Artículo reciente, impulsado por la fórmula de un amigo.
Esta frase enjundiosa acuñada por un amigo mío sirve para recordarnos varios puntos clave sobre la metafísica.
El primero es que la metafísica ha tenido desde el principio dos vertientes: por un lado, el fundador de la ciencia que concluye, a partir de su observación del mundo físico, que existe una causa primera metafísica (Aristóteles) y, por otro, la plasmación filosófica del descubrimiento de que el sentido no se crea, sino que se recibe -y se reconoce- en la inteligencia (Platón).
En otras palabras, podemos distinguir entre, por una parte, una «metafísica científica», basada en la observación del mundo exterior y fundada en la racionalidad, y por tanto una metafísica más bien conceptual y, por otra parte, una metafísica más «intuitiva», la de la intuición intelectual, fundada en la observación del funcionamiento interno de la inteligencia-recepción y del mundo de las Ideas, conocimiento del orden semántico, trascendiendo el orden cósmico.
En ambos casos, el origen de la metafísica es anterior a lo que hoy llamamos religión, pero el entorno cultural es «religioso», digamos piadoso. En otras palabras, la «religión» o la piedad impregnaban todo el pensamiento, aunque fuera formalmente una construcción racional. Así, un Aristóteles vería el intelecto como viniendo «de fuera» o «por la puerta» (como siendo incluso eterno) y llamaría «teología» a la parte de la metafísica que se ocupa del «primer Motor».
Desde entonces, las religiones se han ido constituyendo -constituyéndose como tales tras el advenimiento del cristianismo1-, pero no se generalizaron inmediatamente. Así, en la época de Orígenes, un siglo antes del llamado «Edicto de Milán»2, y antes de que la civilización bizantina y latina se cristianizara por completo, existía todavía un clima «pagano» un tanto decadente, con toda una serie de ideas y concepciones que era necesario corregir antes de poder enseñar la fe cristiana. Por eso Orígenes propuso primero, a modo de purificación, un largo período de trabajo que incluyera la instrucción moral, el estudio de las artes y todas las opiniones transmitidas por las escuelas filosóficas, «como hace un buen labrador con la tierra sin cultivar»3.
Más tarde, metafísicos como Descartes o Leibniz pudieron ser simplemente cristianos católicos por su formación cultural.
Por otra parte, esta purificación del intelecto, previa a cualquier enseñanza de carácter espiritual, resultó indispensable en el siglo XX, cuando las religiones perdieron mucho protagonismo en el pensamiento contemporáneo, digamos en la episteme occidental media de la época, bajo los golpes del materialismo y del cientificismo en particular. Así pues, la función de Guénon era ofrecer una perspectiva metafísica, tanto en sus críticas al mundo moderno como al pseudoesoterismo o al vedanta. Pero esto es un requisito previo, y Guénon recomendaría unirse a una religión.
Así pues, no es de extrañar que los metafísicos contemporáneos sean todos de una fe afirmada, incluso conversos, ya se trate de René Guénon, Frithjof Schuon, Titus Burckhardt, Leo Schaya (islam), Léon Ashkenazi (judaísmo), Ananda Coomaraswamy (hinduismo) o Jean Borella (cristianismo).
Y es que la metafísica integral requiere necesariamente raíces religiosas. Y, en efecto, ¿qué es un «más allá» especulativo, es decir, ignorante de toda revelación, sino un simple juego conceptual? Siempre será incapaz de reconocer una «teofanía», es decir, de conocerla para poder hablar de ella.
A partir de ahí, la religión no es una metafísica práctica, en el sentido de que entenderíamos que podría haber una metafísica práctica que no fuera religiosa. Toda religión, en cambio, es a la vez metafísica y práctica. Su praxis (ritos, sacramentos) remite directamente -o incluso simbólicamente- a una metafísica, que puede ser implícita o explícita según la capacidad de expresión e intelección de cada persona; digamos incluso que el contenido metafísico de la religión es explícito (oposición entre el Cielo y la Tierra, la Caída, la redención y la salvación, etc.), aunque no se formule en términos abstractos y filosóficos. En cualquier caso, las dos dimensiones convergen: la práctica despierta la inteligencia metafísica, y el despertar metafísico refuerza la participación en la práctica. Lo cierto es que no es necesario ser inteligente (en el sentido de intelectual, por supuesto) para salvarse4. La tradición cristiana oriental es una buena ilustración de ello, con Padres como Clemente, Orígenes, Gregorio de Nisa, Dionisio el Areopagita y Máximo el Confesor en torno a la escuela alejandrina, que abogan por una exégesis alegórica de la estructura de la realidad5 siguiendo una tradición que puede llamarse «metafísica» y, por otra parte, la escuela llamada «antioquena», limitándose a una lectura más literal de las Escrituras y negándose a entrar demasiado en especulaciones de carácter metafísico. Sin embargo, entre sus filas se encontraban la mayoría de los más grandes espiritualistas de la Iglesia oriental, empezando por Isaac el Sirio y sin olvidar a San Juan de Dalyatha.
Si uno tiene la suerte -o la desgracia- de ser inteligente, se nos plantea una cuestión crucial: ¿existe un requisito previo para «entrar» en la metafísica?
¿Es la inteligencia científica y racional la que nos conduce a Dios (al estilo de Aristóteles, ciertamente de forma reductora) o es la inteligencia intuitiva la que reconoce un ser trascendente, una especie de teofanía (al estilo de Platón)? En el primer caso, corremos el riesgo de quedarnos con una metafísica especulativa puramente intelectual, desconectada de antemano de la metafísica particular de las religiones, cuando, suscribiendo la recomendación guénoniana, nos unimos a una de ellas, con la motivación de beneficiarnos de una «influencia espiritual». Hay una especie de arrogancia en este «tomar en mano» voluntarista del propio destino espiritual, aunque signifique «manipular fuerzas espirituales», frente a las entregas y renuncias indispensables para cualquier estación espiritual. Tanto más cuanto que el Espíritu sopla donde quiere (Jn III, 8).
En ambos casos, afortunadamente, podemos pensar que existió originariamente una capacidad efectiva de «sentir», mediante una intuición suprarracional, la realidad de lo espiritual.
- Así, el término «temor» (yara) en hebreo, que es, según Proverbios, «el principio de la sabiduría» (Pr. I, 7), se asocia a veces con el verbo «ver» (ra’a) y siempre se ha entendido en la tradición antigua como una cierta sensibilidad a las realidades espirituales, opuesta a la expresión bíblica «endurecimiento del corazón«.
- También podemos, con Isaac el Sirio (Obras espirituales, II, 1, 2), llamar «esperanza» a esta visión, que no es el contenido de la fe confesional y conceptual, sino esta esperanza sin objeto directo, sin contenido mental, aparte de esta certeza en el solo hecho de que hay salvación.
- La misma idea está presente en el caso de la vocación monástica, donde el surgimiento de un deseo profundo de dedicarse totalmente a lo espiritual está siempre correlacionado con una cierta experiencia de Dios, ya que sólo podemos desear lo que ya hemos gustado6.
- Y leemos en Pascal, citando a Bernardo de Claraval: «No me buscarías si no me hubieras encontrado ya».
Lo único que queda, pues, es abandonar toda metafísica -incluso la más sublime- y convertirse casi en nada, en «una cáscara de ser perfumada de esperanza»7.
Notas
- Ver el artículo «Jean Borella, Sobre la unidad analógica de las religiones»[↩]
- nombre que se da tradicionalmente a un rescripto de 313, promulgado por los coemperadores romanos Licinio y Constantino, por el que se establecía la libertad de culto y la restitución de bienes y que marcaba la transición entre la antigüedad pagana y la era cristiana.[↩]
- cf. Gregorio el Taumaturgo, Gracias a Orígenes, VII, 93.[↩]
- «¿Hay que ser inteligente para salvarse?», revista web Contrelittérature del 10 de mayo y 15 de octubre de 2009[↩]
- Por ejemplo, Máximo, en su Mystagogy, comentando el simbolismo de la Iglesia (edificio) y de la liturgia, superponiendo, por analogía con el hombre y el cosmos, los tres niveles de la realidad[↩]
- axioma bien ilustrado por ciertas comunidades coptas, que ponen como condición para los candidatos que desean unirse a ellas «haber sentido la gracia de Dios en su corazón al menos una vez», único criterio para discernir la autenticidad de una vocación monástica[↩]
- Conclusión de Métaphysique pour tous/»metafísica para todos» (L’Harmattan, 2022), p. 145.[↩]