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Evaluación de Dario Chioli

Reseña de Dario Chioli en Bruno Bérard & Aldo La Fata, Che cos’è l’esoterismo tra verità e contraffazioni (Ésotérisme pour tous. Entretiens avec Aldo La Fata, 2024), Solfanelli, Chieti, 2024.

Este libro es realmente interesante para quienes aún conservan el hábito de razonar y desean adentrarse en el laberinto esotérico con alguna esperanza de comprensión, a diferencia de lo que podríamos llamar el «circo esotérico».

Aldo La Fata, entrevistado por Bruno Bérard, consigue ser admirablemente sencillo, dando en poco espacio los elementos fundamentales para acercarse a las tradiciones más diversas en sus aspectos esotéricos.

Siempre conviene ser prudente en estas cuestiones, y no hay dos esoteristas o supuestos esoteristas que utilicen los términos de la misma manera, por lo que hay que tener mucho cuidado de leer sin fantasear demasiado sobre lo que no está escrito allí y quizá le gustaría encontrar…

El texto se deshace un poco bajo la reflexión, no servil, de la distinción impuesta por René Guénon entre «esoterismo» y «exoterismo» (o «exoterismo»). En efecto, esta distinción es conveniente en muchos aspectos, aunque no siempre funcione y aunque muchos la utilicen muy mal (incluso el propio Guénon con respecto al cristianismo, por ejemplo).

1. En el «Exergo» y en el primer capítulo, Bérard y La Fata intentan delimitar el campo, excluyendo del campo del esoterismo el abigarrado bric-à-brac primero del ocultismo y luego de las diversas expresiones new age, distinguiendo así el «verdadero» esoterismo de esa especie de sensacionalismo fantástico que para muchos que se autodenominan esoteristas no es más que una especie de «patio de recreo para la mente»1.

Aldo La Fata oscila, como yo también oscilo por razones prácticas, entre una definición «estrecha» del esoterismo como una experiencia interior cuya historia no puede rastrearse porque depende en última instancia de una gracia celestial y no de una sucesión de acontecimientos visibles, y una definición «amplia» que incluye las diversas prácticas místico-ascéticas y hasta cierto punto la esotericología, es decir, el estudio de las manifestaciones esotéricas identificables. Señala acertadamente que sólo se es un buen esotericólogo si también se es esoterista, del mismo modo que sólo se es un buen teólogo si también se es creyente (p. 12).

Por último, en respuesta a una pregunta de Bérard, La Fata aclara que el esoterismo no puede equipararse a la filosofía, ya que no depende de la mente sino de la «luz del intelecto» que tiene orígenes trascendentes.

2. El segundo capítulo trata de la relación entre esoterismo y religión.

La Fata insinúa los riesgos de querer restringir demasiado el campo a doctrinas y teorías: «Las teorías y las doctrinas pueden ser un punto de partida, pero no son la Vía. Por no hablar de que no se trata de una única Vía» (p. 17). Como ejemplos trae dos muy diferentes, el de Umberto Eco, que en El péndulo de Foucault acaba haciendo pasar por una bufonada cualquier planteamiento esotérico, y el de Antoine Faivre, que adaptaría ciertos esquemas de los que era partidario para analizar el esoterismo incluso allí donde tales esquemas no encajaban. Por cierto, he leído algo de Faivre y no puedo sino estar de acuerdo en que su enfoque me pareció demasiado clasificatorio. En tales casos, la mente del erudito asume un predominio que no le corresponde, sustituyendo a la intuición intelectual. Es, además, un riesgo difícil de evitar cuando se quiere hablar de todo.

Fata está al menos parcialmente de acuerdo con Guénon cuando diferencia entre esoterismo y religión, en particular cuando se trata del judaísmo y el islam, donde la Qabbalah y el sufismo parecen mundos aparte de la religión practicada por los creyentes. Comprendo su punto de vista, pero me gustaría señalar que, no obstante, existen muchas realidades intermedias, por ejemplo el jasidismo, y que, por otra parte, al igual que muchos esoteristas han apreciado la Imitatio Christi en el cristianismo, no hay razón para no ver el análogo en la imitación de Muḥammad inspirada por la Ḥadīth. La insistencia en una clara distinción entre exoterismo y esoterismo es característica de los guénonianos, pero se parece un poco al lecho de Procusto

Por otro lado, La Fata, aunque acepta la distinción de Guénon, tiene muy claro que la Gracia es el análogo (o yo diría, la misma cosa) de la influencia espiritual de la que se habla en el sufismo o la cábala. Parece que la distinción es más una cuestión de vocabulario, siendo diferente el que utilizan los religiosos y el que emplean los que se consideran esoteristas. Sin embargo, no estoy convencido de que la solución pueda consistir, como sugiere La Fata con cierta vacilación, en un «diccionario técnico» de términos esotéricos; me temo -y los estudios que he realizado en los últimos meses sobre la masonería lo confirman- que la oposición tiene razones eminentemente «polémicas», derivadas de enfrentamientos políticos e ideológicos que no eran ni son ni religiosos ni esotéricos. Además, desde mi punto de vista, una persona religiosa no esotérica no es más que un conformista o un hipócrita, y un esoterista no religioso no es más que un ilusionista o un mistificador.

3. El tercer capítulo trata de la «biografía esotérica» de Aldo, que leo con curiosidad, incluso un poco cotilla si se quiere, ya que en general es muy reservado. Habla de su descubrimiento de niño de Julius Evola, luego de Guénon, después de su encuentro con un kremmertiano que tuvo para él consecuencias ambivalentes, hasta su descubrimiento y encuentro con Silvano Panunzio (de quien Aldo La Fata es testamentario y heredero espiritual)2 así como de su participación en su «Alianza Trascendente Miguel Arcángel» (ATMA), un pequeño grupo de personas que se inspiraban un poco en el espíritu de los antiguos Caballeros de la Edad Media.

4. El cuarto capítulo trata de la historia del esoterismo. Aldo La Fata comienza acertadamente con una «distinción» sacrosanta: «el esoterismo como entidad histórica no existe ni ha existido nunca, pero una historia de sus múltiples expresiones, formulaciones, actualizaciones y adaptaciones es ciertamente posible». Y continúa aclarando: «Con respecto al esoterismo podemos hablar ciertamente de corrientes o más bien de ríos cársticos de los que brotan manantiales a diestro y siniestro de vez en cuando. Es de la «historia» de estos manantiales de agua de lo que podemos hablar y no del río que los originó» (p. 38).

En cuanto a este «río», a la pregunta de Bérard, La Fata responde magníficamente, citando el Apocalipsis, que fluye «del trono de Dios y del Cordero» (p. 38).

La distinción que se hace entonces entre «padres mayores» y «padres menores» del esoterismo es más bien un «medio útil». Los mayores, ya sean históricos o legendarios, serían Hermes, Pitágoras, Moisés, Manu, Orfeo. Las ‘religiones de misterios’ están vinculadas a ellos, y en este sentido el término ‘esotérico’ se utiliza para significar ‘enseñanza reservada, no conocida por los no iniciados’. Luego se menciona a los ‘padres menores’, de los que La Fata afirma que podría elaborarse una larga lista, que iría de Platón a Guénon. Constituirían una especie de ‘patrística esotérica’ análoga a la patrística de los Padres de la Iglesia.

A continuación, aborda la «geografía» del esoterismo, de lo que parecen haber sido sus principales centros de difusión. Por último, distingue acertadamente el esoterismo del gnosticismo, que estaría bajo el signo del «Polemos» con respecto a la gnosis de la tradición cristiana universal, y aborda las relaciones con las antiguas escuelas filosóficas como la de Alejandría, que La Fata no considera propiamente esotéricas.

5. El quinto capítulo3 titulado «Esoterismos y esoteristas» repasa con más detalle lo que ya se ha mencionado anteriormente. Identifica el esoterismo con la «búsqueda de la verdad», a continuación da explicaciones notables sobre los nombres de los tres grandes «padres» griegos, Orfeo, Pitágoras y Hermes, explicaciones que arrojan más luz sobre la naturaleza del esoterismo. A continuación, analiza cómo las mujeres también fueron admitidas en los «misterios», que todavía hoy son excluidos por la masonería «ortodoxa». Permite la afirmación de Bérard de que el falso esoterismo se distingue, como «prometeico», del verdadero, que no roba el «fuego de los dioses», sino que lo obtiene como un don (p. 51).

El Hada afirma entonces de forma convincente la naturaleza esotérica de la obra de Dante, así como -y para mí es aún más un signo de gran claridad interior- de la enseñanza de Sócrates. No en vano Sócrates fue el maestro de Platón; estaba iniciado en los misterios pero, lo que es más importante, hablaba con su propio daímon.

También se reconoce un aspecto esotérico en Aristóteles, sobre el que, por otra parte, las opiniones varían y en el que me parece que incluso Bérard discrepa parcialmente (p. 59).

A continuación, habla de las escuelas antiguas, como las neoplatonistas, y de sus ramificaciones (al menos parciales) en el neoplatonismo cristiano antiguo, medieval y renacentista: La Fata menciona también a algunos filósofos sobre los que podría tener algunas dudas, y luego llega a la escuela «tradicionalista» de Guénon, Coomaraswamy, etc., de la que se ha inspirado mucho a lo largo del tiempo.

Sostiene que Guénon tiene dos almas: la «escolástica» y la iniciada «muda», y que pocos habrían comprendido a esta última, la mayoría se aferra a la primera y radicaliza, a veces mal, sus categorías y distinciones (pp. 58-59).

6. En el sexto capítulo, Bérard pide a La Fata que describa su trayectoria de investigación ya no en relación con las personas que conoció sino según los «libros clave» que estudió, esto también en relación con el volumen A la luz de los libros. Caminos de lectura de un «caballero andante» publicado por Aldo en 20224.

Para mí es un capítulo muy curioso porque comparo las referencias de Aldo con las que yo citaría. He leído todo Guénon varias veces y me influyó mucho durante cierto tiempo, he apreciado algunas obras de Evola y en particular la Introducción a la magia editada por él, que leí cuando estaba en la mili, a Silvano Panunzio lo descubrí tardíamente a través del propio Aldo que me lo presentó. A Paolo Virio sólo lo conozco de nombre pero por lo que he oído de él me atrae poco, no estoy muy convencido de su «tantrismo cristiano», pues entonces el tantrismo en la India no es en absoluto una cuestión de sexo.

En cuanto a Kremmerz, leí los tres volúmenes de la Ciencia de los Magos que cita La Fata (más el cuarto volumen de comentarios escrito por Danilo Ugo Cisaria), me gustó moderadamente más que nada porque Kremmerz era un buen escritor, pero nunca me convenció demasiado. Leí y releí Meyrink no sé cuántas veces, porque me atraía tanto como literatura fantástica como por sus matices esotéricos, y además era la época en que leía las cosas de su editor italiano Evola.

A diferencia de Aldo, leí y releí de cabo a rabo (también cronológicamente) todo Castaneda, extraje de él muchas sugerencias y lo encontré útil, aunque no tardé en darme cuenta de que era casi todo invención (esperaba que no lo fuera). Pero era una invención de genio (sólo las tres últimas obras que salieron a la luz sabían claramente a mistificación). A Dante, Goethe y Shakespeare, a los que aprecio mucho, no podría citarlos entre mis fuentes principales, mientras que comparto los elogios de Aldo a las novelas de Mircea Eliade, algunas de las cuales son verdaderas obras maestras.

Faltan en esta lista una serie de referencias que fueron fundamentales para mí como poeta y orientalista: Juan de la Cruz, cuya obra poética completa traduje y publiqué, Teresa de Ávila, Rāmakṛṣṇa, Tagore, Rūmī, Buber, Vasugupta (a su Śivasūtra dediqué treinta años), Gurdjieff, Whitman, García Lorca, Hesse, Dostoievski y Tolstoi, y muchos muchos otros… Pero la historia de cada uno es diferente…

7. El séptimo capítulo trata sobre «esoterismo y misticismo». En realidad, aquí el Hada hace malabarismos con dos términos difíciles de no identificar. Si no lo hace, probablemente se deba a la influencia de Guénon.

Desde un punto de vista fenomenológico, se tiende a considerar el esoterismo de dos maneras: por un lado, un secreto interior inefable y, por otro, una serie de procedimientos o actitudes destinados a hacerlo accesible.

Aquí, creo que el segundo modo es en realidad una concesión a las fantasías dramatúrgicas humanas, siendo el primer modo el único de verdadera eficacia espiritual. El misterio es siempre un don, nunca un cupón a cobrar a su vencimiento. Puede ser «transmitido» por alguien (el «maestro»)5, pero nunca «merecido» o «evocado».

Esto significa simplemente que el conjunto de rituales, ceremonias, técnicas de los diversos grupos esotéricos no tiene ningún significado real, sólo sirve para entretener o tranquilizar la mente (lo que a veces es útil, a veces no). Pero claro, si uno no quiere admitir esto, se empantana en una avalancha de distinciones que corren el riesgo de ser superfluas. Por tanto, lamento tener que discrepar, aunque sólo sea parcialmente, en este punto, con el análisis expuesto en el texto: por mi parte, cuanto más investigo, más convencido estoy de que casi toda la parte «técnica» del esoterismo occidental nació en oposición al cristianismo, como un intento deliberado de sustituir la Iglesia una, católica y apostólica (pero también ortodoxa) por una antigüedad anárquica o multijerárquica, una teoría pseudosacramental postcristiana o anticristiana por la teoría sacramental cristiana.

Es cierto que el término «misticismo» también ha sido utilizado a menudo por muchos católicos para denotar un sentimentalismo azucarado y sin valor; esto debería rechazarse, como de hecho siempre se ha hecho, si se leen bien, en los textos ascéticos católicos.

También es cierto que la sociedad, sobre todo en Occidente, se ha profanado, y la estructura eclesiástica no ha sido una excepción. Pero no es cierto que el misticismo haya desaparecido, sino que ha desaparecido la veneración que lo constelaba en el sentimiento común; el sentido de lo sobrenatural ha desaparecido en la Iglesia, cuya «organización» demasiado humana ha sucumbido demasiado a las posiciones laicas y académicas que han emitido juicios sobre lo que no eran competentes para juzgar. Primero la condena de la Reforma, luego del modernismo, no bastaron para contener la crisis6.

En realidad, todo esto corresponde en algunos aspectos a esa degeneración de la que escribía Guénon, con la diferencia de que él estaba de hecho alejado del catolicismo y era incapaz de percibir la mística, incluso el misticismo que se vivía en su época, hasta el punto de que no se interesaba por los místicos y reaccionaba despectivamente ante los estudios de Pouvourville (Matgioi) sobre Teresa de Lisieux.

En última instancia, parece que fue el propio Guénon quien trazó un surco infranqueable entre esoterismo y misticismo. Basta con fijarse en esto para que el problema pierda en gran medida su sustancia.

8. El octavo capítulo habla del esoterismo judío, que identifica con la cábala. Dice que hay demasiado material por ahí; tanto verdadero como no verdadero, es decir, hay mucha basura ocultista, pero parece que un número increíble de manuscritos judíos yacen inéditos. Fata remonta la Qabbalah al misticismo de Merkavàh, vinculado a Ezequiel. Hay que añadir que igual de antiguo parece ser el misticismo de Bereshìth, vinculado al comienzo del Génesis. Los textos de referencia son el Séfer hazzohar y el Séfer yetziràh.

La presentación que aquí se hace me parece, en su inevitable esquematismo, correcta. Quizá basarse principalmente en Scholem e Idel pueda dar algunos problemas, porque el primero fue muy discutido por los mequbbalìm tradicionales, mientras que el segundo parece más un historiador de la Qabbalah que un mequbbàl. En cualquier caso, son grandes eruditos, comparables a un Corbin, un Eliade, un Jung.

Señalo que se puede encontrar una analogía con la experiencia mística de Merkavàh en el Ṛgveda X, 135, 3-4.

Resulta un tanto incauto afirmar, tras insistir principalmente en la numerología hebrea, que «el método cabalístico de interpretación de las Escrituras fue asumido por los Padres de la Iglesia cristiana». En realidad, sólo se conservó el concepto de los «cuatro sentidos de la Escritura». Casi no hay rastro de numerología aplicada a la Biblia en el campo cristiano, salvo en el asunto del apocalíptico 666.

En cualquier caso, La Fata presenta la Qabbalah como una «ciencia» y habla de un «método cabalístico». Aunque no puedo decir que esto sea erróneo, seguiría siendo prudente porque tal formulación parece dar demasiado peso a la iniciativa humana, mientras que el hombre debe esencialmente «recibir», de ahí el propio término Qabbalah: «recepción».

Pero es precisamente el exceso de datos en el estudio académico lo que conduce a la «sistematización», descuidando el dato espiritual que es, al fin y al cabo, el único fundamental. El mequbbàl nunca será el que conoce y sigue todas las teorías de los «manuales de Cábala», sino el que se conduce según lo que le ha sido comunicado por Dios.

Por último, añadiría que quizá habría que dedicar más espacio al esoterismo en el jasidismo, sobre todo teniendo en cuenta la gran importancia mística y taumatúrgica del fundador, el Baʻal Šem-Ṭôv, sobre el que Buber escribió cosas excelentes junto con muchos otros y hacia cuyo movimiento el propio La Fata dice que tenía ‘mucha simpatía’. Pero también al esoterismo en la vida de un ‘buen fariseo’, ya que en el próximo capítulo se dirá (p. 106) que los fariseos eran esoteristas.

9. El noveno capítulo trata del esoterismo islámico. También aquí la presentación me parece correcta, salvo que cada uno insistiría en aquello que siente más cercano. Por ejemplo, yo no daría tanta importancia a la «ciencia de las letras», aunque es cierto que esta disciplina está directamente vinculada al Qur’ān. Ibn ʻArabī es sin duda muy importante, pero me siento más cercano a al-Ghazālī o a Rūmī. Al-Ḥallāj es entonces el sufí «crístico» por excelencia. Creo que también aquí La Fata está influida por Guénon, para quien Ibn ʻArabī era el non plus ultra. Que puede serlo, pero para un occidental es difícil. Sobre el chiísmo, el mencionado Sohravardī, que nos ha dado a conocer Corbin, es realmente fascinante y los libros de Corbin sobre él y sus temas lo son igualmente.

En cuanto a la necesidad de las cofradías, La Fata señala acertadamente las contaminaciones políticas o sectarias que caracterizaron varias de sus vicisitudes, al tiempo que señala con igual acierto su dhikr como práctica cultual central.

10. El décimo capítulo, comprensiblemente más largo que los demás, está dedicado al esoterismo cristiano.

En primer lugar, uno se pregunta si existe tal esoterismo cristiano, y La Fata responde que sí. Descartando el gnosticismo, el sincretismo (Pico della Mirandola) y el esenismo (al que se querría reducir al propio Cristo), ve en Jesús mismo la esencia del esoterismo, el Logos antes del logos.

Aldo dice que la Iglesia habría limitado esto en el pasado, que se habría ‘abierto’ con el Concilio Vaticano II. Creo que no se equivoca al decir esto, aunque en muchos casos esta ‘apertura’ haya conducido a formulaciones descuidadas o incluso indignas.

Entonces ve los actos por los que Jesús se amoldó, directamente o a través de sus padres, a las costumbres de la época, como manifestaciones iniciáticas, lo que a mí me parece sinceramente superfluo. Es cierto que él mismo hablaba de una manera a «los que no tenían oídos para oír» y de otra a los que sí los tenían, como sus discípulos directos, pero la cosa, si lo pensamos bien, es bastante natural. Uno habla a la gente de lo que entiende, a menos que sea un pobre hombre con una cultura de segunda.

Muy acertada me parece, tras citar a Jean Borella según el cual «en el cristianismo, esoterismo y exoterismo son inseparables», la consideración panunziana del exoterismo cristiano como «esoterismo de lo esotérico» (p. 110). Las reflexiones sobre la masonería y el esoterismo en los ámbitos protestante y ortodoxo son esencialmente coincidentes. Las relativas al neoplatonismo cristiano en la era moderna conciernen quizá más al ámbito filosófico.

Incluso y sobre todo aquí, al hablar de cristianismo, vuelvo a preguntarme si tiene sentido hablar de ‘esoterismo cristiano’ o incluso de ‘esoterismo’ en general, teniendo en cuenta la degeneración a la que ha llegado el uso de este término. Si no se pudiera hablar de ‘Espíritu’ y ‘Gracia’ sin añadir términos no tradicionales en el ámbito cristiano. Sin embargo, es cierto que para hacerse entender por los demás, hay que mediar entre las respectivas costumbres lingüísticas

11. El undécimo capítulo está dedicado al esoterismo hindú. Ahora bien, los datos que relata La Fata son, por supuesto, todos muy correctos desde el punto de vista histórico, salvo que uno se pregunta: ¿por qué, incluso aquí, hablar de esoterismo? Casi parece que es el propio término el que crea el problema. Ni siquiera Guénon… Es decir, Aldo escribe en la p. 121: «al igual que el brahmán era el encargado de ‘supervisar’ la correcta ejecución del rito sacrificial, Guénon ha sido en nuestros tiempos el supervisor de la pureza de la tradición esotérica y de su expresión doctrinal». Pero este papel, reivindicado por los guénonianos, ¿quién se lo habría dado a Guénon? Es una locura, ninguna tradición puede conferir tal investidura. Además, no es que los brāhmaṇa ‘supervisen’ la ejecución de los ritos, son los propios celebrantes, facultados para ello por nacimiento. Este último punto es seguramente una degeneración, en el sentido de que la casta debería ser una expresión de cualidades interiores, no depender únicamente del nacimiento, pero la degeneración es antigua. La hipótesis posterior de Bruno Bérard de que «la doctrina de las castas pudo ser un expediente para impedir que cierto conocimiento llegara al pueblo» sólo puede aceptarse si se comprende que este conocimiento ya estaba entonces necesariamente corrompido, porque nada puede impedir la transmisión del «don» divino a quienes se consideran dignos de él. Y el juez en estos asuntos es sólo Dios, no ningún sacerdote o líder religioso.

Parece existir, a causa del término «esoterismo» y del pretendido papel de «intermediario» de Guénon, una confusión entre los «medios útiles» de las distintas escuelas y el secreto espiritual al que deberían, todas ellas, tender. Es cierto que los propios hindúes han sucumbido a menudo a fetiches mágicos, ya sea expresados en su tradición o, en los últimos siglos, sincretizados con el ocultismo teosófico; pero esto no nos da derecho a malinterpretar limitando el corazón de la tradición hindú a estas cosas.

Es cierto que hubo una pérdida; a la llegada de los británicos a la India, la situación de los Vedas era más o menos la misma que la del Avesta en Irán: los representantes tradicionales ya no lo entendían. Fue gracias a los europeos, ya fuera por la importancia de sus estudios o en contraposición a ellos, que se redescubrió el significado de las antiguas tradiciones, a menudo por figuras orgullosamente nacionalistas como Bal Gangadhar Tilak y Aurobindo. Sin que, no obstante, el redescubrimiento llegara hasta el final, ya que muchas cosas permanecen oscuras.

Paralelamente al declive del conocimiento de los Vedas, el sistema de castas, que había pasado de cuatro a cientos o miles, se había establecido de forma extremadamente invasiva, algo que por desgracia sigue anquilosando a la sociedad india en una avalancha de limitaciones innecesarias. Gandhi se había dado cuenta de ello y trató de remediarlo, pero fue asesinado por un «tradicionalista».

Esto hace que la situación sea enormemente confusa. Frente a los brāhmaṇa más tradicionalistas que quizá siguen considerando que el simple hecho de abandonar la India es causa de impureza, ha habido y hay maestros espirituales reconocidos como tales que no sólo no se preocupan por esas cosas sino que en algunos casos instan a sus discípulos a exponer el Sanātanadharma incluso en Occidente. Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de Śrī Rāmakṛṣṇa, de casta brahmánica y considerado por sus discípulos el avatār de Rāma y Kṛṣṇa, que envió a su discípulo principal Vivekānanda – kṣatriya de naturaleza ardiente y gran santo a su vez, piense lo que piense Guénon. La misma apertura caracterizó también a Rāmaṇa Maharṣi y cabe señalar que tanto su «iluminación» como la de Rāmakṛṣṇa precedieron a toda su «reconexión iniciática» (por decirlo a la manera guénoniana).

Por otro lado, hay una serie de «maestros espirituales» de todas las castas relacionados con el bhakti o el yoga, que a menudo viajan por el mundo y cuya seriedad resulta a veces más o menos difícil de comprender. En relación con el tantra se han difundido entonces en Occidente interpretaciones que no están ni en el cielo ni en la tierra, como si consistiera simplemente en magia y prácticas sexuales. También se confunden las ideas sobre la relación entre el Tantra, el Yoga y el Haṭhayoga.

«Para el propio Guénon, el «Tantra» era una especie de «quinto Veda», pero es muy cierto que bajo este nombre de Tantra existen libros de naturaleza muy diferente. En cualquier caso, todos están hechos para los hindúes, es muy difícil para un occidental penetrar en su bosque simbólico, en su «lenguaje crepuscular» (sāndhyābhāṣā) y adaptarse a sus pretensiones ascéticas (incluso en los raros casos en los que los Tantras hindúes contemplan la actividad sexual real, con la esposa en la mayoría de los casos, ésta es todo menos «libre», sino absolutamente ritualizada, de acuerdo con las indicaciones del antiguo Bṛhadāraṇyakopaniṣad).

«El yoga», por su parte, es en sí mismo aparentemente lo más sencillo que existe; es la unión con Dios, y para sumergirse en ella, de acuerdo con los textos más antiguos, sólo hay que adoptar una postura (más bien una postura interior) que permita apartarse de las distracciones externas y entrar en Su consideración.

«Haṭhayoga», o el «yoga del sol y la luna» es una versión alquímica del yoga que a menudo se ha confundido con mera gimnasia y que fascina a los ocultistas porque promete esos siddhi, o «poderes» que formalmente todo el mundo se compromete a rechazar, pero que son fáciles de rechazar sobre todo cuando uno no los tiene.

Por supuesto, los grandes maestros como Rāmakṛṣṇa o Ramaṇa Maharṣi, incluso cuando los conocieron en su camino, nunca prescribieron a nadie seguir prácticas tántricas o Haṭhayoga. Lo importante en la vía védica como en la vía cabalística del Merkavàh, es facilitar el nacimiento en uno mismo de un «vehículo» que llevará sobrenaturalmente el alma al cielo en el momento de la muerte.

El Hada insiste con razón en la importancia del «sacrificio». Éste es, en efecto, central tanto en el veda como en el cristianismo, y resulta igualmente difícil penetrar en su significado en ambos. Es decir, se ha hablado mucho de ello, pero captar su significado transmutativo parece cualquier cosa menos sencillo. Es algo extremadamente arcaico, que parece estar arraigado en las raíces intemporales de la historia, un misterio compartido que probablemente sólo pueda aclararse al hombre por concesión divina.

En cuanto a Upaniṣad, Vedānta, Yoga y Śaṅkara, como debería estar claro a estas alturas Aldo sigue la versión de Guénon, que tiene sus méritos y sus defectos. Desde mi punto de vista, calificar el Vedānta de más esotérico que el Yoga no tiene ningún sentido, pero esto depende de los diferentes significados que se den a los términos. Además, siempre se olvida recordar que quizá el texto más representativo del hinduismo actual, el Bhagavadgītā, no es una expresión del Advaitavedānta de Śaṅkara, sino del Viśiṣtādvaitavedānta de Rāmānuja7.

12. El duodécimo capítulo trata del esoterismo budista. Aquí el discurso es bastante general, se dicen cosas correctas tanto sobre Buda como sobre las prácticas de las distintas escuelas. Sobre la relación entre budismo e hinduismo, se menciona la interpretación inicialmente negativa de Guénon, más tarde parcialmente corregida bajo la influencia de Coomaraswamy.

También se menciona la opinión de Radhakrishnan de que no veía mucha diferencia entre el propósito de las Upaniṣad y el del budismo, que de hecho diferían no tanto en la práctica meditativa sino más bien porque los budistas rechazaban los Vedas y los sacrificios.

En realidad, sin embargo, aquí el uso del término «esoterismo» corre el riesgo de ser particularmente superfluo, ya que el budismo es esencialmente una tradición de monjes, de la que sólo una versión edulcorada parece transmitirse a las masas. Esto se aplica a todas las formas de budismo, desde el Theravāda hasta el Mahāyāna y el Vajrayāna.

En cuanto a estos últimos, La Fata y Bérard quizás dan demasiada credibilidad a ciertos rumores sobre sus aspectos «oscuros», que probablemente sean malentendidos relacionados con la mezcla del budismo tibetano con el Bön chamánico o la magia negra (véase el caso de Milarepa). Estos aspectos oscuros han sido sobrevalorados en Occidente, primero por Blavatsky y David-Néel, luego por eruditos de formación cultural cristiana que tomaron a los «espíritus guardianes» por demonios, y finalmente por algún ocultista buenista que quiso parecer especialmente encantador o por algún escritor de lo fantástico (además de esoterista) como Meyrink. Añadamos las prácticas tántricas con el sexo (que, por otra parte, a diferencia de algunos análogos hindúes, no implican la emisión de semen) y la misteriosa enseñanza apocalíptica del Kālacakratantra, del que el Panchen Lama (espiritualmente superior al Dalai Lama8) es el principal maestro, aunque últimamente sólo se mencionen las iniciaciones dadas por el Dalai Lama (y aquí habría que hacer algunas bonitas consideraciones)9.

13. El decimotercer capítulo trata del esoterismo taoísta10. Las explicaciones son correctas y esenciales, con referencias culturales de interés para los estudiosos occidentales. Sólo señalaría que quizá no sea apropiado distinguir tan tajantemente entre taoísmo, confucianismo y religión popular china. De hecho, todas ellas parecen ser manifestaciones perfectamente acordes de la única y antigua tradición china que rendía culto al Cielo. No hay nada tan taoísta, por ejemplo, como el Yijing y, sin embargo, pertenece al canon confuciano y ha sido comentado tanto por Confucio como por los alquimistas taoístas. Tanto el taoísmo como el confucianismo incorporaron y ritualizaron después una serie de tradiciones populares.

En realidad, el taoísmo pasa por particularmente esotérico porque se tienen en mente las tradiciones sobre los ‘Inmortales’, las diversas tradiciones familiares transmitidas de padres a hijos (Miguel Saso hablaba de la ‘magia del trueno’), la alquimia interna (relacionada con las tradiciones alquímicas de los siddhars de Tamil Nadu especialmente a través del siddha Bogar). Porque es más «espectacular» que el confucianismo en definitiva, no sólo porque haya producido maravillas de síntesis como el Daodejing. Pero si se profundiza, se descubre en mi opinión, común a todo el mundo chino, una visión orgánica del mundo basada en un sentido del equilibrio y una estrategia espiritual casi invencible11. No en vano su civilización ha perdurado durante al menos tres mil años.

14. El decimocuarto capítulo habla de los «esoterismos modernos». Dice varias cosas interesantes sobre la Nueva Era, el ocultismo, el fanatismo anticatólico. Incluso habla de los ufómanos. A continuación, él y Bérard señalan cómo el mito de los «superiores desconocidos», que tanto espacio ha recibido en innumerables grupos pseudoesotéricos, es en realidad un simio de la «comunión de los santos».

«La cuestión es», dice La Fata, «si existen individuos que han alcanzado las más altas cumbres de la realización espiritual, dotados quizás de longevidad o incluso de inmortalidad, como el Judío Errante o el Profeta Elías, San Juan, ‘el discípulo que nunca moriría’ o el Conde de Saint-Germain o Fulcanelli. Guénon en El rey del mundo citando a Ibn ʻArabī habla de una ‘jerarquía de santos’ y ‘guardianes del mundo’. Al fin y al cabo, no es una idea muy diferente de lo que los cristianos llamamos ‘communio sanctorum’ (comunión de los santos)’.

Sin embargo, siguiendo a Guénon, incluso en la degradación general Aldo tiende a salvar el papel de la masonería, aunque no sea accesible a los católicos debido a la excomunión de 1738, hipotetizando que en alguna parte de ella se ocultan aún verdaderas «transmisiones iniciáticas». Sobre esta base, enumera una serie de referencias culturales más o menos afines a Guénon, casi todas ellas excelentes eruditas, pero ninguna de las cuales, me parece, puede considerarse a la ligera una «santa» de la que esperar un provecho espiritual «de boca en boca».

15. El decimoquinto capítulo trata sobre «esoterismo y metafísica». Aldo dice (p. 167): «Simplificando, diría que la metafísica es la plenitud de la Verdad, por tanto el fin, mientras que el esoterismo es un camino por el que es posible llegar a ella». Entonces Bruno Bérard se pregunta: «si el intelecto puro es el órgano de la metafísica, ¿cuál es el órgano del intelecto?» y responde que, de acuerdo con Corbin, es la imaginación creadora, pero «que no hay que confundir lo imaginativo con lo imaginario».

Se trata de una buena respuesta, que evidentemente define una zona precisa de la psique o la mente en la que algo debe construirse imaginativamente según ciertas reglas tradicionales, conforme a las necesidades del intelecto puro.

Se habla entonces de cosmología esotérica como de una realidad que abarca tanto lo visible como lo invisible. El medio para lograrlo es el «Símbolo como aparición y epifanía de lo Verdadero espiritual». Por supuesto, esto debe lograrse, y en este punto quizá sería importante señalar la necesidad de una disposición ética conforme. Después, la unión de metafísica y esoterismo debería ponerle a uno en situación de «morir antes de morir», de «morir a uno mismo» (matar al nafs, dirían los sufíes), de llevar a cabo una «catábasis» (descenso a los infiernos) que sea preludio de la «anábasis» (ascenso al cielo). Luego estaría el caso de los que, habiendo descendido, no pueden ascender, y esto sería lo que identifica a los «contrainiciados», según la terminología de Guénon, o más sencillamente -añadiría yo- a los «condenados», si se entiende que son tales precisamente porque «descendieron» con una disposición ética que no se ajusta. La Fata y Bérard están convencidos de que una perspectiva metafísica salva de este destino poco propicio, y uno también puede aceptarlo, considerando que una comprensión metafísica sin una disposición ética conforme es en sí misma imposible.

En cuanto a que la metafísica se defina como algo que está más allá de cualquier religión como religio perennis, estoy de acuerdo hasta cierto punto, en el sentido de que dicha religio perennis no me parece tanto una visión en sí misma como un modo de visión que informa cualquier religión si se capta con el ojo de la metafísica, es decir, de la verdadera gnosis. Quiero decir que no existe una superreligión, sino una mirada libre de formas capaz de reconocer lo verdadero en cada una de ellas. Pero creo que ésta es en última instancia, expresada con otras palabras, la idea misma de los dos autores de este libro.

16. El decimosexto capítulo se titula «Esoterismo y ‘humildad cognitiva'» y hace toda una serie de recomendaciones extremadamente útiles. En primer lugar, recuerda que «la verdad sólo empieza a aparecer cuando el hombre aprende a ver las cosas desde arriba o, como sugería Spinoza, ‘sub specie aeternitatis'». A continuación, señala el riesgo del orgullo, al que sucumben todos los falsos esoteristas, pero también los católicos demasiado firmes en sus propias posiciones, que acusan de hybris incluso a los «verdaderos esoteristas». La conciencia de ello hace inevitable la adquisición de cierta humildad y prudencia cognitivas. La arrogancia no puede coexistir con el esoterismo. Aquí La Fata inserta lo que me parece una sobrevaloración de Guénon como «guardián de la ortodoxia», con la que, como he expresado anteriormente, no estoy en absoluto de acuerdo, aunque coincido en que ayudó a aclarar muchas cuestiones, al mismo tiempo, sin embargo, que él mismo creó problemas, especialmente en lo que respecta al cristianismo.

A continuación, Aldo habla del carácter de algunos autores afines a Guénon: de Reghini, destemplado hacia el cristianismo, de Tito Burckhardt y Coomaraswamy, excelentes y también de carácter más equilibrado. En cualquier caso, los tres eran excelentes eruditos. Podría entonces citar a una multitud de guénonianos arrogantes y pretenciosos (hay demasiados), pero caritativamente no lo hace…

17. El último capítulo se titula «Qué es el esoterismo». Se extraen conclusiones, se resume. Se señala que sería mejor responder a esta pregunta con el silencio.

En cualquier caso, hablar de esoterismo tendría la ventaja o el propósito ‘de persuadirnos de la existencia de una realidad oculta, escondida a nuestra vista y a nuestros sentidos o incluso ignorada porque está oculta o deliberadamente escondida’ (p. 188). En cuanto a la «esotericología», «los mejores esoterólogos son los que se toman el esoterismo muy en serio y están animados, por así decirlo, por un espíritu de fervor casi religioso» (p. 189). A este respecto cita a Jung y, en cierta medida dependientes de él, a Kerényi, Camp-bell, Hillman, Eliade. Luego cita a Evola y a Elémire Zolla, y por supuesto, sobre todo, a Guénon.

Bérard le pregunta entonces por los esoteristas actuales y La Fata nombra a los franceses Jean-Pierre Brach y Jean-Pierre Laurant, así como al austriaco Thomas Hakl. Cuando se le pregunta por los italianos, me hace el honor -y se lo agradezco de todo corazón- de mencionar mi nombre junto a los más famosos y excelentes de Alessandro Grossato, Nuccio D’Anna y Claudio Lanzi. A continuación habla de eruditos de talento que ha conocido pero que nunca han escrito nada.

Aún cuestionado sobre la definición más atractiva del esoterismo para el hombre común, La Fata habla de él como «esa Vía que le familiarizará con lo invisible, o más bien con el Alma». Sin embargo, la perfección en este camino está de hecho reservada a unos pocos.

Bérard recuerda la tesis de que el esoterismo de Guénon es un esoterismo «sacerdotal» mientras que el de Evola, por ejemplo, es un esoterismo «guerrero»12. La Fata está de acuerdo en que el esoterismo es «una realidad plural» (p. 193), aunque actualmente sufra mucho por el dominio de visiones del mundo materialistas o espiritualmente irreales.

Bérard dice a este respecto que «la doctrina de la resurrección de la carne, tal como la conocemos en el cristianismo, resuelve por integración la separación artificial del espíritu y la materia» (p. 194), en lo que coincide La Fata, señalando sin embargo -con cuánta razón- que a veces son los propios cristianos los que olvidan esta doctrina.

Terminamos hablando de la posibilidad de que el esoterismo pueda mediar entre la ciencia y la religión. Tal y como están las cosas, Aldo La Fata cree poco en esto, y yo tampoco estoy convencido.

El libro contiene todavía un «árbol sefirótico», con una breve descripción de Leo Schaya y un epílogo de Jean-Pierre Brach que explica las razones del trabajo y comenta ciertos aspectos del mismo.

Trata a su manera la posibilidad histórica de un esoterismo cristiano sin por ello «ocultar la ausencia casi total de pruebas documentales que permitan establecer la continuidad histórica real de tales tradiciones ni la naturaleza exacta de las técnicas o medios utilizados en este contexto» (p. 200).

A continuación, aborda la importancia de la doctrina del «intelecto trascendente» y habla de la importancia «de ciertos teólogos de la diáspora ortodoxa rusa, en particular los franceses» (ibíd.). A continuación menciona la necesidad de transformación espiritual, común a las distintas tradiciones, y se extiende sobre la aparición en el ámbito pietista en el siglo XVII de ciertas doctrinas de alquimia interior, al tiempo que afirma que el ocultismo del siglo XIX fue, por así decirlo, muy «socialmente creativo», desarrollando nuevos temas y oponiéndose a las tradiciones institucionalizadas.

Termina afirmando que «el esoterismo parece ante todo movilizar una multiplicidad de aprehensiones muy personales y refinadas, correspondientes a otras tantas orientaciones propias de la vida espiritual» (p. 202), con lo que, al menos en lo que respecta a los mejores casos, no puedo sino estar de acuerdo.

En conjunto, a pesar de las «distinciones» que he hecho aquí y allá, no puedo sino considerar este libro sumamente interesante, tanto por la moderación y la competencia con que se han tratado los diversos temas, como por la atención mostrada hacia las tradiciones establecidas, respecto a las cuales se han evitado las afirmaciones descuidadas. Esto no es extraño después de todo, teniendo en cuenta el extremo equilibrio que caracteriza la obra y la personalidad de Aldo La Fata, a quien conozco bastante bien, pero pienso también en Bruno Bérard, con quien estoy menos familiarizado.

Mis propios desacuerdos se expresaron, además, con la intención de «integrar» y «proponer», desde luego no de «oponer». Digamos que yo, con respecto a Aldo, soy menos amante del término «esoterismo» y más crítico con Guénon, cuyos méritos reconozco pero a quien no veo como garante de la ortodoxia. Por lo demás, la forma de abordar estas cosas de Aldo, libre y heurística, me parece absolutamente de acuerdo.

20/7/2024


Notas

  1. Aquí (p. 9) Aldo tuvo la amabilidad de citarme para elogiarme, por lo que le doy las gracias. En realidad, traté el asunto en estos términos en mi artículo «Una impresión extraña», http://www.superzeko.net/doc_dariochioli_saggistica/DarioChioliQuestaStranaImpressione.pdf.[]
  2. Véase mi reseña de su libro sobre Silvano Panunzio: http://www.superzeko.net/doc_dariochioli_saggistica/DarioChioliRecensioneAlNuovoLibroDiAldoLaFataSuSilvanoPanunzio.pdf.[]
  3. Aldo La Fata me señala una errata, para uso de quienes también lean esta reseña: en la primera línea de la p. 59 «Juan el Evangelista» debería cambiarse por «Juan el Bautista».[]
  4. Véase mi reseña sobre este libro: http://www.superzeko.net/doc_dariochioli_saggistica/DarioChioliRecensioneAlNuovoLibroDiAldoLaFataSuSilvanoPanunzio.pdf.[]
  5. En este sentido, puede haber modos de transmisión extremadamente particulares, como los que generan una experiencia extática inmediata a través del contacto; me viene a la memoria lo que Abhinavagupta escribió al respecto en el Tantrāloka o lo que se dice de San Serafín de Sarov en el Coloquio con Motovilov. Pero la casuística a este respecto es mucho más amplia.[]
  6. Por cierto: considero el desarrollo de la mariología católica en los últimos siglos como una vía de salvación, es decir, como un verdadero exorcismo de las inspiraciones diabólicas que subyacen a la decadencia común. En efecto, la mariología dialoga de forma no mental con un aspecto «maternal» interior del ser humano que está fuera del alcance del engaño.[]
  7. El «no dualismo en la distinción» mantiene la relación entre el alma humana y Dios.[]
  8. El Panchen Lama es una emanación (tulku) del Buda Amitābha, mientras que el Dalai Lama es «sólo» una emanación del Bodhisattva Avalokiteśvara. También tienen la tarea de reconocer los tulkus de los demás.[]
  9. Con respecto a Kālacakra, Jurij Nikolaevič Roerich publicó Los Anales Azules en 1949, un excelente volumen que podría -quizá- ser útil en la práctica para un monje tibetano particularmente erudito y experimentado cartógrafo y lingüista, pero difícilmente para cualquier otra persona, y que constituye la fuente principal sobre las tradiciones de Śambhala, de las que aquellos en los que Guénon basó su Rey del mundo probablemente derivaron la idea de los diversos Asgartha (Jacolliot), Agarttha (Saint-Yves d’Alveydre), Agartthâ (Sédir) y Agharti (Ossendowski). Jacolliot probablemente recicló las leyendas de Śambhala relacionándolas con el Ásgarðr nórdico, Saint-Yves tomó de él, Sédir y Ossendowski de Saint-Yves. Y Guénon mordió el anzuelo sin comprobarlo….[]
  10. Señalo para una futura reedición que en la p. 146 la primera frase estaba desgraciadamente incompleta. Aldo La Fata me informa de que debería completarse como sigue: «algo que hace que las cosas sean y es al mismo tiempo un modo de ser de las cosas».[]
  11. No sólo espiritual; también produjo la obra maestra militar estratégica de Sunzi sobre el arte de la guerra.[]
  12. Con respecto a Guénon mi opinión es parcialmente diferente. Al menos El rey del mundo me parece una obra de carácter absolutamente kṣatriya, quizá comparable a las novelas del Grial. Lo mismo ocurre con su temprano activismo en los diversos grupos ocultistas.[]