Contribución en 2010 a la inscripción del director Roberto Rossellini en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO, en apoyo del expediente elaborado por el cineasta Jacques Grandclaude.
Cuando se tiene la oportunidad de ver una película del director Roberto Rossellini (1906-1977), se descubre que el cine es el arte de mostrar sin mostrar, un arte sin trucos, artificios ni efectos especiales. La película muestra en qué consiste el acto de filmar: ¡es una lección de cine!
Basta con ver algunas imágenes de la película de Rossellini o de la «película sobre la película» de Grandclaude para darse cuenta de que se trata de un cine diferente.
No un cine de otra época, de otro horizonte, sino otra forma de filmar, otra forma de hacer, otra forma de mostrar.
Uno se da cuenta de ello cuando se da cuenta de que estas películas tienen más de treinta años, pero que no han envejecido; y sin embargo, el cine, menos que cualquier otro arte verdadero, no puede ocultar su edad; incluso muy a menudo está risiblemente fechado, por muy prestigiosa que haya sido su firma.
Si estas películas nos traen a la memoria la música eterna, la música que nos sigue hablando después de siglos -pensemos en una suite de Bach, por ejemplo-, o las pinturas intemporales en las que a veces incluso encontramos vías de futuro, como atestigua la Tentación de S. Antonio en el Retablo de Issenheim; Si, pues, estas películas parecen intemporales, no es porque se parezcan a las obras maestras del género, los Bergman, los Hitchcock, los Sautet, los Eastwood -y vemos de paso que pertenecen por tanto a varios géneros-, sino, al contrario, porque son joyas de otro orden, que revelan el arte del cine, el arte de mostrar sin mostrar, el arte sin hilos, sin artificios, sin efectos especiales ; la película que muestra en qué consiste el acto de filmar: ¡una lección de cine!
Así pues, lo que al principio parecía otro cine era en realidad el cine mismo, el cine en acto, el acto puro, el acto desvinculado de su objeto.
Un periodista puede muy bien discutir sobre la objetividad, denunciar su imposibilidad, su pretenciosidad -y al hacerlo habrá puesto el dedo sobre el verdadero sujeto-, pero no habrá visto de qué se trataba, no habrá mirado el lado correcto de la imagen: habrá quedado atrapado en el esquema fenomenológico de una combinación inextricable entre un sujeto que mira y un objeto que es visto. Si bien es cierto que la mirada hace el objeto, que el experimentador modifica la experiencia en curso, el periodista se habrá perdido el papel crucial de la cámara -que es específico del cine y sin el cual no existiría- y que aquí se eleva al papel de vehículo de la intención objetiva. Por otra parte, es sin duda una de las mayores aportaciones pedagógicas de la «película sobre el cine» de Grandclaude el hecho de que revele a Rossellini, dejando a la cámara hacer su propio trabajo.
El profano -es decir, nosotros- que, sin embargo, había visto inmediatamente un cine diferente, sabe ahora que se ha encontrado con el cine. Porque no ha visto todas sus posibilidades, todos sus géneros, todas sus maneras, sino la posibilidad de un cine en el que, repitámoslo, la cámara puede ser el medio de una intención objetiva.
Descubrimos entonces el compromiso social y económico que Rossellini pretendía con el cine, pero también comprendemos inmediatamente su inaceptable subversión: devolver al espectador su libertad y, más allá, rechazar la manipulación establecida de las democracias necesariamente mediáticas -los periódicos nacen con ellas- y que, como decía Churchill, degeneran necesariamente en demagogia.
El hecho de que esta toma de conciencia pudiera tener lugar en el mismo momento y, simbólicamente, en el mismo lugar que se pone al servicio de la mercantilización del arte -siguiendo el ejemplo de la mercantilización del ser humano, de la religión y de la política-, tergiversando el sentido de la belleza, era efectivamente lo inaceptable y lo que había que evitar a toda costa. Ya no nos reímos, ¡hay demasiado dinero en juego!
En un mundo en el que la bondad es un concepto anticuado, y la verdad un valor relativo, lo único que quedaba por hacer era impedir la corrupción de la belleza. Una vasta conspiración -sin conspiradores- en la que la ilusión del progreso decimonónico conduce a la nada que llamamos posmodernidad.
Mientras el Platón de lo bueno, lo verdadero y lo bello se revuelve en su tumba, todavía se alzan algunas voces y, sin duda, algún organismo o grupo independiente para preservar estos testimonios de otro mundo posible, ya sean nombres, textos o películas sobre el arte de filmar, que, como las obras de Platón, Bach o Rembrandt, deben permanecer a disposición de las generaciones futuras.