica del conocimiento, que deja de ser operativo.

Lo que queda de este conocimiento es su dimensión especular, la capacidad representativa de la inteligencia. Ya presente en el estado adámico, pero luego «asumida» y liberada de sí misma por la absorción en su contenido trascendente, esta dimensión especular del conocimiento aparece ahora como tal, y se reduce a sí misma. La Sophia primordialis subsiste así, pero sólo de modo especulativo y reflexivo, como memoria intelectiva, directa e intuitiva de los principios y elementos metafísicos, y esto es lo que llamamos philosophia perennis :

  • philosophia porque este conocimiento anhela la sabiduría perdida, o también porque este conocimiento metafísico, connatural a la inteligencia, va acompañado de la conciencia de que este conocimiento, esta memoria sui de la inteligencia es, como tal, sólo especulativo: per speculum in aenigmate, dice San Pablo (1 Cor., XIII, 12) ;
  • perennis, en cambio, porque esta memoria sui, este conocimiento metafísico que el intelecto, solicitado por un objeto (natural o cultural) descubre reflexionando en sí mismo, persiste a través (per) de los años (annos) y de los milenios.

El conocimiento se reduce entonces a su modo especulativo, ya que «el pecado original consiste precisamente en la voluntad del ser condicionado de conocerse a sí mismo como tal, y de reducirse así a aquello que lo condiciona». Esto no significa que el conocimiento desaparezca, ya que queda existencialmente «deslocalizado», insituado, sin ubi ontológico, sino que, desligado ontológicamente, flota, objetivo y casi inútil, en todo caso ineficaz, «como una luz que el ser conocedor llevaría consigo pero que sólo iluminaría siempre lugares inaccesibles». Tal conocimiento metafísico no puede, por tanto, constituir nunca más una religio.

La religio perennis no es una religión

«Para devolver al conocimiento su virtud operativa y su eficacia salvadora, necesitamos un nuevo enraizamiento ontológico. Necesitamos un nuevo situs.

El hombre caído sigue estando en el centro, pero es un centro excéntrico: ha conservado su centricidad, pero ha perdido su centralidad; el mundo ya no es concéntrico con él. El hombre ya no tiene lugar, y sólo Dios puede realizar esta determinación superinteligible, superar la contingencia indefinida de la existencia universal y, «poniendo su tienda entre nosotros» (San Juan, l, 14), decirnos:

Aquí y ahora está el lugar de la verdad de tu vida; aquí y ahora he trazado la cruz que fija el nuevo jardín de tu existencia, aquel donde he construido el Paraíso eclesial que tú cultivarás y conservarás. Si permaneces en este nuevo estado, el de la gracia misericordiosa, si bebes de esta agua, si comes del fruto del Árbol de la Vida Inmortal, entonces tu conocimiento recobrará su poder transformador, entonces se producirá la pneumatización de tu intelecto, entonces conocerás, entrando en la más que luminosa Oscuridad del Viernes Santo, aceptando cerrar los ojos de la inteligencia especulativa, la Luz que está más allá de todas las tinieblas, y cuya Aurora el propio Adán nunca vio.

Por tanto, no podemos hablar, en sentido propio y operativo, de una religio perennis, a menos que dotemos a la sophia perennis (reducida de facto a una philosophia, como enseña expresamente Pitágoras) de una eficacia salvadora y deificadora que sólo pertenece a la religión instituida.

Esto es así porque la philosophia perennis o metafísica universal, cuya exposición, por otra parte, no se encuentra en ninguna parte como tal, sino que está siempre atrapada en configuraciones conceptuales particulares, subsiste en la memoria intelectual de la humanidad (la inteligencia y sus lenguajes) de un modo especulativo, abstracto, simbólico, «deontologizado», y por tanto sólo puede recuperar su operatividad ontológica por la gracia de una nueva «situación» en el orden de la existencia. Hay que partir de alguna parte, de un suelo existencial consagrado que está aquí y no en otra parte, mientras que al descentrar cósmicamente al hombre, el pecado ha establecido la equivalencia universal de todos los «aquí», que por tanto también están «en otra parte», quedando reducidos a la pura contingencia de su puntualidad.

En otras palabras, lo perenne es lo que Guénon llama metafísica teórica. En sí misma, esta metafísica teórica no puede ser operativa: sólo llega a serlo a condición de que su universalidad (abstracta) se injerte en la singularidad de un nuevo árbol de vida plantado por Dios en el suelo de nuestra existencia. Desde este punto de vista, la expresión religio perennis aparece como un espejismo engañoso. Se cree que designa una realidad misteriosa, a la vez subyacente y suprema, la quintaesencia operativa de toda religión, el «secreto del Rey», el sacramentum Regis, del que habla el Libro de Tobías (XII, 7), y en realidad sólo nos encontramos ante el concepto de religión en general. Ahora bien, así como el concepto de fuego no quema, el concepto de religión no salva. Y la belleza o el prestigio de las fórmulas con que se reviste el concepto no harán nada para cambiar eso. La religio perennis de la que habla el perennialismo no puede considerarse una verdadera religión.

Notas

  1. «Intelligence spirituelle et surnaturel», en Éric Vatré, La Droite du Père, Enquête sur la Tradition catholique aujourd’hui, Trédaniel, 1994; «Problématiques de l’unité des religions», postfacio a Bruno Bérard, Introduction à une métaphysique des mystères chrétiens, L’Harmattan, 2005; «La religio perennis n’est pas une religion» en, colectivamente, René Guénon, Frithjof Schuon. Héritages et controverses, L’Harmattan, 2023.[]
  2. «conjunto de observancias, reglas y prohibiciones, sin referencia ni a la adoración de la divinidad, ni a tradiciones míticas, ni a celebraciones festivas», cf. Brelich.[]
  3. alemán, inglés, italiano, danés, español, estonio, indonesio (religiusitas), letón, lituano, neerlandés, noruego, polaco, portugués, rumano, esloveno, sueco…[]
  4. Desde este punto de vista, una doctrina de la unidad de las religiones es propiamente cristiana: las demás religiones son «formas más o menos perfectas de la única religión, que, como dice San Agustín, existe desde el principio del mundo y se ha revelado finalmente en Jesucristo»; cf. Jean Borella, «Intelligence spirituelle et surnaturel», en Éric Vatré, La Droite du Père, Enquête sur la Tradition catholique aujourd’hui, Trédaniel, 1994, p.48.).[]
  5. Hechos de los Apóstoles, XI, 26[]
  6. S. Ignacio de Antioquía, Epístolas a los Magnesios, X, 1, 3; a los Romanos, III, 3; a los Filadelfianos, VI, 1.[]
  7. Jean Borella, «Problématique de l’unité des religions», epílogo de Bruno Bérard, Introduction à une métaphysique des mystères chrétiens, imprimatur du diocèse de Paris, L’Harmattan, 2005.[]
  8. «Intelligence spirituelle et supernaturel» («La inteligencia espiritual y lo sobrenatural»), op. cit., pp.48-51.[]
  9. «Problématique de l’unité des religions», pp.266-270, cursiva añadida[]
  10. «Intelligence spirituelle et supernaturel», op.cit., p. 54.[]
  11. «Problématique de l’unité des religions» («Cuestiones de unidad religiosa»), op.cit., pp.270-271.[]
  12. término desconocido tanto en sánscrito como en la tradición tibetana; cf. el artículo decisivo del tibetólogo Marco Pallis, en la colección René-Guenon-Les Dossiers H, editada por Pierre-Marie Sigaud: «Le Roi du Monde et le problème des sources d’Ossendowski», l’Âge d’Homme, 1984, pp. 145-154.[]
  13. «sin dejar de estar convencidos de que en ninguna parte hay nada equivalente a la doctrina trinitaria o a la encarnación del Verbo en Jesucristo, como tampoco hay nada equivalente a los sacramentos que prolongan la encarnación sacrificial del Verbo ‘hasta la consumación de los siglos’ (Mt., XXVIII, 20.[]
  14. Adán, al conocer la esencia de los seres paradisíacos, reconoce también que ninguno es como él (Gn., II, 20), y por eso se distingue de ellos.[]